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– ¡Cuarto! -exclamó Lucas.

El trompo consiguió pasar el nuevo límite. Su hermano también se entusiasmó. Dejó los anzuelos y se acercó con gestos de admiración. El trompo daba muestras de cansancio. Pellizcó el borde, pero inclinó demasiado el costado y cayó con la punta metálica hacia arriba.

– Lástima.

– Demasiado bien -estimó Lucas.

– ¡Se despeña! -gritó Diego.

En efecto, rodaba lentamente hacia el declive lateral que terminaba en el río. En un instante lo perderían. Diego brincó para atajado y resbaló sobre un penacho de hierba. Su pie se encegueció y resbaló nuevamente hasta quedar aprisionado en un agujero. Se desplomó lanzando una maldición.

Lucas y Francisco se abalanzaron en su ayuda, tarde. La grieta era honda y tenía un borde filoso. No le pudieron sacar la extremidad. Con cuidado hicieron rotar el cuerpo para acomodarlo a la forma del socavón hasta que se destrabó el pie. Lo extrajeron lentamente. Apareció el tobillo cubierto de sangre; parecía que le colgaba un trozo. A pesar del dolor, tuvo la lucidez de pedirle a Lucas que lo vendara.

– Con tu camisa. Con lo que sea. ¡Rápido!

Después lo cargaron: Lucas de los hombros y Francisco de las rodillas. Pidieron auxilio a un grupo de negros, quienes prestaron su burra. Entre todos montaron a Diego, que se abrazó al cuello del animal. Enfilaron hacia su casa, seguidos por el cortejo de negros que debían recuperar la burra. Lo llevaron directamente a su cama. Aldonza se alarmó. Aunque Diego disimulaba el dolor e insistía en que no era grave, la camisa que ligaba su tobillo ya exhibía un manchón rojo. Luis trajo una palangana con agua tibia, desató el precario vendaje y lavó la herida. Acomodó el colgajo de piel y enrolló rápidamente la zona afectada con una venda limpia. Puso tres almohadas bajo la pierna para que el tobillo quedase más elevado que el cuerpo. Después salió corriendo en busca del licenciado.

Lucas permaneció junto a su amigo hasta que llegó don Diego.

Francisco atribuyó el accidente al trompo. El médico echó una mirada abarcadora sobre el cuerpo yacente y formuló unas preguntas mientras le palpaba la extremidad afectada. Pidió más agua tibia y que los demás se hicieran a un lado para no interferir el acceso de luz. El esclavo levantó la pierna de Diego y el médico desenrolló el vendaje hasta casi las últimas vueltas. El muchacho empezó a quejarse de dolor porque la tela ya se había pegado con la sangre. Luis vertió chorritos de agua mientras don Diego maniobraba hasta liberar completamente el tobillo. Eligió una pinza y extrajo los imperceptibles cuerpos extraños que se empecinaban en quedar adheridos. Después aproximó los bordes y extendió el azulino colgajo de piel. Diego apretaba los dientes. Su padre cubrió la carne viva con un polvo lactescente que combinaba corteza de sauce con limaduras de cinc.

– Estarás bien en tres semanas. Ahora necesitas hacer reposo. No hace falta entablillar. También tomarás una cucharadita de este remedio.

Abrió su petaca y sacó un frasco de vidrio.

– Es un excelente remedio que usan los indios del Perú. Calma el dolor y baja la fiebre.

Dirigiéndose a su esposa, que lo miraba con angustia, agregó:

– Cada vez que lo he usado ha sido eficaz. Ni que fuera mandrágora.

– ¿Cómo se llama?

– Quinina. Lo extraen de una planta llamada quina -se sentó de nuevo junto a la cama de su hijo. Le tomó el pulso mientras observaba con intensidad su rostro. Después hizo señas para que los demás abandonasen la habitación. ¿Quería desnudar a Diego y efectuarle un examen completo?

Lucas se despidió. Aldonza y Francisco lo acompañaron hacia la puerta. Ellos salieron y Francisco dio un paso al costado. ¿Para qué le haría un examen completo? No tendría sentido, si sólo se hirió el tobillo y ya le aplicó la curación. ¿No querría darle un consejo médico íntimo que sólo atañe a los varones? Buena oportunidad para enterarse. ¿No era Francisco también un varón? El aposento se llenó de silenciosa intimidad.

Don Diego acarició la frente de su hijo postrado, que lo miraba agradecido.

– Nunca me golpeé tan fuerte. Duele mucho.

– Ya sé. Te has herido en una zona sensible. El polvo de quinina te aliviará. También indicaré tisanas con hierbas sedantes. Eso es todo lo que te puede ayudar desde afuera y…

El padre se interrumpió. Al rato insistió con las últimas palabras: «desde afuera…».

Francisco gateó por el borde penumbroso del cuarto y logró ocultarse a poca distancia del lecho. Conocía esta forma de introducir un asunto engorroso: su padre endulzaba la voz, acariciaba el cabello o el borde de una mesa; repetía ciertas palabras.

– ¿Entiendes, Diego?

El joven asintió por complacencia, pero no entendía. Francisco tampoco.

– No, no me entiendes -suspiró su padre.

Diego contrajo la boca.

– Quiero decirte, hijo, que no toda la ayuda que necesitas proviene de lo ajeno a tu persona, como el polvo cicatrizante o la quinina o la tisana. También puedes obtener alivio desde tu interior, desde tu espíritu.

¿Ése era el tema íntimo que iba a tratar?

Diego volvió a asentir.

