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– ¡Judío!

Francisco quedó paralizado. No podía ordenar esa realidad fragmentada y monstruosa: el padre de Lorenzo arrestaba al suyo y ahora Lorenzo, encima, lo insultaba. Las lenguas fuego que le subían y bajaban desde hacía horas le envolvieron por completo. Sintió un furor de tigre hambriento y se arrojó sobre su desconcertante amigo. Lo derribó y empezó a darle puñetazos y codazos a ciegas. Lorenzo devolvió cabezazos y mordiscos. Rodaron, se apretaron y empujaron. Entre los jadeos se insultaban. Ambos percibieron la sangre en sus labios y empezaron a desprenderse. Se miraron con asombro. Estaban maltrechos. Se incorporaron lentamente, sin bajar la guardia. Era posible otro ataque, pero no se produjo. Se alejaron de a poco, en silencio, cansados, abrumados.

Cubriéndose la cara lastimada con el brazo, Francisco hizo un rodeo y penetró en su casa por los fondos. Separó los arbustos y se introdujo en el escondite. «Aquí debería haberse refugiado papá.» Se tendió en su fresca penumbra. El olor a tierra era confortable. Pero se seguía sintiendo oprimido. Dio vueltas como en la cama cuando no podía conciliar el sueño. Se sentó. Al rato decidió salir. Desde el corral lo observaron dos mulas. Recién tomó conciencia de que no podía caminar por el intenso dolor de una rodilla.

Diego lo miró de arriba abajo.

– ¡Francisquito!

Su ropa desgarrada, los moretones de la frente y la sangre en su mejilla impresionaban. Su hermano se acercó protectoramente. Volvió a lagrimear. Tenía vergüenza y desconsuelo. No podía explicarle. Una garra de cuervo le rompía la garganta. Diego le pasó las manos debajo de sus axilas y lo levantó. Lo apoyó sobre su pecho.

Fray Urueña se sienta e invita a Francisco a que lo imite.

Francisco no puede creer en sus ojos. Es una aparición angelical.

El fraile evita mirarlo. Acaricia la cruz que le cuelga al pecho. Le duele ver el estropicio en que se ha transformado el amable y culto doctor.

– He venido a consolarlo -murmura con dulzura, con vergüenza. Fray Urueña solía visitarlo en su casa. A veces quedaba a comer. Contaba anécdotas sobre médicos, cirujanos y (en voz baja) sobre ciertos curas. Francisco le corregía el latín y el fraile simulaba enojarse, después prometía mejorarlo y a la vez siguiente repetía el error. Juntos recorrieron los bellos alrededores del grandioso río Bío-Eío.

– ¿Cómo está mi mujer? ¿Y mi hija?

El clérigo no levanta los ojos. Dice simplemente:

– Están bien.

– ¿Las han… las han asustado? ¿Las han…?

– No. Están bien.

– ¿Qué harán conmigo?

Por primera vez se tocan sus pupilas. Fray Urueña parece sincero:

– No me está permitido suministrar información.

Permanecen en silencio. En el corredor se oyen los ruidos apagados de los oficiales que hacen guardia: están atentos a la probable (¿probable?) agresión del prisionero engrillado.

21

En la casa se expandió el clima de duelo. Por más que Aldonza era cristiana vieja y lo podía atestiguar con holgura, se había unido en matrimonio a un cristiano nuevo que ahora iba a ser juzgado por el Santo Oficio. Sus cuatro hijos portaban sangre abyecta.

La vivienda fue rápidamente desmantelada. Fray Bartolomé dirigió con minuciosidad el despojo. Todo reo de la Inquisición insumía gastos -explicó-: viaje, alimentación, vestimenta, y en Lima debía pagarse el mantenimiento de la cárcel, la fabricación y reparación de los instrumentos de tortura, el salario de los verdugos y el costo de los cirios. ¿De dónde saldrían los recursos? De los mismos reos, lógicamente. Eran los generadores del Mal y quienes obligaban a que el Santo Oficio trabajase sin descanso. Por eso se les confiscaban los bienes. El dinero sobrante sería restituido al final del juicio. «El Santo Oficio de la Inquisición no se estableció para acumular riquezas, sino para cuidar la pureza de la fe.»

En el primer día el comisario se hizo de los restos de dinero. En el segundo día escogió las piezas de plata y cerámica de la vajilla (inclusive las que pertenecieron al malhadado Trelles) y sólo perdonó jarras, fuentes y platos de barro y latón. En el tercer día seleccionó las imágenes religiosas, varias fundas, cojines y las sillas con apoyabrazos. Después dejó tranquila a la familia durante una semana porque no conseguía compradores de lo ya confiscado. Reapareció para ver los libros pero, curiosamente, no vino a llevárselos, sino a ordenarle a Aldonza que los ocultara en un arcón y lo cerrase con candado.

– Ah -recomendó-, previamente envuélvelos con una frazada para que no se filtre su pestilencia.

Asociaba los libros con el destino del licenciado Núñez da Silva: «introdujeron las ideas perversas en su espíritu. Le trastornaron la lógica. Sus páginas no transmiten la palabra del Señor, sino las trampas del demonio».

