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– Tengo unos cuarenta -comentó el teólogo.

– Yo he llenado una repisa con veinticinco volúmenes -precisó el matemático pegando sus ojos en medio del entrecejo.

– ¡Qué bien! -aplaudió el gobernador-. En mi despacho he reunido sólo diez o quince. Pero son, ¿cómo decir?… colecciones. Una biblioteca, queridos amigos, es por lo menos dos baúles -me sonrió.

Su respaldo me inquietó más. Era demasiado elogio para alguien que recién conocía. Provocaba la envidia y yo no necesitaba competir en este rubro. Mis libros eran amigos íntimos, no una corte para exhibir.

El fornido capitán se llamaba Pedro de Valdivia.

– El mismo nombre del conquistador y fundador -dije maravillado.

– Soy su hijo.

Lo miré con simpatía. Lorenzo Valdés, con los años se le parecerá.

El mercader (¿quién era?) dijo que nos veríamos a menudo. (¿Dónde lo había encontrado antes?)

– ¿Por qué?

– Proveo la botica del hospital.

– Ah -exclamé-. Entonces deberá soportar mis reclamos: la botica es un desierto.

El gobernador aplaudió nuevamente.

– ¡Así me gusta! Que se ponga orden y virtud en este desquiciado reino.

No soy responsable de la botica… -el mercader llevó la mano a su pecho-: sólo el proveedor.

– Ya lo sé -dibujó un gesto tranquilizante-. Sólo quería elogiar la actitud del doctor Maldonado da Silva.

– Gracias, Excelencia -giré involuntariamente hacia el rincón de las mujeres: ¿mejoraban mis posibilidades con Isabel?-. No hice nada extraordinario -se imponía una frase de modestia.

– ¡Demostró energía, resolución! Eso nos hace falta.

– Su Excelencia es un hombre decidido y valiente -comentó el capitán Pedro de Valdivia-, por eso valora también la energía en los demás. Lo está demostrando a diario -miraba sonriente al gobernador-. Desde que usted se instaló entre nosotros pareciera habernos contagiado su fuerza.

– No todos piensan así, mi amigo.

– Son quienes piensan con mezquindad.

– Es cierto -intervino el teólogo; su dicción desdentada impedía entenderlo y, además, intercalaba cortas frases en latín-. Yo encomio la reciente ordenanza de Su Excelencia como justicia de Dios.

– Admiro a Su Excelencia -terció el notario-, pero su justicia no es de Dios: es secular.

– ¡De Dios! -gritó el viejo-. La ordenanza contra la servidumbre de los indios es como un jubileo.

– Explíquese -terció el matemático-. No relaciono la ordenanza con Dios ni me suena a jubileo. ¿Es correcto usar la palabra jubileo para entender esta ordenanza?

Un impulso irrefrenable puso en movimiento mi lengua:

– Recordemos qué es el jubileo -dije-: es el mandato divino de restablecer las condiciones originales del Universo. Dice el Levítico: «Contarás siete semanas de años, el tiempo equivalente a cuarenta y nueve años. Declararéis santo el año cincuenta y proclamaréis la liberación de todos los habitantes de la tierra. Será para vosotros el año jubilar. Cada uno recobrará su propiedad, cada uno se reintegrará a su clan.»

El teólogo se estremeció.

– ¡Poderosa memoria! -celebró don Cristóbal.

– ¡Es el jubileo de los indígenas! ¿Se dan cuenta? -se exaltó el teólogo-. Tengo razón.

Había hablado demasiado. La fama de tener la Biblia en mi cabeza no me brindaría paz ni seguridad. Un exceso de amor a la Biblia es un dato sospechoso: para ser buen católico alcanza con otras virtudes. Mi padre había insistido en que tuviera cuidado. Estas demostraciones vanas implicaban riesgo.

– La ordenanza contra la servidumbre de los indios no es exactamente un jubileo -aclaró el gobernador-. Tampoco es mía; yo sólo la he proclamado. Pretende abolir el servicio personal que ha sido tantas veces condenado por los reyes de España y por la Iglesia. Pero voy a serles sincero (no se asusten): intuyo que fracasará. He tenido que pregonarla solemnemente y he mandado que los corregidores la publiquen en otras ciudades porque así me lo ha solicitado el virrey.

Un rumor circuló en la sala.

– Soy hombre de leyes -añadió- y estoy contento con la estructura del vasto código en que se ha convertido la ordenanza. Pero, como hombre de leyes, reconozco que existe un abismo entre esa abundante letra y los hechos. Por lo tanto, ni es un jubileo para los indígenas ni se acatará. Es otro papel que engrosará el archivo de las buenas intenciones fracasadas.

– ¿Por qué no se lo va a obedecer?

– Porque en las Indias -exclamó- nos pasamos las leyes por el culo… con perdón de las señoras.

– Su Excelencia tiene escepticismo -el teólogo intentó amortiguar el exabrupto y citó (mal) un apotegma en contra de la filosofía escéptica y de Zenón, su descarriado fundador.