– Creo que no me entiendes del todo -insistió su padre. Con el borde de un pañuelo le secó la frente; el mediodía era un horno encendido.

¿Había otra cosa, entonces? Francisco se acercó más, enrollándose como un gato. Su curiosidad no toleraba perderse una palabra.

– La cura importante, la definitoria, proviene del espíritu. En ésa debes apoyarte.

Diego se atrevió a confesar su desorientación:

– Me parece que comprendo -dijo-, y me parece que hay algo que no comprendo…

– Sí -sonrió su padre-. Es simple y no lo es. Te suena a conocido, a repetido, a evidente. Pero hay otra resonancia, profunda, que no se advierte sin alguna preparación.

Tanteó la mesa y asió el botellón con agua de zarza. Bebió un largo sorbo. Después se secó los labios y se reacomodó en la silla crujiente.

– Me explicaré. Los médicos utilizamos productos curativos que ofrece la naturaleza. Y aunque la naturaleza es obra de Dios, Dios no la ha consagrado como recurso absoluto, sino que ha provisto al hombre mismo, a su criatura bienamada, de dispositivos que permiten establecer contacto directo con Él. Un borde de su grandeza infinita habita siempre nuestro corazón. Si nos proponemos conseguido, reconoceremos Su presencia en nuestra mente, en nuestro espíritu. Ningún medicamento es tan eficaz como esa presencia.

Enjugó la transpiración de su cuello, nariz y frente con el pañuelo de algodón.

– Te preguntarás por qué lo digo. Y por qué lo digo con cierta… -chasqueó los dedos en busca de la palabra precisa- solemnidad. Bueno… Porque es un asunto que concierne a mi práctica de médico, pero… pero tú no eres igual a los demás pacientes.

– Soy tu hijo.

– Claro. Y esto implica algo específico, casi secreto.

Implica a Dios y a nuestra especial relación con Él.

Francisco necesitaba rascarse la nuca. Le picaba la confusión y la impaciencia. Su padre no deshacía el nudo.

– ¿Debería comulgar? -barruntó Diego sólo por descubrirle una punta al enigma.

Su padre movió los hombros para aflojar su espalda. Estaba tenso y quería mostrarse relajado.

– ¿Comulgar? No. Por ahí no va lo que quiero transmitirte. La hostia se desliza desde tu boca al estómago, del estómago al intestino, de ahí a la sangre, al resto de tu cuerpo. Pero yo no te hablo de la hostia, ni de la comunión, ni de los ritos, ni de algo que se incorpora desde afuera. Hablo de la presencia ininterrumpida de Dios en tu persona. Hablo de Dios, del Único.

Diego frunció las cejas. Francisco también. ¿Qué cosa nueva o secreta pretendía insinuar con eso?

– ¿No me entiendes? Hablo de Dios, el que cura, da consuelo, da luz, da vida.

– Cristo es la luz y la vida -recitó el muchacho-. ¿Me estás diciendo eso, papá?

– Hablo del Único, Diego. Piensa. Mira hacia dentro. Conéctate con lo que te habita desde antes de nacer. El Único… ¿Comprendes ahora?

– No sé.

– Dios, el Único, el Todopoderoso, el Omniscente, el Creador. El Único, el Único -repitió con énfasis.

A Diego se le enrojecía el rostro. Estaba tendido en la cama y su padre sentado. Ambos muy tensos. La figura del padre le parecía gigantesca no sólo por el desnivel, sino porque lo forzaba a un razonamiento penoso. Don Diego alisó sus bigotes para dejar más libres los labios y adoptó la postura de quien va a recitar. Con voz lenta y abovedada pronunció unas palabras sonoras:

– Shemá Israel, Adonai Elohenu, Adonai Ejad.

A Francisco le recorrió un temblor. Sólo reconocía la palabra Israel. ¿Era una fórmula mágica? ¿Tenía relación con la brujería?

Don Diego tradujo con unción:

– «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Único.»

– ¿Qué quiere decir?

– Su significado ya está inscripto en tu corazón.

El misterio estaba por aclararse. La nube hinchada y violeta que ocultaba al sol iba a estallar. Algunas de sus gotas perlaban ya la frente de Diego.

– Durante muchos siglos esta breve frase ha sostenido el coraje de nuestros antepasados, hijo. Sintetiza historia, moral y esperanza. La han repetido bajo persecuciones y durante los asesinatos. Ha resonado entre las llamas. Nos une a Dios como una irrompible cadena de oro.

– Nunca la he escuchado.

– La has escuchado; por supuesto que la has escuchado.

– ¿ En la iglesia?

– En tu interior, en tu ímpetu -extendió ambos índices para marcar el ritmo-. Escucha, Diego. «Escucha Israel»… Escucha, hijo mío: «Escucha Israel» -ahora susurraba-. Escucha, hijo mío. Escucha, hijo de Israel. Escucha.

Diego se incorporó azorado.

El padre le apoyó sus manos sobre el pecho, suavemente, y lo obligó a recostarse.

– Ya vas entendiendo.

Suspiró. Su voz era más íntima.

– Te estoy revelando un gran secreto, hijo. Nuestros antepasados han vivido y han muerto como judíos. Pertenecemos al linaje de Israel. Somos los frutos de un tronco muy viejo.

– ¿Somos judíos? -una mueca le deformó la cara.

– Así es.

– Yo no quiero ser… no quiero ser eso.

– ¿Puede el naranjo no ser naranjo?, ¿puede el león no ser león?

– Pero nosotros somos cristianos. Además -se le falseó la voz-, los judíos son pérfidos.

– ¿Somos nosotros pérfidos, acaso?