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Ahora, Jonas y yo nos encontrábamos acomodados frente a una fuente humeante y una botella de vino, la puerta estaba cerrada con cerrojo y el posadero recibió instrucciones de negar que yo estuviese en el establecimiento. Me hubiera encontrado perfectamente a gusto si el vino de mi copa no me hubiera recordado tan vívidamente ese otro vino, mucho mejor, que Jonas había descubierto en el aguamanil la noche anterior después que yo hube examinado la Garra en secreto.

Jonas, observándome, creo, mientras yo miraba el pálido fluido rojo, llenó su copa y dijo: —Has de recordar que no eres responsable de las sentencias. Si no hubieras venido aquí, los hubieran castigado de todos modos, y probablemente habrían sufrido más en manos no tan expertas.

Le pregunté si sabía de qué estaba hablando.

—Veo que… te inquieta lo que hoy sucedió.

—Pensé que todo había estado bien.

—Ya sabes lo que dijo el pulpo cuando salió de la cama de algas de la sirena: «No discuto tu habilidad, al contrario. Pero podrías alegrar un poco más esa cara».

—Cuando ha pasado, siempre nos encontramos un poco deprimidos. Eso es lo que siempre dijo el maestro Palaemón, y en mi caso lo he comprobado. Él decía que se trataba de una función psicológica puramente mecánica, y por entonces eso me pareció un oximorón, pero ahora no estoy seguro de que no tuviera razón. ¿Viste lo que pasó o te tuvieron muy ocupado?

—Estuve en los escalones detrás de ti la mayor parte del tiempo.

—Entonces estabas en un buen sitio y pudiste verlo todo; no hubo contratiempos después que decidimos no esperar la silla. Me aplaudieron por lo bien que lo hice y me convertí en un foco de admiración. A eso sigue una sensación de decaimiento. El maestro Palaemón solía hablar de melancolía de multitudes y de melancolía de la corte, y dijo que a algunos nos afectan las dos, a otros ninguna, y a otros una, pero no la otra. Bueno, pues yo tengo melancolía de multitudes, y no creo que en Thrax se me presente la oportunidad de descubrir si también tengo o no melancolía de la corte.

—¿Y qué es eso? —Jonas estaba mirando el vino de su copa.

—En ocasiones un torturador, por ejemplo un maestro de la Ciudadela, entra en contacto con exultantes del más alto grado. Supón que hay un prisionero sumamente sensible que quizás está en posesión de información importante. Es probable que se delegue en un oficial de alto grado la asistencia al examen de ese prisionero. Muy frecuentemente tendrá poca experiencia con las operaciones delicadas, de modo que le preguntará al maestro y quizá le confiese algunos temores en relación con el temperamento o la salud del sujeto. En tales circunstancias, un torturador se cree el centro de todo…

—Y después se siente deprimido cuando todo acaba. Sí, creo que lo entiendo.

—¿Has visto alguna vez una actuación en que todo sale mal?

—No. ¿No vas a comer nada de carne?

—Yo tampoco las he visto, pero he oído hablar de ellas y por eso me encontraba tenso. De casos en que el cliente ha escapado y ha huido entre la multitud, de casos en que fueron necesarios varios golpes para partir el cuello, de casos en que un torturador perdió la confianza en sí mismo y no pudo proseguir. Cuando salté a ese cadalso, no había manera de saber si me pasarían algunas de esas cosas. Si me hubieran pasado, quizás estaría acabado para toda la vida.

—«En todo caso, es un modo terrible de ganarse el sustento.» Eso, ¿sabes?, es lo que dijo el árbol del espino al alcaudón.

—Realmente no… —Me interrumpí porque vi algo que se movía en el lado más alejado del cuarto. Al principio pensé que era una rata, animal por el que siento mucha aversión, pues he visto muchos clientes mordidos en las mazmorras de nuestra torre.

—¿Qué es?

—Algo blanco. —Fui al otro lado de la mesa. Una hoja de papel. Alguien la ha metido por debajo de la puerta.

