Выбрать главу

– Todo.

– ¿…?

– Todo, sí: alimentos, muebles, animales, esclavos, arreos.

– ¿Te va bien?

– No me quejo.

Seguimos a lo largo de otra cuadra. No hablamos. Por un trecho coincidieron nuestras direcciones. Cuando niños habíamos congeniado en seguida; ahora nos separaban sospechas. No recordaba haberle infligido un perjuicio, sin embargo él se comportaba como si yo fuese culpable de algo. En la esquina le dije que debía hacer la última visita de la jornada a mis pacientes.

– Voté para que mejorasen la dotación de tu hospital -dijo. ¿Me pasaba una factura?

– Gracias. Hay muchas carencias. Es difícil trabajar sin los recursos mínimos.

– También hice sancionar al procurador general por causa de tu sueldo -agregó en el mismo tono, mitad informativo y mitad reproche.

– No sé qué quieres decir.

– El Cabildo le encargó que negocie con los vecinos sus aportes para tu sueldo. El pícaro hizo dos cuentas: una prolija para mostrar y otra paralela para ocultar. Lo sospeché porque amenazaba mucho. Pretendía quedarse con dos tercios de tu remuneración.

– ¿Qué dijo cuando lo desenmascaraste?

– ¿Qué dijo?… Me ofreció la mitad.

– ¡Ladrón!

– Funcionario, simplemente.

Llegamos al punto en que debíamos separarnos. A pocos metros estaba la rústica puerta del hospital; ya habían encendido la lámpara al costado de la jamba. Nuestros rostros se ocultaban tras la carbonilla del ángelus

– Desearía verte de nuevo -dije-. Tenemos que hablar sobre varias cosas.

Comprimió las mandíbulas.

– Yo recién me entero de que vives en Santiago -agregué.

– Confieso que preferiría evitarte.

Mi garganta iba a preguntarle la razón, aunque ya la sospechaba. Era horrible. Tragué saliva. Torcí hacia la izquierda y pasé de largo la puerta del hospital; necesitaba reacomodarme tras la sacudida que me produjo Marcos. Crucé la iglesia de Santo Domingo, luego La Merced y el colegio jesuita. El crepúsculo reconstruía el maravilloso escondite de Córdoba que me regaló Marcos apenas nos conocimos. Era una fortaleza donde había pasado momentos de calma en los días terribles. ¿Lo habitaría alguien, ahora? Juan José Brizuela, su padre y amigo de mi padre, nos vendió la casa porque se mudaba a Chile con toda su familia. Mi padre le pagaría el inmueble con el dinero que le iba a reportar la venta de su casa en Ibatín, pero la liquidación de ambas viviendas se perdió rápidamente en las arcas del Santo Oficio. ¿Se encontraron ellos en las cárceles secretas de Lima?, ¿compartieron las torturas?, ¿oyeron sus gritos y confesiones?, ¿participaron del mismo Auto de Fe? Papá no me había hablado de eso, sino de su peregrinaje, muchos años antes de nuestro nacimiento. Allí habían confraternizado Juan José Brizuela, Antonio Trelles, Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla.

Regresé al hospital media hora más tarde. Una languideciente llama alumbraba la puerta. Con Juan Flamenco Rodríguez controlamos a los veinticinco enfermos que ya llenaban la sala única, doce acostados en camas y el resto sobre esteras, en el piso enladrillado. Cuando terminamos me invitó a cenar.

100

Nos sentamos a la mesa. Su mujer hacía dormir a su segundo hijo de dos años. Una criada nos sirvió quesos, pan, rabanitos, aceitunas, vino y pasas de uva.

– ¿Así que te incorporó el gobernador a una tertulia? -Juan Flamenco Rodríguez probó con la uña el filo de su cuchillo-. Es un paciente agradecido -añadió-, pero ándate con cuidado.

– ¿Por qué?

– Es muy ambicioso y sagaz. No dudará en usar cualquier recurso que lo empuje para arriba.

– Ya está arriba.

– Sólo es el gobernador interino. Quiere ser gobernador a secas. Y después algo más, virrey, por ejemplo.

– Es un hombre culto. Le gusta reunirse con gente ilustrada. Y no ha sido parco -corté una feta de queso-. Diría que en todo caso lo redime de tu descalificación cierto exceso de franqueza.

– ¿Franqueza? ¿En qué? -vertió vino en las jarras.

– Habló sobre la ordenanza que suprime el servicio personal de los indígenas. Pronostica su fracaso, aunque tuvo que hacerla pregonar solemnemente. Me pareció sincero.

– No ha dicho algo diferente a lo sabido. Te aseguro que no se le escaparía, en cambio, una palabra sobre los asuntos que le reditúan beneficios.

