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El padre Luis de Valdivia, apoyado por el Rey, el virrey y el gobernador (no le falta nadie), convocó a un aparatoso parlamento con los caciques. Les prometió la paz y dispuso que tres jesuitas se internaran en los bosques de Arauco para predicarles el Evangelio en el idioma nativo. Algunos opinan que la ingenuidad de Valdivia tocaba lo maravilloso. Yo creo en lo opuesto: su ambición lo aceleraba y enardecía. Anhelaba controlar de inmediato en esas extensiones. No midió los riesgos, ni el rencor, ni la ferocidad de los araucanos. Es el responsable por la suerte de esos frailes, que fueron despedazados salvajemente. El castigo del cielo no podía ser más elocuente. Pero los jesuitas no se dieron por aludidos. En lugar de reconocer su error y disculparse ante los hombres experimentados que enronquecieron machacando advertencias, y anular su plan de indebida y oblicua conquista, se dedicaron a revestir la inútil muerte de sus hermanos con el disfraz del martirio. ¡Nada los frena en su ambición! Leo el juego de la Compañía y no caeré en él. Nuestra estrategia deberá consistir en sabotear sus éxitos. Por lo tanto, convertiremos cada presunto milagro jesuita en un sospechable truco del demonio. De esta forma les meteremos miedo y los tendremos a raya. Nuestras hogueras tienen poder de la convicción.

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¿Quién no sabía que la sorda guerra entre diversas jurisdicciones del Virreinato -poder civil, Iglesia, Santo Oficio, Compañía de Jesús- se agregaba a la lucha dentro de cada jurisdicción? La consigna indicaba uniformar esa variedad incontrolable bajo la autoridad del Rey y la fe en Cristo los inquisidores maldecían al virrey y éste no los regateaba su venenosa reciprocidad. El arzobispo tenía severas disputas con ambas partes por violaciones a sus respectivos límites. Hasta el Cabildo de Lima, que tenía una labor estrictamente municipal, pretendía meterse en la intimidad de los conventos, cárceles de la Inquisición y negocios del virrey. La Audiencia, encargada de la justicia, se veía interferida, sobornada y burlada y devolvía las atenciones con otras interferencias, sobornos y mofas. Incluso la Universidad de San Marcos, orgullo del Virreinato, era prisionera de todas las jurisdicciones a la vez y contaminada por sus conflictos.

Esta lucha constante fue interrumpida bruscamente. El autor del milagro no fue uno de los protagonistas locales, sino un holandés. Se llamaba Joris van Spilbergen (nombre que, en español, se simplificaba como Jorge Spilberg). El licenciado Diego Núñez da Silva recibió la orden de evacuar a los enfermos crónicos del hospital portuario y prepararse para recibir heridos. Francisco, Joaquín del Pilar y demás estudiantes, bachilleres, licenciados y doctores de Lima fueron emplazados para dirigirse al Callao y colaborar en la defensa. Joris van Spilbergen era un pirata dispuesto a convertir en cenizas la Ciudad de los Reyes.

Una súbita solidaridad sopló como viento nuevo en el Perú. Españoles, criollos, indios, mestizos, negros, mulatos, zambos, seglares, nobles, artesanos, labradores, mercaderes y eclesiásticos marginaron transitoriamente sus rencillas para unirse en contra del enemigo externo.

Holanda, luego de sostener cuarenta y dos años de lucha para conquistar su independencia, había conseguido un progreso asombroso, La interminable guerra de Flandes (en la que había intervenido el capitán de lanceros Toribio Valdés y a la que su hijo Lorenzo aún soñaba incorporarse) concluyó en un pacto sui géneris. Pero el monopolio que España había pretendido imponerle obligó a que los holandeses buscasen con las armas en la mano los productos que necesitaban en los mares de Asia. Por eso las cláusulas del acuerdo sólo se aplicaron en Europa, no en ultramar. La guerra prosiguió en las remotas Molucas y archipiélagos vecinos. Ahora parecía extenderse a las Indias Occidentales. Era novedoso e intolerable para España que los Países Bajos también le disputasen en América.

Los holandeses decidieron explorar una nueva ruta hacia el Asia por el estrecho de Magallanes. Formaron una escuadra con abundante tripulación y la confiaron al inteligente y maduro almirante Van Spilbergen. Los buques atravesaron el Atlántico sin inconvenientes, excepto el conato de sublevación en uno de ellos. Arribaron a las costas del Brasil. Luego prosiguieron hacia el Sur: tenían que cruzar el estrecho antes de que los vientos invernales frustraran su propósito. La aventura era altamente peligrosa y una de las naves, aprovechando el amparo de la noche, desertó. El almirante recordó escuetamente: «tenemos la orden de pasar por el estrecho de Magallanes; y yo no tengo otro camino. Que nuestras naves no se separen». La escuadrilla penetró en el laberinto de hielo pese a los riesgos de naufragio. Los canales eran blancos sepulcros donde los silbidos anunciaban la muerte. Las olas rompían contra los muros de mármol y los aludes de espuma ocultaban el zigzagueante camino. Los barcos podían quebrarse contra los bloques helados o encallar entre las rocas. La ruta era embustera: un día creyeron que estaban nuevamente a la entrada del estrecho. Finalmente se reunieron los cinco buques en la bahía de Cordes, tras esquivar marejadas y corrientes que podían haberlos hundidos. Agradecieron la ayuda de Dios.