—Debe de ser otra mujer que quiere dormir contigo —dijo Jonas, pero yo ya tenía la hoja en la mano. Se trataba sin duda de la escritura delicada de una mujer, en tinta grisácea sobre pergamino. La acerqué a la vela para leerla.

Queridísimo Severian:

Uno de estos amables hombres que me está ayudando me ha dicho que te encuentras en la villa de Saltus, no muy lejos. Parece demasiado hermoso para que sea verdad, pero ahora tengo que saber si puedes perdonarme.

Te juro que los sufrimientos que hayas soportado por mí no fui yo quien los eligió. Desde el principio quise contártelo todo, pero los demás se opusieron desde el principio. Consideraron que sólo deberían saberlo quienes tuvieran que saberlo (o sea, nadie más que ellos) y por último me dijeron sin rodeos que si no les obedecía en todo abandonarían el plan y me dejarían morir. Yo sabía que tú morirías por mí, y así que me atreví a esperar que si hubieras podido escoger, hubieras escogido sufrir por mí también. Perdóname.

Ahora estoy lejos y casi libre. Soy dueña de mi persona, en tanto que sólo obedezco las sencillas y humanas instrucciones del Padre Inire. Por tanto, te lo contaré todo, esperando que cuando lo sepas me perdonarás de verdad.

Ya sabes lo de mi arresto. Recordarás con cuánto celo procuraba mi bienestar tu maestro Gurloes, y cuán frecuentemente visitaba mi celda para hablarme o me llamaba para que él y los demás maestros me interrogaran. Esto se debía a que mi protector, el buen Padre Inire, le había encargado ser estrictamente atento conmigo.

Al fin, cuando quedó claro que el Autarca no me liberaría, el Padre Inire se propuso hacerlo él mismo. Desconozco de qué amenazas fue objeto el maestro Gurloes o qué sobornos le ofrecieron. Pero bastaron, y pocos días antes de mi muerte (como tú creías, querido Severian) él me explicó cómo se dispondría todo. Por supuesto, no bastaba con que yo fuera liberada. Era necesario también que no me buscasen. Eso significa que por fuerza tenía que parecer que yo estaba muerta; sin embargo, el maestro Gurloes había recibido instrucciones estrictas de no dejarme morir.

Ahora podrás imaginarte cómo conseguimos sortear esa maraña de impedimentos. Se dispuso someterme a un ingenio cuya acción no fuera más que interna, y antes el maestro Gurloes lo desarmó para que yo no sufriera ningún daño real. Cuando me creyeras agonizante, yo debía pedirte algo que terminara con mi lastimosa existencia. Todo sucedió como estaba planeado. Tú me diste el cuchillo, me hice un corte superficial en el brazo, me arrastré cerca de la puerta para que corriera algo de sangre por debajo, y después me manché de sangre la garganta y me extendí sobre la cama para que me vieras así cuando miraras dentro de la celda.

¿Lo hiciste? Yo yacía con la quietud de la muerte. Tenía los ojos cerrados, pero me pareció sentir tu dolor cuando me viste allí. Estuve a punto de llorar, y ahora recuerdo el miedo que tuve de que vieras mis lágrimas. Al fin oí que te ibas. Me vendé el brazo y me lavé la cara y el cuello. Después de algún tiempo, el maestro Gurloes acudió y me sacó de allí. Perdóname.

Ahora he de verte de nuevo, y si el Padre Inire consigue el perdón para mí, como solemnemente se ha comprometido a hacerlo, no hay ninguna razón para que volvamos a separarnos. Pero acude en seguida a mí; estoy esperando a un mensajero, y si llega he de volar a la Casa Absoluta para arrojarme a los pies del Autarca, cuyo nombre sea un bálsamo tres veces loado para las abrasadas frentes de sus siervos.

No le hables a nadie de esto; ve desde Saltus hacia el noroeste hasta que encuentres un arroyo que avanza serpenteando hacia el Gyoll. Sigue la corriente, y verás que sale de la boca de una mina.