Aldonza lo escuchaba con atención. Era la autoridad que le había arrancado el marido y tal vez se lo podía restituir; era quien determinaría el destino de sus hijos. La magnitud del daño infligido expresaba la magnitud de su poder. Aldonza había sido enseñada a inclinarse ante el poder. Se inclinaba, pues, ante las palabras del fraile comisario que, los últimos días, empezó a reiterar su propósito de brindar ayuda. Extendía los índices y pontificaba:

– Así, derecho, es el camino de la fe.

Revolvía los gordos dedos en el aire:

– Así, retorcidas e inestables, las divagaciones de la herejía.

Aldonza creía que su buena conducta sería apreciada por el comisario y que éste informaría al Tribunal de Lima para que el juicio fuera misericordioso con su marido. Por eso, en vez de una, usó dos frazadas para envolver los libros. Les tenía odio y, sin embargo, los tocaba con amor. Cada uno de ellos había acompañado durante muchas horas a su marido. «No destilarán más pestilencia», murmuraba. Cerró el cofre con un golpe rudo.

– Nadie los leerá. Nunca me gustaron.

Fray Isidro propuso reanudar las lecciones. Diego se resistió. Los demás dudaron.

– Hablé sobre esto con fray Bartolomé -explicó-. Está de acuerdo.

Diego se levantó intempestivamente. No disimuló una mueca de repugnancia.

– Dice -continuó el fraile como si no lo hubiera advertido- que ayudarán a mantener el camino de la fe. Él supervisará las lecciones. Diariamente repasaremos el catecismo.

– El camino derecho -se burló Francisco extendiendo los índices.

– Si fray Bartolomé pide, entonces continuaremos -decidió Aldonza.

A la tarde siguiente se sentaron en torno a la mesa. Traslucían decaimiento. Era difícil interesarse. Fray Isidro pasaba de un tema a otro con la esperanza de mejorar el ánimo de sus alumnos, pero no lo consiguió. Entonces propuso leer una historia edificante de El conde Lucanor.

– Tráenos ese libro -pidió a Felipa.

– No hay más libros en esta casa -dijo Aldonza.

– Cómo…

– No existen ya para nosotros.

El fraile se rascó las muñecas bajo las mangas.

– ¿No lo sabía? -se extrañó Felipa-. ¿No se lo dijo fray Bartolomé?

– ¿No se lo dijo el «santo comisario»? -ironizó Diego.

– Si alguien me da algo por ellos -dijo Aldonza con rabia-, los vendo. Los vendo toditos. Al instante.

Pero, ¿quién iba a gastar dinero en esos inservibles y peligrosos volúmenes? Estaban encerrados con candado y destinados a pudrirse por haber traído la desgracia a esta familia.

Francisco opinaba diferente. Su tristeza lo empujaba a visitar el arcón. Era un reencuentro con su padre. Se sentaba en el piso a contemplado. Adentro latía la vida. Lo expresaba el tenue resplandor que emitía la madera pintada. Seres mitológicos formados por letras se comunicaban entre sí en el interior como las articulaciones y los músculos de un cuerpo. Seguramente que el gordo Plinio -conjeturaba- relataba parte de su Historia naturales al sensible Horacio y el inspirado rey David cantaba sus salmos al arcipreste de Hita. Su madre no podía entender eso, a fray Isidro lo hubiera escandalizado y Diego se habría reído.

Fray Urueña desgrana una oración. Francisco lo mira ternura: lástima que pronto deberá partir y él quedará nuevamente solo en la oprimente celda, mordido por los grillos de acero. Acaban de evocar los pocos meses que lleva de residencia en la ciudad. Había viajado hacia el Sur desde Santiago de Chile con su esposa Isabel Otañez y su hijita Alba Elena. Fue un trayecto parecido al que realizó su familia desde el oasis de Ibatín hasta la luminosa Córdoba cuando él ni había cumplido los nueve años de edad. Su padre entonces (como él hace poco) presintió el largo brazo del Santo Oficio rozándole la nuca.

– El Santo Oficio vela por nuestro bien -insiste el fraile-. Yo quiero ayudarlo a usted. Hablaremos todo el tiempo que sea preciso.

Francisco no contesta. Le brillan los ojos.

– Usted es un hombre erudito. No puede engañarse. Algo enturbia su corazón. Lo vengo a ayudar; de veras.

Francisco mueve las manos. Resuenan las cadenas herrumbradas.

– Dígame qué le pasa -lo alienta el dominico-. Trataré de comprenderlo.

Para el cautivo esas palabras son una caricia. El primer gesto afectuoso desde que lo arrancaron de su casa. Pero decide esperar unos minutos aún antes de hablar. Sabe que ha empezado una intrincada guerra.

22

Una sombra se proyectó sobre la mesa de algarrobo. Los cinco estudiantes y el maestro se sobresaltaron ante la súbita aparición de fray Bartolomé. La clase continuó bajo su vigilancia.

A su término. Aldonza ofreció chocolate y pastel de higos al comisario. Diego se excusó, levantó sus útiles y partió. Más tarde lo hicieron sus hermanas Isabel y Felipa. El comisario no pareció incomodarse, acariciaba a su gato y mantenía la sonrisa. Francisco prefirió quedarse para escuchar la conversación de su madre con ambos hombres. Se deslizó al piso y simuló concentrarse en un mapa.