– La ordenanza recoge las ideas del jesuita Luis de Valdivia y otros defensores de indios -explicó don Cristóbal-. La servidumbre suena a esclavitud. Pero si los indios no son esclavos ni siervos, ¿qué son? Algo tienen que dar, naturalmente. ¿Qué pueden dar? Un tributo. Que los indios paguen tributo. Suena a locura. Pero la historia muestra que así se ha hecho desde la remota antigüedad con los pueblos que no convenía o no se podía esclavizar. Para que sea justa la tributación, la ordenanza ha dividido a los naturales de Chile en tres jerarquías para pagar ese tributo, según la abundancia de recursos que tienen donde viven. En la región más grande y próspera, que se extiende desde el Perú hasta el Bío-Bío (actual frontera de la guerra defensiva), deberán pagar cada año ocho pesos y medio, de los cuales seis serán para el encomendero, uno y medio para la Iglesia, medio para el corregidor del distrito y otro medio para el protector de indígenas. Se intenta satisfacer a todo el mundo… Los indios de la región de Cuyo pagarán algo menos, lógicamente, y los miserables habitantes de Chiloé y demás islas, sólo oblarán siete pesos. La ordenanza también ha reglamentado el trabajo pagado (escuchen, por favor: pagado) que será permitido exigir a los indios cuando no cumplan con su obligación.

– La ordenanza es perfecta -opinó el matemático.

– Los encomenderos dicen otra cosa, ¡irreproducible! -exclamó el gobernador con fatiga-. Ya han venido a presentarme sus quejas.

– ¡Cuánto ambicionan, caramba! -criticó el teólogo.

– Se llevan tres cuartos del tributo -calculó el matemático-. Son los más favorecidos.

La servidumbre les resulta muchísimo más rentable que su dudosa contribución pecuniaria.

– «¿Dudosa?» -se asombró el capitán.

– Los indígenas apenas pueden ser evangelizados y apenas obedecen al látigo: ¿qué nos hace suponer que ahorrarán metódicamente el impuesto y lo harán efectivo cada año? Creo que… -se interrumpió.

Permanecimos en silencio. Don Cristóbal de la Cerda fruncía el ceño y movía nerviosamente las manos en las esferas de su butaca. El notario tosió en su puño, elegantemente, e introdujo una frase destrabadora.

– Es preciso esclarecer entre los vecinos las ventajas de esta sabia y muy previsora ordenanza.

El gobernador lo miró con ojos neutros.

– He oído -añadió el notario con su inevitable ascenso de nariz- que algunos encomenderos suponen que la abolición del servicio personal de los indígenas los exime de prestar su colaboración en los trabajos de guerra.

– Así es -se animó don Cristóbal-. Iba a decir, y lo digo ahora, que esta ordenanza es un adefesio. No servirá para ninguna de las partes.

– Es coherente con la estrategia general de la guerra defensiva -puntualizó el capitán Pedro de Valdivia.

– Y tan ingenua como ella -remató don Cristóbal.

– Su Excelencia la consideraba promisoria en un comienzo -deslizó tímidamente el teólogo.

– Es comienzo, sí, hasta que viajé al Sur y conocí de cerca la verdadera situación. Los araucanos son indomables. Son guerreros de alma. No se rendirán hasta caer destruidos. Negociar es perder el tiempo. Usan nuestros titubeos para reagruparse y atacar más fuerte. Sólo respetarán a un vencedor, no a un predicador. Esto se lo dice alguien que no es un soldado, sino un doctor en leyes.

En el penumbroso ángulo pude finalmente distinguir a la hermosa Isabel Otañez. Sostenía un costurero en las manos y su mirada también fluía hacia mí. Cuando nos levantamos el silencioso mercader se acercó y me comunicó su nombre. Miré su rostro joven y severo. Habían transcurrido casi veinte años. Me recorrió un estremecimiento.

– Soy Marcos Brizuela -dijo simplemente.

Está por dormirse con los grilletes pesando en las muñecas y tobillos, cuando lo sobresalta el repentino choque de hierros. Gira una llave, se alza la tranca exterior, cruje la puerta y se sienta en la cama revuelta. Aparece una figura encapuchada. Ingresa el conocido calificador Alonso de Almeida iluminándose con un blandón de tres hachas. Francisco conoce a este hombre. Es un fraile agustino que nació en San Lucas de Barrameda. Debe tener unos cuarenta años, es inteligente y enérgico: un robusto soldado del Santo Oficio.

Por fin se activará el combate.

99

Salimos a la espaciosa plaza. Enfrente se elevaba la catedral de tres naves. El cerro Santa Lucía tocaba las nubes de carbunclo. Un par de monjas cruzaron a la carrera: descendía el ocaso y debían encerrarse en su monasterio. Marcos Brizuela estaba hosco; casi nada restaba del niño tierno y expresivo que conocí en Córdoba. Hicimos una breve referencia a nuestro antiguo encuentro y preguntó sin interés, casi por decir algo, sobre el escondite que me había legado en el fondo de la casa. Evoqué su entrada invisible, su abrigada penumbra y las muchas horas de consuelo y fantasía que me deparó. Dije que nunca se lo agradecería bastante. No hizo más comentarios. La mayoría de los recuerdos dolían y rezumaban ponzoña. Él estaba manifiestamente resentido y me puso incómodo.

– Raro que no nos hayamos encontrado antes -lamenté-. Santiago es una ciudad pequeña.

– Yo sabía de tu llegada -replicó sorpresivamente-. Soy regidor del Cabildo.

– ¿Te designaron regidor?

Levantó el ala de su sombrero: me miró con frialdad.

– Compré el cargo.

– ¿Es mejor que una elección de los vecinos?

– Ni mejor ni peor. Si lo compras, tienes dinero. Si tienes dinero, eres respetable.

– ¿Qué comercias, Marcos?