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– Puedes volver a jugar -autorizó el comisario.

Siguió charlando sobre comida. Le interesaba enterarse de ciertos ingredientes que se usaban en Lisboa y las especies que se consumían en Potosí. Retribuyó a Diego Núñez da Silva con las recetas que aprendió en Córdoba -de vecinos y viajeros- sobre codornices asadas y patos a la marinera sazonados con pimienta, ajo y azafrán. Después ambos trataron de reconstruir la fórmula de la «comida blanca» que inventó un cocinero de Felipe n. Sabían que era un picadillo de aves cocidas a fuego lento. Especularon varios minutos hasta que llegaron a coincidir, risueñamente, que su salsa especial no tenía una composición exótica, sino leche, azúcar y harina de arroz. Fray Bartolomé elogió la cultura de don Diego y don Diego perdió algo del temor que se debía sentir ante un comisario del Santo Oficio. Creyó conveniente seguir cultivando su amistad y lo invitó a comer, junto con su vecino, el capitán de lanceros. «La medicina necesita el apoyo de la religión y de las armas», rió al despedirlo en la puerta de la calle.

Fray Bartolomé caminó mirando el suelo mientras, pegado a su sotana, se deslizaba el gato blanco. Reconstruía el encuentro con este médico portugués desde las modalidades del saludo inicial. En la larga plática sobre manjares fray Bartolomé deslizó hábilmente algunas incompatibilidades y desagrados para hacerla pisar la trampa: pero no apareció indicio alguno de rechazo al cerdo y los peces sin escamas; tampoco mostró repugnancia por la mezcla de leche con carne. Evaluó la cortesía con que fue recibido y el manejo fluido que tenía de la doctrina católica. Le impresionó bien su mujer, cristiana vieja y claramente devota. Diego Núñez da Silva, desde su llegada a Córdoba, se presentaba en los oficios religiosos y participaba de las procesiones con su familia íntegra, incluso la pareja de esclavos. Se confesaba, escuchaba misa y comulgaba. El comisario también echó una mirada a los libros que se alineaban cerca del escritorio.

Llegó al convento de los dominicos, atravesó el claustro y se encerró en su celda. Mojó la pluma y redactó sus impresiones. De vez en cuando, al revisarlas, descubría pistas que él mismo había anotado sin reparar en su significación.

En la celda del convento dominicano Francisco aguarda la etapa siguiente. Se sopla la carne viva que le han abierto los grillos. Oye pasos. Ruido de hierros, la llave, la tranca exterior, la puerta que cruje y se abre, la franja de luz. Soldados que invaden. Se adelanta un negro que le tiende un cazo de leche tibia, A Francisco le cuesta mover los brazos agarrotados de frío húmedo. Trata de recibir el cazo sin temblar. Sus cadenas hacen ruido. Bebe; se reconforta y otra vez lo dejan solo, a oscuras.

19

Don Diego se felicitaba por haber ganado cierta simpatía del comisario. No sería tan ingenuo para considerarse seguro, sí más tranquilo.

Indicó a su mujer que hiciera preparar los mejores platos y ofreciera un esmerado servicio. La comida con fray Bartolomé y el capitán de lanceros Toribio Valdés podía significar el comienzo de un vínculo confiable. De esta relación dependía su prestigio en Córdoba, su éxito y su dignidad.

Aldonza se afanó por confeccionar un atractivo menú. Don Diego sugirió que preparase ricas chuletas de cerdo, variedad de hortalizas, budines con leche y comprase vino. Para la ocasión valía la pena empeñar los ahorros.

La mesa de nogal fue cubierta por un mantel que Aldonza bordó cuando era soltera. Catalina limpió la vajilla de cerámica y sacó estrellas a las pocas piezas de plata. Distribuyó las fuentes, los saleros y las jarras, las cucharas y los cuchillos. Cada comensal tendría una servilleta de lienzo con labores de punto cruz. Arregló las frutas en un cesto de mimbre y llenó una botija con agua de zarza. El modesto comedor lucía palaciegamente.

El capitán de lanceros apareció con su traje para ocasiones solemnes. ¿Honraba a su flamante vecino médico? ¿Honraba al comisario? No perdía oportunidad para lucir su pompa. Se quitó el empinado sombrero y dibujó un saludo de corte real. Mientras aguardaban al fraile, relató a Diego Núñez otros pormenores de sus luchas en alta mar contra el turco.

Fray Bartolomé ingresó en el patio sin tocar la aldaba, como de costumbre. Era un hombre de la Iglesia que sólo podía traer bendición; no necesitaba pedir permiso. Enredándose en los pliegues de su sotana, venía el colosal gato. La gordura del felino hacía juego con la del sacerdote. Alguno podría confundirlo con una oveja.

Diego Núñez da Silva fue a su encuentro. El religioso se detuvo para contemplar la parra, cuyos racimos ya estaban agotándose.

– Le he separado los mejores -sonrió don Diego.

Los tres hombres se sentaron a la mesa. El capitán se dispuso a saborear los manjares mientras el fraile observaba con minuciosidad. El dueño de casa se sentía contento: había reunido en su hogar a dos hombres de poder. En Ibatín había sido más cauteloso, ahora se suponía más hábil. Sin embargo, de la opulenta comida no le quedaría en el recuerdo sino un fragmento breve y doloroso.

– ¿Compró esta vajilla a la esposa de Antonio Trelles? -preguntó fray Bartolomé mientras examinaba un cuchillo de plata labrada.

