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Olvidé que las horas corrían. Una mano se apoyó en mi hombro. Era Joaquín, haciendo señas de que estaban por cerrar. Levanté el libro y lo devolví al anaquel que compartía con otros grandes como San Agustín, Santo Tomás, Duns Scoto y Alberto Magno. El denso texto me había mareado. Cada página era un torrente de citas. Sólo un hombre que había recorrido muchas veces la Sagrada Escritura podía hacer tantas acrobacias con los versículos. El autor la había estudiado a fondo como rabino y luego luego, otra vez, como canónigo y obispo. Nadie podía ser más ducho. Sus páginas me atraparon, los argumentos y las refutaciones eran brillantes. Tenía que seguir hasta el final. Algo se acomodaba en mi interior. En el Scrutinio casi siempre triunfaba el joven Pablo. Sus razones eran más fuertes. Pero su éxito sobre el apabullado Saulo no me daba tranquilidad.

Fuimos a la taberna de la vuelta. Allí se reunían los estudiantes. El bullicio retumbaba en los muros pintarrajeados caricaturas e inscripciones. En un rincón humeaban los calderos. Circulaban negros y mulatos de ambos sexos con bandejas. Distribuían jarras de vino, botijas con aguardiente y cazuelas llenas de guisados. En torno a las mesas se hablaba a los gritos y cantaba. Algunos estiraban la mano para pellizcar a las mulatas y hacerles volcar las fuentes. El tabernero, rubicundo y sudado, impartía órdenes desde el mostrador. Nos hicieron lugar al reconocernos. En el estrecho banco nos palmeamos y empujamos como niños. Necesitábamos desentumecernos de las clases y lecturas. Durante todo el día escuchábamos al solemne y monótono profesor o estudiábamos en la biblioteca.

Atrapé un pedazo de pan y lo devoré antes de que llegara el guiso. Un compañero se burló de mi hambre y otro me hundió el codo en el estómago. Bebí vino, le devolví el codazo y amenacé con estamparle la cazuela en la jeta. Cantamos. Me lastimé la boca mientras bebía: un condiscípulo hizo caer a una mulata encima nuestro. El tabernero vino con los puños en alto. La mulata se reincorporó trabajosamente mientras le manoseaban las tetas. Joaquín ordenó otra vuelta de aguardiente.

Una hora más tarde me encaminé solo y algo mareado hacia el convento dominico. El bullicio de la taberna y los efectos del alcohol alternaban con el grotesco fin de Isidro Miranda, el arresto de Bartolomé Delgado y la ardiente disputa del judío Saulo y el católico Pablo en el Scrutinio Scripturarum. La acequia de aguas servidas serpenteaba por el centro de la calle con brillo de espejos rotos. Exhalaba un olor inconfundible, casi un rasgo identificatorio de esta Ciudad de los Reyes. Para que la gruesa penumbra no me hiciera trampas, marché rozando los muros de adobe encalado. Llegué al portón del convento. Me apoyé en su jamba. El cielo seguía cubierto por una tapa de nubes.

Atravesé un corredor, Poco después quedé espantado.

87

Fray Manuel Montes, ahíto de culpas, arrastró hacia su celda el ancho brasero que sirvió para calentar los cauterizadores quirúrgicos. Lo llenó de tizones incandescentes hasta que se transformó en un fantástico recipiente lleno de rubíes. Emitían una luz sanguínea. Rezó a la imagen que sacralizaba su cubículo. Levantó las manos y mostró sus palmas a la Virgen. No pensaba en Bartolomé, su medio hermano arrestado por el Santo Oficio: pensaba en sus propios horribles pecados. Volvió a decir: «Han tocado el Mal. Estas manos han tocado el Mal.»

Se incorporó, tragó las lágrimas y caminó tres pasos hasta el brasero. Se arrodilló nuevamente. La luz púrpura pincelaba su rostro huesudo. Esa lumbre fascinaba. La ceniza afelpaba los carbones que se iban desgranando lentamente en guijarros vivos como ojos. Otra vez levantó las manos y con una violenta flexión las aplastó sobre las brasas. El chamuscamiento de carne asada rebotó en los muros. Por entre los dedos abiertos se elevaron culebras de humo. Fray Manuel tiritaba: «Han tocado el Mal.» El dolor insoportable lo estimuló a hundir más aún sus falanges y destrozadas con el filo de los carbones ardientes. Le chorreaba el sudor. Una mueca de placer deformaba su rostro seco. Entraba en un espasmo convulsivo. Aún pudo sumergir más las extremidades entre los rubíes despiadados. Pegó un grito de victoria y cayó desvanecido.

Las quemaduras le habían llegado al hueso y con sumieron articulaciones, nervios, venas. Le quedaban dos muñones desprolijos. Cundió la alarma. Lo trasladaron al hospital. Despertaron a Martín, al boticario, a los sirvientes. Entre las pesadas sombras chocaban los cuerpos apurados. Unos buscaban a otros farfullando plegarias y mea culpas. Martín le aplicó los primeros cuidados. El corazón latía débilmente; podía morir.

Francisco fue llevado en seguida junto a su benefactor. El cuadro era horripilante. De los flacos antebrazos salían dos ovillos negros con trozos de mica. Martín insistía en que era un santo.

