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El sol derrama calor sobre la plaza hasta que el público ya no puede ingerir más discursos: anhela acción. Han pasado los penitenciados al azote, a la prisión y a trabajos forzados en las galeras. Faltan los que serán «relajados» al brazo seglar para su ejecución. El alcaide empuja al judío Antonio Espinosa; el bastón se retuerce con furia porque el hombre está quebrado, tembloroso, levanta las manos y ruega misericordia. El rumor entusiasta de la muchedumbre despierta a los dormidos. Por las cabezas amontonadas de extremo a extremo silba una remota alegría cuando el bastón no consigue hacer avanzar al judío siguiente: se trata de Diego López Fonseca, a quien deben cargar en brazos y tirarle de los pelos para que escuche sobre el puente los castigos que se le infligirán. Le llega el turno a Juan Rodríguez, quien aparentó locura en la cárcel para hacer reír a los jueces y confundidos; ahora reconoce que fue mentira y maldad, llora, implora. Le toca avanzar al anciano médico Tomé Cuaresma, reconocido en el acto desde los confines de la plaza; el bastón lo empuja obscenamente y estallan toses, ansias; la encanecida víctima se apoya en la baranda, cabizbajo y cuando escucha que será quemado vivo empieza a sacudirse, a llorar: estira los dedos, quiere decir algo, pero su garganta no emite sonidos. Entonces ocurre algo que conmueve a la multitud: el inquisidor Antonio Castro del Castillo abandona su sitial y camina hacia el tembloroso viejito; lo observa, le acerca la cruz que le cuelga al pecho y ordena que le pida misericordia. El desconsolado médico está a punto de desmayarse y balbucea «misericordia, misericordia». Un rugido triunfal barre la plaza. El inquisidor regresa iluminado por una sonrisa junto al virrey para seguir el desarrollo de la ceremonia. Faltan pocos judíos, los peores.

El bastón empuja a Sebastián Duarte, cuñado del rabino Manuel Bautista Pérez. Cuando pasa junto a él, sin que los guardias pudiesen advertido a tiempo, los parientes se abrazan y despiden [57]. La escena produce rabia en los espectadores, que escupen insultos y reclaman mayor celo a los soldados. Francisco mantiene abiertos los ojos y acompaña a cada uno de los ofendidos con intensidad, como si su espíritu tranquilo tuviera manos y las manos se tendieran hasta las caras anémicas para envolverlas con ternura y decides que los ama, que no están solos, que su dolor es pasajero. Tiene una visión extraordinaria de la precariedad del hombre. Nunca ha podido reconocerla tan crudamente. Pronto será polvo. Lo sostiene -lo ha sostenido- únicamente aquello que ama: Dios, su familia, sus raíces, las ideas yesos recuerdos en color pastel con manchones de azul.

Llega el turno del rabino «capitán grande» y «oráculo de la nación hebrea» -como expresa con sorna el texto que se lee en voz alta-. Manuel Bautista Pérez escucha su sentencia majestuosamente. En su cerebro bulle otra multitud: la de los mártires que lo precedieron y a los que va a integrarse con la apostura que su cuerpo aún le concede.

Se instala una pausa. Falta el más odioso de los pecadores, el demente que ha osado desafiar al mismo Auto de Fe presentándose en rebeldía. Un monstruo: sabe que morirá por sus errores y se obstina en ellos. La transpirada muchedumbre se iza en puntas de pie: sólo se tiene una ocasión en la vida para ver algo semejante. Flaco, canoso, la barba y el cabello largos, Francisco no espera que llegue el bastón del alcaide para agraviarlo como a un animal. Se incorpora y camina hacia el puente donde escuchará lo que ya sabe. El sombrero en cono que lo transformaba en un ser grotesco resbala de su cabeza y súbitamente su imagen empieza a irradiar una nobleza incomprensible para los millares de órbitas que registran algo confuso. Sobre el puente se superponen transparencias como si en vez de un hombre hubiera aparecido una efigie de brumas. De las gradas multitudinarias brota el silencio. Se anhela escuchar la descripción de sus abominaciones y si el castigo logrará compensarlas. La voz del funcionario irrumpe con melladuras de inseguridad, de fatiga. Los cabellos de Francisco empiezan a elevarse como alas. El afrentoso sambenito se aligera y ondula sedoso. La muchedumbre apantalla las orejas porque las frases se esfuman. Ese hombre solitario y enhiesto evoca algo misterioso. A unos mil metros de distancia, en el Pedregal, ya están a punto las hogueras, pero ahí, sobre el puente, suavemente acariciado por la brisa, no observan al reo a quien devorarán las llamas, sino a un justo. Algo grandioso se asocia a su imagen.

El cronista Fernando de Montesinos se levanta de su grada para examinar de cerca el portento. El Tribunal le ha encargado la difícil tarea de redactar una pormenorizada narración del Auto de Fe y todos sus sentidos deben registrar los necesarios detalles: importa la decoración, las sentencias, el protocolo, la conducta de los reos y también los fenómenos sobrenaturales. No esperaba el sobresalto de la coincidencia. La brisa que juega con los cabellos del cautivo se transforma en un viento fuerte. El agobiante calor es repentinamente fragmentado por cuchillas gélidas. Del mar avanza un manto negro que hinchan y golpean con rabia los relámpagos. La atención concentrada en el espectáculo no ha advertido el comienzo de la tormenta y Montesinos levanta sus ojos con pavura: esto será consignado en su informe. De pronto un grito de horror acompaña al sablazo que abre el toldo del tablado central. Montesinos acerca su mano 'a la oreja y logra escuchar las palabras que pronuncia Maldonado da Silva. Luego, en su informe, las transcribirá también:

– Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo.

