Los preparativos del Auto de Fe son enrevesados. La primera diligencia que exige el protocolo es dar aviso al conde de Chinchón, virrey del Perú. Se encomienda la honrosa tarea al fiscal del Santo Oficio, quien se apersona al palacio y con ceremoniosa gravedad le informa que tendrá lugar el próximo 23 de enero de 1639, en la central plaza de Armas, «para exaltación de nuestra santa fe católica y extirpación de las herejías». El virrey envía respuesta al Tribunal estimando el aviso con muestras de «particular placer por ver acabada tan deseada obra». El mismo recado se cumple ante la Real Audiencia, los Cabildos (eclesiástico y secular), la Universidad de San Marcos, los demás Tribunales y el Consulado. Antes de publicarse la convocatoria a los habitantes de la ciudad los inquisidores encierran a todos los negros que sirven en el Santo Oficio para que no se enteren y avisen a los reos [55]. No obstante, dicho pregón se demora por un estúpido incidente. Se había decidido guarnecer las puertas de la capilla con clavazones de bronce. El ruido de los martillos, mazas y remaches se expandió por el laberinto de mazmorras como anuncio de una construcción excepcional. El correo de los muros la asocia con la erección del patíbulo. Los reos entran en estado de agitación, algunos revocan sus confesiones y otros, desesperados, testifican en contra de cristianos viejos con la esperanza de provocar un perdón general ante el aluvión de sospechosos. El Tribunal, no obstante, decide mantener la fecha del Auto y consumar todas las condenas.
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El fraile que, tapándose la nariz con la gruesa manga de su hábito concurre al hediondo calabozo de Francisco para insistirle que doblegue su testarudez, informa a los jueces que el reo implora otra audiencia con los padres calificadores de la Compañía de Jesús.
– ¿Promete abjurar? -pregunta Castro del Castillo. El dominico transmite que al reo le acosan varias dudas y tiene la esperanza de que si se las resuelven, volverá a la auténtica fe.
– Una treta dilatoria -sentencia Gaitán-. Lo mismo de siempre.
No se hace lugar al pedido, pero el fraile retorna con la insistencia del prisionero. Castro del Castillo revisa las actas y anuncia que de acordársela, sería la disputa número trece, una exageración que prueba cuánta paciencia se ha tenido con él.
– Buen número para que se produzca algo distinto -fuerza una sonrisa el cansado fraile.
El Tribunal se toma unos días y con dos votos a favor y uno en contra decide convocar por última vez a los doctos calificadores de la Compañía, Andrés Hernández en primer lugar. La sesión se efectúa en la adusta sala cuyo techo de 33000 piezas machimbradas ha cobijado hace poco a Isabel Otañez, aterida de congoja. El reo es traído por el alcaide y la guardia de negros, con sus flacos tobillos y muñecas encerrados en los grilletes. Es un Cristo que desciende de la cruz, casi ciego, los labios blancos, nariz filosa y una cabellera de tristeza pluvial. Pareciera haberse consumido su altivez. Lo hacen sentar y luego ponerse de pie. Ya sabe: debe prestar juramento. La expectativa y la curiosidad proveen un clima extraordinario a la sala. Como lo había hecho hace doce años, desencanta a sus captores porque sigue fiel a sus creencias muertas. Gaitán barre con una mirada a los otros inquisidores por acceder a este previsible desafío; Mañozca, irritado también, lo invita a expresar sus dudas. Los jesuitas avanzan sus cabezas para escuchar mejor. Francisco inspira hondo: debe hacer esfuerzos para que la voz brote con suficiente sonoridad. Pero su tono ingenuo, casi servil, contradice la acidez del contenido. De entrada formula una pregunta pavorosa.
– ¿No es arrogante e inútil la pretensión de imponer una sola verdad? -dice.
Su debilidad física imprime dulzura a la expresión, pero los vocablos hacen temblar la sala.
– ¿No se estará manifestando la gran Verdad -continúa-, Verdad que excede al cerebro humano, por verdades parciales que apenas logramos aprehender? ¿No será la gran Verdad tan rica y misteriosa que sólo nos es permitido un abordaje minúsculo? Y ese abordaje minúsculo, ¿no se cumple acaso a partir de nuestras diversas raíces y creencias? ¿No será que existen diversas raíces y creencias para que, precisamente, seamos más modestos y reconozcamos que sólo nos es dado ver y sentir tan sólo una parte? ¿No será que nuestras convicciones, aunque opuestas, sólo se resuelven en el infinito del Ser Supremo, que está mucho más allá de nuestra percepción? ¿Qué beneficio brindan ustedes a la gran Verdad, entonces, si quieren convertir a la parte minúscula que reconocen y aman, en el todo que no pueden alcanzar?
Los jueces y teólogos oscilan entre rechazar sus palabras como nueva herejía o producto de una severa perturbación de la lógica.
– En el corazón de cada hombre -prosigue Francisco en tono amable y esforzado- late la chispa divina que ningún hombre, excepto Dios mismo, tiene derecho a impugnar, menos extinguir. Si vale vuestra fe, también vale la mía.
La audiencia está escandalizada. ¿Cómo puede existir más de una verdad? Es un sofisma, una locura. Estas ideas no responden a una inspiración del cielo, sino del diablo.
– Pregunto si es de buen cristiano (ya que me exigen ser cristiano) castigarse mutuamente, desgarrar familias, humillar al prójimo y delatar parientes y amigos. Esto ya lo padeció Jesús, que fue delatado y atormentado. Repetir su pasión en otros, ¿no significa inutilizar la del mismo Jesús? Si su sacrificio no canceló los sacrificios, ¿qué cambia?, ¿qué inaugura? Seguir persiguiendo, ofendiendo y matando a hombres como Jesús fue perseguido, ofendido y asesinado, ¿no es reducido a un caso más de la infinita cadena de hombres víctimas de hombres?
