Francisco se sintió incómodo. Su padre era un médico portugués que hacía guardia abnegadamente en el hospital y atendería a estos hijos de puta en caso necesario.
– Los portugueses se alegran con las provocaciones de Holanda.
– Yo no me alegro, jovencito -reprochó con énfasis-. Ni soy portugués. Además, le ruego que no sea bruto y no confunda.
– No le permito…
– Es usted demasiado pequeño para darme permisos. Le decía que no confunda -lo apuntó con su jarra; los ojos chisporroteaban-: una cosa son los portugueses y otra los judíos portugueses -acentuó la palabra judío.
El correo se silenció ante la repentina autoridad del hombre. Sólo llegaban las voces de otros grupos, relinchos de caballos y el rumor incesante de las olas.
– Los judíos portugueses son quienes se alegran -aclaró al rato-. Los protestantes son sus amigos en el odio a nuestra fe.
Francisco no pudo seguir bebiendo su ración. Quería arrojársela a la cara.
– Todos los portugueses son judíos -afirmó otro hombre.
– No todos.
– Yo no conozco uno solo que no lo sea.
Francisco giró hacia los cascos que se aproximaban. Era Lorenzo. Le hizo señas.
– ¡A desconcentrarse! ¡Vamos! -rezongó el apuesto jinete-. ¡Cada uno a su lugar!
Los hombres se hicieron llenar nuevamente las jarras y se dispersaron lentamente por las murallas de sombra.
– ¿Cómo estás? -se alegró Lorenzo al verle la lanza y el escudo apenas iluminados por la fogata.
– Mal -sonrió Francisco.
– ¿Tienes miedo, acaso?
– Estaría mejor aprontando instrumentos en el hospital, que con estas armas.
– Es verdad que no te sientan -rió.
– Pero órdenes son órdenes.
– Así es -acarició la cerviz de su caballo-. Un médico también debe empuñadas. ¿Acaso tu padre no hacía guardia en Ibatín?
– Yate lo conté. Es cierto.
– Tú haces guardia en el Callao -se acomodó el morrión-. A propósito: ¿cómo está él?
Francisco bajó la cabeza. Lorenzo se arrepintió de la pregunta.
– Discúlpame.
– Nada que disculpar… Está decaído y enfermo. Permanece en el hospital. Es su puesto. Atenderá los heridos.
– Si los hay.
– ¿No crees?
– Mira la línea de antorchas. ¿Supones que unos pocos piratas desembarcarán para hacerse carnear por miles de soldados?
– No son todos soldados.
– Ellos no lo saben -tironeó
Francisco.
– Adiós.
Francisco caminó hacia la muralla y se sentó en el paramento. Apoyó las armas contra el muro, aflojó su cinto y se acurrucó bajo su sombrero y su manta. Debería dormir un poco. Revoloteaba una nueva acusación: «portugués». Hasta entonces era necesario demostrar que no se tenía la abyecta sangre de judío, ahora había que agregar que no se tenía la sospechosa nacionalidad de portugués.
Horas más tarde se irguieron tras la línea del horizonte los temidos velámenes. Aprovechaban el viento en popa para acercarse rápidamente al Callao. Spilbergen -asesorado por el diablo, cundía- no sólo vio las antorchas: sabía del cansancio, inexperiencia y miedo de los defensores. Sus cuatrocientos corsarios alcanzaban para romper las barreras, vencer a los soldados y levantarse un botín sin precedentes.
Rodriga de Mendoza saltó a su nave y ordenó atacarlos en el mar. Su pequeña flota se precipitó desordenadamente contra los intrusos. La tierra se encendió de pavura. Los oficiales recorrían al galope los puestos y empujaban a los remisos. Los artilleros transpiraban con la infecunda recuperación de los cañones. Los negros eran corridos hacia la playa para que sus pechos sirviesen de primera oposición al desembarco. Francisco se apostó junto a otros defensores provistos de adargas y puñales.
