Pero este príncipe de Esquilache no debería preocuparme más. Son otros quienes andan conspirando para hacerme un juicio de residencia. Son unos ingratos de mierda: nunca les parecieron suficientes mis favores.
Por suerte los juicios de residencia se reducen a la angustia del juicio en sí. El fallo y las consecuencias se demoran, se diluyen y se olvidan. Basta con tener buenos amigos en la corte.
93
La taberna vecina a la Universidad trepidaba risas, aguardiente y guisados picantes. Lorenzo Valdés, Joaquín del Pilar y Francisco solían encontrarse allí. Lorenzo gustaba pellizcar las nalgas de las negras que recorrían las mesas con sus fuentes humeantes y les pedía a sus amigos que no fueran afeminados, que hicieran algo peor. Después empujó a Francisco hasta un penumbroso aparte.
– Te aviso -lo miró desasosegado- que vienen tiempos difíciles para los portugueses.
Francisco le sostuvo la mirada. Sus pupilas refulgían entre las sombras y el humo.
– Yo soy criollo: nací en el Tucumán.
– No te hagas el distraído -Lorenzo se entristeció de golpe-. Ocurre algo feo -le cogió el brazo.
– Estoy dispuesto a escucharte.
– Creo, Francisco -tragó saliva-, que en Lima te cerrarán las puertas. Tu padre…
– Ya lo sé -interrumpió.
– Pronto conseguirás el título de bachiller. Es lo que pretendías ganar aquí. A partir de entonces…
– ¿Qué?
– Te vas donde no te jodan. Eso deberías hacer.
– ¿Existe ese lugar? -su rostro se convirtió en una mueca interrogativa.
– Lima es un puterío. ¿O no?
– ¿Ya no te gusta?
Lorenzo le apretó el brazo.
– Cuando atacó el pirata Spilbergen no te sentía cómodo con una lanza. ¿Vas a sentirte cómodo con las sospechas y calumnias? Aquí la intriga es el pan cotidiano.
– Yo no tengo manchas. Ni participo de intrigas.
– ¿A mí me quieres convencer? Yo no soy tu enemigo -movió su acusatorio índice en derredor-. En cambio, muchos de los que hoy beben junto con nosotros, mañana festejarían tu condena por el Santo Oficio.
– ¿Debo irme de Lima? -le subía la rabia-. ¿Debo huir esta noche?
– Me preocupa todo lo que se dijo de los portugueses en el cuarteclass="underline" se dijo que invitaron a Spilbergen. Todos los portugueses son traidores y entregadores. Todos son marranos.
– Absurdo.
– Ya ves.
Francisco vació la jarra.
– ¿A dónde ir? -frunció el entrecejo-. ¿A Córdoba?
– ¿Volverías a Córdoba?
– No.
– Estoy de acuerdo.
– ¿A Panamá? ¿México? ¿La Habana? ¿Cartagena? ¿Madrid?
– No lo tienes que decidir ya.
– ¿Existe un lugar propicio, acaso? ¿Conoces alguna remota arcadia?
Lorenzo apretó los labios y lo palmeó afectuosamente.
– Debe existir.
– En Plinio.
– ¿Dónde?
– En los libros de Plinio -aclaró-. Allí viven los monstruos con pies para atrás y dientes en el abdomen.
Lorenzo rió.
– Dicen que los han visto en el Sur -recordaba-, en el país de Arauco.
– ¡Qué imaginación!
– El jesuita Luis de Valdivia tiene embelesado al nuevo virrey con sus relatos sobre Chile -Lorenzo levantó una jarra de aguardiente-. ¿Ves? Ahí tienes un nuevo lugar.
Francisco Maldonado da Silva sintió que algo importante se articulaba en su espíritu. ¿Sería Chile el escenario de su plenitud?
Libro cuarto: Números
94
Papá murió en el Callao en 1616. La carga de sufrimientos lo aplastó de golpe. En los últimos días sólo se desplazaba con ayuda. Era una luz fuerte en un pabilo achacoso.
Durante los años en que disfruté de su compañía me transmitió más medicina práctica que los empingorotados profesores de la Universidad. Releímos los clásicos y nos divertimos con las recetas indígenas que, a menudo, deparaban resultados excelentes. Me entusiasmó con los descubrimientos de un examen clínico atento y demostró la importancia de seguir la evolución de cada enfermo tomando apuntes. No olvidaré la analogía que desarrolló entre el cuerpo humano y un templo. Dijo que el profesional debe aproximarse al cuerpo con devoción. En sus apretadas dimensiones contiene tantos enigmas que no alcanzan los sabios del universo para descifrarlos. Esa máquina formada por huesos, nervios, músculos y humores es la sede visible de un espíritu con el que está misteriosamente entrelazado, Los desajustes de la máquina se proyectan en el espíritu y viceversa. Así como un templo está construido con materiales que se encuentran en todos los edificios, un cuerpo está formado por los elementos que dan vida a un animal o una planta. Pero contiene algo que no existe en el animal o la planta. Dañarlo es profanarlo. El cuerpo es y refleja al mismo tiempo un misterio insondable. No existen dos cuerpos idénticos así como no existen dos personas idénticas. Aunque los parecidos son infinitos, infinitas también son las diferencias. Un buen médico detecta las semejanzas para ver en uno lo aprendido en otro; pero no debe olvidar que cada ser humano tiene una cuota de singularidad que es necesario reconocer y respetar. Cada hombre es único en evocación del Señor, que es Único. Cuidar su integridad y alargar su vida es un cántico de gratitud. Torturado, tratarlo con negligencia, matarlo, es una blasfemia. Es entrar a saco en un templo, derribar el altar, ensuciar el piso, voltear las paredes y permitir que lo rapiñen las alimañas. Es mofarse de Dios.