Gaitán tamborilea sobre el apoyabrazos de la silla y tiene deseos de interrumpir la sesión. Este basilisco que pronto será cenizas mancha el recinto con groserías inaceptables. Hasta Castro del Castillo piensa lo mismo cuando el reo escupe:
– ¿Dónde está el Anticristo? ¿Ustedes no lo ven? -sus párpados de carbón dejan salir un brillo que agujerea a los presentes mientras sus labios esbozan una sonrisa enigmática-. ¿No lo ven? Estos grilletes -levanta las muñecas ulceradas-, ¿me los ha puesto Jesús?
Mañozca murmura: «Está definitivamente loco.» Francisco se dirige al jesuita Hernández.
– ¿La razón es un derecho natural? ¿El pensamiento y la conciencia son derechos naturales? ¿El cuidado de mi cuerpo es un derecho natural?
El teólogo asiente.
– Sin embargo… -se interrumpe como si hubiera perdido la ilación-, sin embargo -repite-, el cuerpo, mi cuerpo, es maltratado y será destruido. ¿No debería el cristiano, más que el judío, respetar el cuerpo? Para un cristiano Dios se hizo cuerpo porque cree en el misterio de la Encarnación. El cristiano, en este sentido, es la más «humana» de las religiones. Pero ¡qué paradoja!: sus fieles, en lugar de valorado y quererlo como a su mismo Dios, lo odian y atacan. Yo no creo en la Encarnación, pero creo que el Único está en nuestras vidas -y Francisco cita a su padre-: «Dañar un cuerpo es ofender a Dios.»
– Limítese a formular sus dudas -exclama Gaitán, lívido de indignación.
Francisco introduce la mano bajo sus ropas y les inflige una sorpresa: extrae dos libros. Los tres inquisidores, los tres jesuitas y el secretario abren grande los ojos; ¿De dónde los robó? Se enteran atónitos de que no fueron robados, sino escritos en su estrecha mazmorra. El secretario los recibe con mano trémula, como si tocase objetos creados por la magia de Luzbel. Son dos volúmenes en cuartilla cuyas hojas han sido labradas artísticamente con trozos pegados entre sí. Cada página está llena de palabras menudas y parejas como letras de molde. El secretario eleva los libros hacia la mano impaciente de los inquisidores. Después regresa a su silla y escribe azorado que el reo «sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartillas, y las hojas de muchos remiendos de papelitos que juntaba sin saberse de dónde, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón». Se seca la frente y añade: «El uno tenía ciento tres hojas y el otro más de cien.» Consigna la estrafalaria firma del autor: «Eli Nazareo, judío indigno del Dios de Israel, conocido por el nombre Silva.»
Los volúmenes pasan de mano en mano.
– Ahí están mis dudas -dice Francisco-. Y mi modesta ciencia. Quien eso ha escrito tiene chispa divina, no menos que ustedes.
– O chispa de Satanás -replica Castro del Castillo, aturdido por la audacia.
Los inquisidores invitan a los jesuitas a que hablen, La inverosímil audiencia se extiende por tres horas y media. Los teólogos deshacen las mentirosas afirmaciones de Francisco y, según aprecian los jueces, consiguen demostrar otra vez cuál es el camino de la luz: sólo una mente caprichosa y maligna puede negarse a reconocer la verdad, la única verdad. Mañozca se dirige a Francisco para que conteste si está dispuesto a arrepentirse; pero antes debe volver a prestar juramento. Automáticamente le señala el crucifijo de la mesa.
El reo se incorpora con un asordinado crujir de articulaciones gastadas. Entonces pronuncia las frases que provocan una exclamación de pasmo y horror del auditorio.
– ¿Jurar por la cruz? ¿Por qué no jurar entonces por el potro, o las mancuernas con púas, o el brasero que destruye los pies? Cualquier instrumento de tortura daría lo mismo… La cruz fue un instrumento de tortura, ¿o ha tenido otro objeto? Con la cruz asesinaron a Jesús y muchos otros judíos como Él. Luego los cristianos siguieron asesinando judíos blandiendo tras ellos la cruz como una espada retinta de sangre. En la cruz hemos muerto los judíos, no los cristianos. ¿Murió en ella algún inquisidor?, ¿un arzobispo?, ¿un papa?… Alguien alguna vez se los debe decir aunque duela mucho: para los judíos perseguidos la cruz nunca ha simbolizado el amor sino el odio, nunca el amparo sino la crueldad. Exigirnos que le rindamos veneración, tras siglos de matanza y desprecio, es tan absurdo como pedirnos venerar la horca, el garrote vil, la hoguera. Los cristianos ensalzan la cruz (¡y tienen sus buenas razones!), pero la cargamos los perseguidos. La cruz no nos otorga bienestar: nos angustia, nos ofende y nos destruye -levanta su mano derecha, la larga cadena brilla fugazmente como una filigrana de astros-. Juro por Dios, creador del cielo y la tierra haber dicho la verdad. Mi verdad.
[55] En su informe, los inquisidores aseguran que los negros «eran ladinos en favor de los portugueses. Como los traían de Guinea, sabían sus lenguas y esto ayudó mucho para sus comunicaciones internas, como el uso del limón y el abecedario de golpes, cosa notable: la primera letra era un golpe, la segunda dos, la tercera tres. Con estas cifras y caracteres se entendían: claro indicio de su complicidad».