El choque estalló a la altura de Cerro Azul. El recíproco bombardeo levantó una humareda que ocultó las naves. Por entre los densos globos cenicientos relampagueaba el fuego de los cañonazos. Muchos hombres cayeron al agua. Desde tierra no se podían diferenciar las banderas en medio de las espumas cargadas de tizne. Sin embargo, era evidente que la batalla se iba aproximando al puerto a medida que concluía la terrible jornada. Las explosiones sonaban con intensidad creciente y se podían oler las nubes de pólvora. Rodriga de Mendoza, sucio de hollín y de sangre, creyó adivinar la maniobra de Spilbergen: aprovechaba la penumbra del ocaso para llegar a la costa. Ordenó perseguido resueltamente. Le disparó varios cañonazos. La oscuridad aumentó y fue imposible reconocer a tiempo el trágico error: no estaba atacando a la nave capitana del holandés, sino a una de sus propias galeras, que se hundía en medio de una vocinglería espantosa. Spilbergen, más experimentado, se dedicaba a recoger a sus hombres y apuntaba la proa hacia el refugio que ya había acondicionado en una anfractuosidad de la isla San Lorenzo para curar los heridos y hacer las reparaciones de su escuadrilla.
Las naves piratas volvieron a romper la quietud del horizonte tres días después. Los cinco barcos, en acelerado avance, produjeron una conmoción indescriptible. Varios clérigos, sin las debidas precauciones, alzaron las imágenes de los santos, las cargaron en andas y trasladaron a la orilla del mar: desde allí podrían brindar mejor ayuda contra los enemigos de la fe. Volvieron a distribuirse armas. A Francisco le entregaron esta vez un arcabuz.
– Yo tenía adarga y lanza -dijo.
– ¡Coja esto y no proteste, carajo! -el fastidiado oficial lo empujó hacia la muralla mientras tendía otro arcabuz al vecino siguiente.
Los soldados golpeaban con el plano de sus espadas a los negros e indios que se resistían a alinearse en la playa para ofrecer sus pechos. El almirante de la flota no alcanzó siquiera el muelle cuando un bombazo estruendoso desmoronó la esquina de San Francisco. Otro proyectil pasó por encima de la población y desbarató chamizos marginales. El pánico se generalizó. Ya era tarde para detenerlo en el mar. Las rogativas, bendiciones y confesiones se elevaban con más fuerza que las nubes de pólvora.
Spilbergen, empero, no había planificado librar una batalla terrestre: era desproporcionado el número de hombres. Se despedía con una risotada, como buen engendro de Satanás.
El virrey extrajo enseñanzas de este suceso cruel y humillante: dispuso perfeccionar la minúscula armada y corregir su artillería inservible; la guerra no sólo debía librarse contra los naturales y los competidores internos, sino contra los enemigos de España.
El inquisidor Andrés Juan Gaitán fue más lejos aún. Opinaba que la incursión de los holandeses no sólo respondía a la ambición de su comercio y el creciente odio a la Iglesia, sino a los pedidos de los marranos portugueses. En su afán de volver a los inmundos ritos, convencían a los protestantes (holandeses, ingleses, alemanes) para venir a perturbar el orden de estas tierras. Muchos conversos habían logrado huir hacia el mar del Norte y, desde allí, estimulaban expediciones como la de Joris van Spilbergen. ¿Acaso los holandeses no atacaron el Brasil y, tras algunos éxitos, permitieron que los judíos retornasen a sus rituales y abrieran sus infectas sinagogas? Era una conspiración, obviamente. Por lo tanto, no alcanzaba con repeler los ataques esporádicos ni -como pretendía el ineficiente virrey- con mejorar la flota y la artillería: era preciso descubrir, perseguir y exterminar al enemigo interior. Andrés Juan Gaitán lo dijo frontalmente:
– El enemigo interior se llama marrano.