Mientras, los espías españoles destacados en Holanda se enteraron de esta misión intrusita e hicieron la denuncia a Madrid. Mientras Spilbergen se aprovisionaba de leña, agua y víveres en el Sur de Chile, navegaban hacia Lima las advertencias sobre su avance y peligrosidad. Pronto se agregarían las noticias de sus últimas acciones.

El marqués de Montesclaros consultó a sus asesores, pero en la soledad de su poder prefirió designar jefe de la flota virreinal a su sobrino Rodrigo de Mendoza. Era un hombre joven y valiente, aunque sin experiencia. El nepotismo del virrey no cedía ni siquiera ante una amenaza de esta envergadura.

Los holandeses navegaron hacia el Norte manteniendo la costa chilena a la vista. Cuando les parecía encontrarse frente a lugares despoblados y fértiles, desembarcaban por una jornada y renovaban sus provisiones.

En tierra aumentaba el miedo a enfrentados. Se trataba de filibusteros protestantes que no hesitarían en vejar a los españoles de la peor manera (aunque negociaban con los indios y no asesinaron a los pobladores de la isla Santa María, donde fueron agasajados por su alebronado corregidor).

Llegaron a Valparaíso y cundió el pánico. La escuadrilla extranjera, con su orgulloso velamen desplegado, siguió hasta la playa de Concón. La esperaba un grupo de 700 hombres, en su mayoría enviados desde Santiago de Chile. El navío San Agustín que permanecía anclado en la costa, listo para zarpar con sus mercaderías, fue hundido precipitadamente por los mismos defensores ante el peligro de que los holandeses consiguieran apoderarse de su cargamento. Spilbergen bajó a tierra con 200 hombres y una pieza de artillería. Los españoles incendiaron sus casas mientras los holandeses hacían fuego. Hubo más destrozos y gritos que víctimas. Durante la bruma del anochecer el invasor decidió reembarcarse para embestir cuanto antes las fortificaciones del Callao. Se decía que un hombre menos aguerrido que el pirata Spilbergen se habría dado por contento y hubiese dirigido su escuadrilla hacia las Molucas, que era su destino final. Pero sabía que Lima era el centro económico y político del Virreinato, la aprovisionadora del oro y la plata que los galeones derramaban en Sevilla.

El sobrino del virrey Montesclaros escogió interferir a los raqueros protestantes en alta mar. Tenía motivos para no confiar en la defensa terrestre porque las tropas estaban mejor preparadas para un desfile que para una batalla en serio.

La vigilia se cargó de tensión. Más de 2000 hombres fueron apostados con arcabuces, espadas y cuchillos para repeler el desembarco inminente. A Francisco le entregaron una lanza y una adarga. Se sintió ridículo. La mayoría de los vecinos no sabían usar con destreza las armas que se distribuyeron. Los oficiales encargados de artillería recién se enteraron de cuán deteriorados estaban los cañones: simples monumentos que no se usaban ni para ejercicios; en muchos de ellos no calzaban los proyectiles. La desesperación aumentó la ira y algunas piezas fueron destrozadas a patadas.

Los sirvientes multiplicaron antorchas hasta los puestos lejanos para mostrar a los filibusteros que había mucha gente en guardia insomne. Los clérigos recorrían los grupos y se detenían entre los soldados para echarles la bendición. Los soldados recibieron la consigna de distribuirse también a lo largo de la costa y vigilar a los vecinos para impedir que el miedo fomentara su deserción. Entre ellos, montado, daba órdenes Lorenzo Valdés.

El frío de julio calaba los huesos. Había mucha gente nerviosa y sin saber qué hacer. Se habían encendido fogatas para hervir sopas. A su calorcito se aproximaban los inexpertos defensores. Necesitaban comentar versiones. El sobrino del virrey era un mozalbete irresponsable para unos y un brazo implacable para otros.

– Será comido vivo por el holandés -aseguró un vecino mientras sorbía ruidosamente el caldo de su jarra.

– No es verdad. Capará al holandés y le meterá las bolas en la boca -replicó un joven exaltado.

– Es cierto -apoyó otro hombre mientras tendía su jarra al negro que hundía el cucharón en el caldero-. Los piratas ni se atreverán a pisar tierra. Miren todas las antorchas encendidas: se pierden en la distancia. Saben que somos millares de soldados.

El vecino escéptico largó una carcajada socarrona:

– ¿Millares de soldados? Unos pocos, no más. Somos millares de vecinos sin entrenamiento. Eso somos.

– ¿No será usted portugués? -se enojó el joven.

– No. ¿A qué se debe la insinuación? ¿Acaso pronuncio mal el castellano?