Las pláticas sobre medicina concluían con frecuencia en los temas judíos. Me hizo conocer las opiniones de Filón de Alejandría y Maimónides sobre las normas dietéticas que tratan de respetar los judíos cuando no son objeto de persecución. Me enseñó el alfabeto hebreo sobre hojas de papel que luego quemaba. También me enseñó las festividades y su significación.
Desde el viernes a la tarde nos preparábamos para recibir el sábado: era un secreto que compartíamos en jubilosa complicidad porque para nosotros era la fiesta. En el arcón teníamos lista la ropa que arrugábamos para disimular por si irrumpía un delator y un mantel blanco con una vieja mancha. Preparábamos una comida diferente a base de codorniz, pato o gallina bien sazonados, guarniciones de habas, cebolla cocida, aceitunas y calabaza, y postres de frutas secas o un buen budín. La vivienda no era distinta en apariencia, pero se cargaba de dignidad. El sábado -repetía mi padre- es una reina que visita el hogar de cada judío: ingresa con sus tules, invisibles gemas del cielo, perfume de valles florecidos y sus melodías de arpa. El candelabro emite secreta energía al convertirse sus brazos en altas antorchas. Durante seis días es el hombre despreciado y calumniado que huye, se esconde o disfraza para sobrevivir. En el sábado se siente un príncipe. Descansa como Dios ha descansado, celebra como Dios ha celebrado.
Si un familiar de la Inquisición hubiera volteado la puerta, nada diferente habrían visto sus ojos: el padre y el hijo comían a la mesa con la vajilla habitual y tenían abiertos unos libros, como también era habitual. Esa apariencia cotidiana encubría la realidad: el padre y el hijo gozaban el sábado porque habían pronunciado la bendición (en voz baja, para que no la escuchasen las orejas incrustadas en los muros), comían con elegancia (como se hace en los banquetes), sentían sus corazones felices (porque honraban a Dios y sus mandamientos) y leían y comentaban la Sagrada Escritura que el Señor les confió al pie del Sinaí.
La noche del sábado era una gloria. Íntima, secreta, calma. Brillante. Antes de levantarnos solía recomendarme que no ignorase mi circunstancia. Éramos marranos, es decir, carne de verdugos. Al día siguiente deberíamos seguir escondidos bajo el disfraz. Tenía la obligación de cuidarme para que el templo que era mi cuerpo no fuese profanado. No debía arriesgarme ante quienes jamás comprenderían mis derechos.
En esas noches de apacible alegría analizamos el extraño privilegio -y las obligaciones- que entrañaba recibir directamente la Palabra infalible. Reflexionamos sobre la envidia y específicamente sobre el miedo enorme que producía la posesión de esa Palabra. Era como dominar el rayo. Esa Palabra fue enseñada a los judíos en forma sistemática desde los tiempos de Ezra, el escriba. Semanalmente se leía una porción, de tal suerte que a la vuelta del año se completaba su lectura. Pero no sólo la leía el sacerdote: los mismos fieles ascendían al tabernáculo, sacaban los rollos sagrados, los abrían, contemplaban la pareja letra en caracteres hebreos y pronunciaban las frases resonantes.
– Por eso creé la academia de los naranjos en Ibatín. El estudio es nuestra obsesión.
Nos divertíamos haciendo acrobacias con los versículos: uno decía de memoria algunos y el otro los ubicaba en el libro correspondiente. A mi padre le gustaba recitar los Salmos. Yo prefería los profetas. Son un catálogo de la condición humana. No falta ninguna de las virtudes ni de los vicios, las ilusiones o las desesperanzas.
– No repitas, Francisco, mi trayectoria atroz -insistía a menudo.
Las últimas semanas de vida guardó cama. Le dolían los pies y empeoró su afección pulmonar: nunca se había recuperado completamente del tormento del agua. Se extinguía lentamente. Una tarde su mano temblorosa acarició el estuche forrado en brocato y dijo:
– Esta llave simboliza la esperanza en el retorno… Tal vez simboliza algo más fuerte aún: la esperanza, simplemente.