92
¡Buena me la hicieron! -cavilaba el marqués de Montesclaros en el galeón que lo llevaba de regreso a España-. Mientras yo defendía Lima y el Callao del pirata Spilbergen, Felipe III designaba mi sucesor. Es el injusto premio que debemos soportar los funcionarios abnegados y conscientes. Mis méritos no modificaron la decisión real porque sobre ella pesaban intereses espurios y la voluntad del inclemente Santo Oficio.
Mi sucesor es don Francisco de Borja y Aragón, conde de Mayalde. Pertenece a una familia plagada de escándalos y uniones ilícitas -que incluyen infiltraciones de moros y judíos-. Esa familia tuvo la fortuna de producir un hombre como San Francisco Borja, cuya santidad pudo lavar parte de sus máculas. Mi sucesor consiguió casarse con la hija del cuarto príncipe de Esquilache. De modo que vendió sus bolas para enfundarse un título de clarines. Se hace llamar, sin el mínimo pudor, príncipe de Esquilache, para que en la corte nadie se atreva a estorbarle el paso.
Se me hace que este príncipe de utilería gestionó su designación para venir a divertirse en el Perú y llenar sus cofres de oro sin pensar en los abrumadores conflictos aquí reinantes. De su cinto cuelga un reluciente espadín, pero su mano debe temblar ante el contacto de una espada. Es un cobarde. En octubre, cuando ya el pirata Spilbergen y sus navíos estaban lejos del Virreinato, él y su séquito de 84 criados permanecía en Guayaquil esperando seguridades de la Audiencia. No quería entrar en Lima antes de que estuviesen listas las defensas que yo mismo empecé a implementar. También dejó en Panamá a su primo para asegurar mejor esa plaza, tan codiciada por los filibusteros. En realidad pretendía asegurar su bienestar en Lima. Y no ha dudado en elegir a un pariente. Quienes me acusan de nepotismo deberían observarlo también a él.
Dicen que me imita, que es poeta. Por lo que conozco, escribe en forma lamentable. Se ufana de dominar el estilo humorístico. Es de los que piensan que hacer reír a un hombre equivale a desarmarlo y hacer reír a una mujer es ponerla al borde de la cama. Apenas desembarcó en el Callao, un autor local (imaginativo pero obsecuente) que yo he celebrado quiso ganar su favor enalteciendo su linaje. Se llama Pedro Mejía de Ovando y tituló a su obra La Ovandina. Como el nuevo virrey no se mostró dispuesto a una importante retribución, el interesado poeta deslizó en su linaje el nombre de algunos moros y judíos. Esta injuria determinó que los inquisidores Francisco Verdugo y Andrés Juan Gaitán tomaran inmediata ingerencia en el asunto y prohibieran el texto que, paradójicamente, había contado con la autorización de la propia víctima.
El primer trabajo de este príncipe al llegar a Lima fue enterarse de las defensas. Le pareció bien las que yo puse en marcha. Pero le preocuparon sus costos. Quería hacer buena letra con Madrid remitiéndole más fondos que los muchos que yo mandé, reservándose para si una gorda porción. El mantenimiento del ejército y la escuadra exigía muchos pesos, porque el casco de los barcos y su velamen se deteriora rápidamente por la humedad del aire y la salinidad de las aguas. El pánico que desencadenó el ataque holandés se tradujo en una emigración de numerosos vecinos que optaron por trasladarse a ciudades del interior. Para conservar una buena dotación de soldados y marinos había que pagar buenos y puntuales salarios. Todo esto exigía dinero y había que ajustar la administración. En sus primeras cartas al Rey no me hizo críticas aunque, indirectamente, insinuaba prontas y notables mejoras. Quería reducir drásticamente los costos de la armada y el presidio del Callao: amenazó a los contadores, recortó personalmente varias partidas, dijo que los 409 000 pesos a que ascendía mi fenecido presupuesto era un disparate. Después me reí a mandíbula batiente: todos sus desgañitados esfuerzos consiguieron reducirlos a 390 000…