– Parte de la vajilla -contestó sorprendido-. Sólo una pequeña parte.

– ¡Ahá! -el fraile escudriñó la pieza por la hoja y por el mango.

A don Diego le empezó a brillar la frente.

– ¿Cómo lo adivinó? -preguntó con una sonrisa que pretendía ser inocente.

– No lo adiviné -respondió-. Lo sabía.

– ¿Lo sabía?

– Claro. ¿No recuerda que soy comisario del Santo Oficio?

– ¡Pero por supuesto! -carcajeó.

Antonio Trelles, unos años atrás, había sido detenido en La Rioja por judaizante. Se le efectuó un sonado juicio. Diego Núñez da Silva lo había conocido en Potosí y cuando visitó La Rioja como médico intentó brindarle ayuda. Grave error: judaizar no merecía clemencia, sino arrepentimiento y condenas ejemplares. Ayudar a un judaizante también era delito. Como lo era condolerse mientras no reconociera su pecado atroz. Un franciscano alto, muy delgado y de mirada desvaída aferró al médico portugués, lo llevó a un aparte y le aconsejó que si no deseaba: correr la misma suerte, no dijese una sola palabra más y marchase en seguida. El Santo Oficio procedía a confiscar todos los bienes del reo y la familia Trelles se hundía en la indigencia. Diego Núñez da Silva había tenido la temeridad de acercarse a su esposa y comprarle parte de la vajilla por casi todo el dinero que llevaba encima. Era único que podía hacer para aliviar su desamparo. El noble religioso que le facilitó la partida y procuró disimular su gesto se llamaba Francisco Solano. Fray Bartolomé cambió de tema y se dispuso a gozar del almuerzo. El anfitrión, en cambio, tragó piedras.

¿Es día o noche? Nuevamente los pasos en el corredor, hierros, llave, tranca, puerta crujiente, franja de luz, soldados que irrumpen.

Por entre los soldados crece la figura albinegra de un fraile.

Francisco despega sus párpados legañosos. Reconoce a fray Urueña, el bondadoso clérigo que lo había recibido cálidamente en esta ciudad chilena de Concepción.

Trata de incorporarse. Su cuerpo es un fardo de dolores.

Los soldados se apartan. Un sirviente instala dos sillas y sale. Tras él se retiran los soldados. Dejan una lámpara en el suelo y cierran la puerta. Sólo permanece el fraile.

– Buenos días.

¿El dominico le sonríe?

20

La negra Catalina corrió por las calles. Alzaba su falda con ambas manos. Francisco la reconoció desde lo alto del algarrobo y le transmitió su sorpresa a Lorenzo. ¿Qué pasaba, Catalina? Venía a buscarlo por orden de la señora Aldonza; no sabía para qué. Su rostro traducía miedo.

– ¿Qué pasa? -insistió Francisco.

Ella no lo podía entender: había gente.

– ¿Gente? ¿Qué gente?

Regresaron corriendo.

En la entrada de su casa se había apostado un soldado con lanza de acero y adarga en forma de corazón. Intentó cerrarles el paso, pero evaluó su insignificancia y miró hacia atrás. En el patio había unas diez personas, de las cuales tres o cuatro eran clérigos. Ante la puerta de la sala de recepción estaba parado otro soldado armado. Aldonza, flanqueada por Isabel y Felipa, deambulaba con el mentón hundido en el pecho, retorcía un pañuelo blanco. Francisco recibió el largo abrazo de su madre. Pudo entonces enterarse de que fray Bartolomé Delgado y el capitán Toribio Valdés habían ingresado solemnemente «para arrestar al licenciado Diego Núñez da Silva en nombre de la Inquisición». Los acompañaba un séquito de soldados del Rey y familiares del Santo Oficio. Como se acostumbraba, debían efectuar el trámite en presencia del notario. Se encerraron en el salón de recibo.

– Lo van a llevar -sollozaba Aldonza-; lo van a llevar.

Francisco pretendió acercarse a su padre, acompañarlo, escuchar qué le preguntaban. El soldado que bloqueaba la puerta no accedió. Nadie, ni siquiera los integrantes del cortejo, podía entrar. El Santo Oficio prefería el secreto. Volvió junto al trío de mujeres que rondaban decaídamente el aljibe desgranando las cuentas del rosario. Lorenzo sacudía nerviosamente el pelo de la cara y trataba de obtener una explicación. Francisco encogía los hombros y miraba a los oscuros familiares que hablaban en tono adusto, tal como se supone que deben hacerla personas de alta misión y comprobada pureza de sangre. En su conversación resonaban algunas palabras fuertes: marranos, ley caduca de Moisés, epidemia, brujería, judiada, asesinos de Cristo, sabat, raza maldita, purificación por el fuego, embaucadores, cristianos nuevos.

Marchó al segundo patio donde vio a Catalina sentada sobre un fardo de ropa sucia. Lloraba. Su llanto lo estremeció. Fue hacia el fondo y se introdujo en el escondite que le había confiado Marcos Brizuela. Era una gruta perfecta, allí podía yacer tendido y pensar. Quizá tras unos días cambiara de opinión fray Bartolomé y entonces su padre podría salir sin amenazas. O quizá debía escapar a caballo durante la noche. El capitán Valdés tiene el más veloz de la ciudad; Lorenzo lo ayudaría a conseguirlo.