– Lástima que no podrá usar sus manos para otras obras de caridad -replicó Francisco con repugnancia.

– Es un santo, es un santo -repetía Martín mientras se esmeraba por mantener en el aire los muñones y cubrirlos con sustancias emolientes.

– Es casi un suicidio -Francisco se sentía descompuesto.

– No -porfiaba Martín-. Es un sacrificio del cuerpo para la purificación del alma.

– Podía quedarse sin cuerpo. Si no se desmayaba hubiera seguido con los antebrazos, con los hombros, con la cabeza. Más sacrificio, más. ¿Así te gusta?

Martín lo miró azorado.

– ¡Qué dices, judío imbécil! ¡Este santo fraile estar oyéndote!

– Está casi muerto.

– Dios lo bendijo con el desmayo oportuno. ¿No te das cuenta? -por primera vez en sus ojos relampagueó la cólera-. Cállate ya. Y ayúdame a vendarlo.

Francisco desenrolló la tela y dio vueltas en torno a la mano quemada. Trabajaron en tenso silencio. Después acomodaron el cuerpo de tal forma que su cabeza quedase algo elevada.

Martín miró fijamente a Francisco. Estaba lagrimeando. La luz temblorosa hacía resplandecer su transpiración.

– ¿Qué te pasa?

Martín se mordió los labios, tragó saliva.

– Te pido que me perdones. No tengo derecho a ofenderte.

– Está bien.

– Perdóname.

– Te perdono.

– Gracias. Soy un perro mulato. Un pecador irredimible… -frenaba su inminente sollozo-. No tienes la culpa por tu sangre judía. Ni la proximidad de hombres como fray Manuel alejan mi proclividad al pecado.

– No seas tan duro contigo.

Martín le apretó la muñeca. Su rostro se apasionó:

– Ven a flagelarme -le propuso.

– No…

– Ven. Te lo suplico. Debes castigar mi destemplanza.

Por mis pecados murió el padre Albarracín. Por mis pecados se quemó fray Manuel.

Francisco apartó su muñeca. Le invadió un progresivo malestar. En su cerebro se mezclaban el vino de la taberna, el Scrutinio Scripturarum, la metamorfosis macabra de Isidro Miranda y el autocastigo de fray Manuel. Ahora Martín le pedía que se transformase en verdugo. Se pasó la manga por la frente y salió al patio betuminoso. Un conjunto de ojos lo detuvieron. Eran los frailes que se agrupaban para rezar por el accidentado. Intentó abrirse paso. No lo dejaron avanzar.

Súbitamente las tenazas mordieron su estómago. Una cinta de fuego le subió a la garganta y su vómito salpicó los hábitos que le rodeaban.

88

Las ratas de la solitaria celda se habían acostumbrado a las estancias de Francisco. Corrían por los tirantes y los muros para confirmar la posesión del territorio. Se columpiaban del techo cañizo o atravesaban como un relámpago el piso de tierra, pero no les importaba el cuerpo del estudiante. Incluso evitaban cruzar por encima de sus piernas o su cara como al principio.

No eran los roedores, por lo tanto, quienes esa noche le impidieron dormirse. Por el entramado de su fatiga colaban los cataclismos recientes. Las extremidades carbonizadas de Manuel Montes aún emitían humo; sus dedos eran garras negras con incrustaciones de sangre y marfil que salían de un cuerpo exánime al que rodeaba un coro de frailes plañideros. Entre las sotanas aparecían dos personajes artificiales con mantos antiguos cuyas bocas se movían como las de los muñecos articulados: evocaban las Sagradas Escrituras con amplio conocimiento, pero falta de lógica. Polemizaban. Mejor dicho: teatralizaban una polémica. Saulo -viejo y caduco- decía exactamente aquello que Pablo -joven e inteligente- podía refutar. Y cuando Pablo se dispersaba en un argumento débil, su adversario senil le ayudaba con otro para que volviese a darle golpes en la cabeza. El decrépito Saulo se esforzaba por perder con tantas ganas como el brillante Pablo por triunfar. Del Scrutinio Scripturarum, Francisco retornaba al pobre fray Manuel. ¿Y si se moría? ¿Quién se ocupará de reservarle este desolado cubículo? ¿Quién oficiaría de tutor ante las autoridades universitarias?

Mientras su cuerpo giraba en los vellones de un sueño escurridizo, en el ventanuco se fue instalando una luminiscencia opaca. Estaba en el centro de la noche y Francisco quedó prendido al cuadro como Moisés a la zarza ardiente. De ahí tenía que llegar una revelación. Entonces oyó la sibilancia de un vergazo y el quejido subsiguiente. No eran palabras, como las que escuchó Moisés, sino expresiones de una azotaina. Los golpes continuaron a ritmo parejo. El hermano Martín se hacía propinar la tercera tanda de golpes cerca de Francisco para que no hubieran dudas sobre el pecado que intentaba limpiar. Francisco, acorralado, de nuevo se tapaba las orejas para huir. Pero rebotaba contra las manos carbonizadas de fray Manuel y la engañosa polémica de Saulo y Pablo.