Epílogo

Los ajusticiados son conducidos a las hogueras entre murallas de soldados para evitar que la gente en tropel los empuje y escupa. Junto a los reos marchan frailes de todas las órdenes religiosas para predicarles hasta último momento. Entre los jefes militares que controlan el fúnebre desplazamiento se destaca el contrito capitán Lorenzo Valdés.

Tomé Cuaresma dice que no necesita la misericordia del Santo Oficio y muere impenitente.

Manuel Bautista Pérez mira con desprecio al verdugo y le manda que cumpla bien su oficio.

Francisco Maldonado da Silva no habla, ni llora, ni gime. En torno a su cuello han atado los libros que escribió esforzadamente en prisión. Varios testigos registran el instante en que las llamas azules prenden las hojas y un torbellino de letras empiezan a girar insistentemente en torno a sus cabellos como una corona de zafiros.

Los funcionarios presentes -alguacil mayor de justicia, notario y secretario del Santo Oficio- soportan la humareda y el olor de carne humana hasta dar fe que los relajados se han convertido en cenizas.

El cronista Fernando de Montesinos cumple a satisfacción la solicitud inquisitorial de escribir un relato completo sobre el grandioso Auto de Fe, que se imprime de inmediato por orden del inquisidor general.

El Consejo Central de España, no obstante, se alarma por la magnitud del Auto de Fe y ordena a los tres inquisidores que transmitan «por separado», y «en conciencia», sus sentimientos respecto de lo actuado.

Gaitán contesta que las sentencias «fueron justificadas». Castro del Castillo contesta que antes de dar su voto decía misa y se encomendaba «muy de veras a Dios y con mucha humildad». Mañozca no contesta; ese mismo año se dan por concluidos sus servicios en el Tribunal de Lima.

El Auto de Fe de 1639 sacude a las comunidades judías de Europa, que hacen circular los informes sobre el martirologio ocurrido en América. En 1650 aparece la famosa obra Esperanza de Israel de Menashé ben Israel, que narra el tremebundo suceso y dedica párrafos emotivos al mártir Francisco Maldonado da Silva. En Venecia el doctor Isaac Cardoso publica otro libro que amplía la pavorosa historia y exalta el heroísmo de «Eli Nazareo». El poeta sefaradí Miguel de Barrios escribe en Amsterdamun poema sobre el heroico americano.

En 1813 es abolido el Santo Oficio de Lima y una multitud saquea el palacio inquisitorial para borrar ominosas pruebas. Dos años más tarde se lo reinstala. Pero en 1820, por mandato del último virrey, queda eliminado definitivamente.

En 1822 le es asestada a la Inquisición en América el golpe de gracia más significativo: el Libertador José de San Martín ordena transferir todos sus bienes y propiedades a la Biblioteca de la Nación, porque allí, en los libros, se acumulan las ideas -fueron sus palabras«luctuosas a los tiranos y valiosas para los amantes de la libertad».

Agradecimientos

Para edificar este libro he sido agraciado por la ayuda de muchas personas e instituciones que me brindaron su rica información, en particular la Academia Nacional de Historia, Academia Nacional de Letras, las Fundaciones Simón Rodríguez y Torcuato Di Tella, la Biblioteca del Seminario Rabínico latinoamericano y la generosa aportación de libros y documentos por parte del historiador cordobés Efraín U. Bischoff y la historiadora tucumana Teresa Piossek Prebisch. Dedico un reconocimiento especial a Marcelo PolakoH quien, embuido de entusiasmo por el proyecto, obtuvo información adicional de archivos y bibliotecas, a la que marcó y clasificó criteriosamente. El brillante antropólogo peruano Luis Millones me proporcionó orientación, referencias y material de sus propios archivos. Durante mi intenso viaje a Lima para estudiar escenarios y profundizar la investigación histórica, he recibido los aportes de especialistas notables como Pedro Guibovich, Guillermo Lohmann, María Emma Manarelli, Max Hernández, Moisés Lemlij, Marcos Gheiler, Franklin Pease.

Mi esposa ha leído y discutido con generosa dedicación la mayor parte de los capítulos, brindándome agudas observaciones que aumentaron mi alerta en este bosque de personajes y acontecimientos. Mi hijo Gerardo diseñó y supervisó el procesamiento de los materiales y el registro de las sucesivas versiones que insumieron un total de casi dos mil ochocientas páginas. Dévora Gabriela Fernández y Alicia López tipearon repetidas veces mis originales hasta que el volumen alcanzó las características presentes.

El sostenido esfuerzo que he dedicado a esta obra -y cuyos contenidos abrumadores amenazaban hacerme desfallecer- ha contado con la confianza de mis editores y el lúcido editing de Paula Pérez Alonso.

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[57] «… su cuñado Sebastián Duarte que, yendo a la gradilla a oír su sentencia, al pasar muy cerca de aquél (Manuel Bautista Pérez), enternecidos se besaron al modo judío, sin que sus guardias los pudiesen estorbar.»