– ¿Tan codicioso es?

– ¡Oh! Ni te imaginas. Sólo es pródigo con los bienes públicos: hace construir un enorme tajamar y edificios de los cuales saca tajadas. Pero de su bolsillo no sale un peso. El obispo no consigue arrancarle la limosna que estima correcta. Incluso ha insinuado su amenaza desde el púlpito contra «los pecadores que nos gobiernan». Lo dijo en forma ambigua, pero lo dijo.

– ¿Cómo reaccionó don Cristóbal?

– Como era de esperar: ni se dio por aludido. Pero empezó a llegar tarde a los oficios; siempre existen excusas para un gobernador, especialmente cuando se propone irritar. Al obispo, sin embargo, creo que no le molesta tanto la tacañería de don Cristóbal como su habilidad para conseguir regalos que, para colmo, nunca deriva la Iglesia.

– Esto me sorprende.

– Todo un arte. Desde que se desempeñaba como oidor de la Audiencia empezó a tejer una metodología según la cual, a cambio de su favor, desliza obsequioo a su faltriquera en forma disimulada.

– Pero si hizo pregonar durísimas sanciones contra quienes intenten sobornar a parientes o criados de las autoridades.

– Justamente. Es un genio. Pregona lo contrario de lo que hace. Oponiéndose a todo favor, ha conseguido que los vecinos empiecen a comprarle el favor.

– Hay que atreverse.

– La desesperación incendia la imaginación, mi amigo. Quien solloza a sus pies rogándole piedad, recibe una onda sutil que lo ilumina. Entonces deja de sollozar y empuja con gran disimulo hacia la distraída faltriquera de don Cristóbal petacas de filigrana, joyas o pesos -llenó su boca con pasas de uva-. Como soy chismoso, escucho y registro.

– ¿Qué más escuchaste?

– Que nunca don Cristóbal «se entera» del soborno: no lo ve, no lo huele, no lo escucha. Es algo que ocurre entre el peticionante lloroso y su faltriquera honda. Ni una palabra, ni un gesto que lo comprometa. ¿El obsequio fue generoso y operativo? El donante lo sabrá por el curso de su trámite.

– ¡Qué lástima! -exclamé.

– ¿Te decepciona? -volvió a escanciar el vino.

– Por supuesto.

– No exageres, Francisco. ¿Acaso en Lima no es peor?

– Quizá. Pero allí no tuve acceso al poder.

– Es el poder centralizador el que desemboca siempre en la corrupción. Aquí sobresale la figura del gobernador, allí la del virrey. Su rendición de cuentas es tan indirecta y tardía que se pueden permitir lo que quieran. Y el que no aprovecha estas ventajas no se considera honesto, sino imbécil. ¿Cómo no robar si te ofrecen la tentación en bandeja de oro y con garantías de impunidad prolongada?

– Pero las sanciones morales no esperan tanto.

– Francisco: en las Indias preocupan más las condenas de la sociedad que el peso de la conciencia.

Esas palabras me sacudieron. Ataba muchos cabos flotantes. Era un punto que me sacaba de quicio. Relacionaba mi vida, mi familia, las autoridades, la Inquisición, el aprendizaje, la conducta, mis reflejos. «El fallo de la conciencia…» El gran ausente. Juan tenía razón: no sólo en las Indias: posiblemente en todo el imperio español y más allá aún. Por eso el espectáculo y la hipocresía de los que hablé con Joaquín del Pilar y con mi padre. Aparentar, porque así se logra la única calificación que importa: la exterior, la social. Representar la justicia, la ética, la piedad. Los méritos son externos y ruidosos, para ganar fama (también externa) que incluso dure más allá de la muerte. De ahí tanto discurso floripóndico, títulos falsos y hazañas ficticias. Una costumbre consolidada perversa, perversa. Se critica el apego al dinero, pero se lo busca violentamente. Quien critica es un santo, pero quien lo gana es un héroe. Los santos no destrozan a los héroes ni éstos a los santos: formalizan una secreta alianza mediante la cual cada uno deja crecer al otro; ni el santo malogra la codicia (pese a sus sermones) ni el codicioso descalifica al santo (pese a sus actos). Don Cristóbal de la Cerda puede ser reprochado por el obispo, pero este mismo prelado lo apoya para que sea gobernador efectivo. Y lo deben apoyar muchos que dicen escandalizarse por sus transgresiones, porque las transgresiones del gobernador son las ventajas de los vecinos. Cuando esta mecánica funciona, se prefiere a un corrupto que se guarda las coimas y regala beneficios que al hombre honesto. En una sociedad viciada el hombre honesto no es conocido como el guardián de la virtud, sino como el asqueroso perro del hortelano que no come ni deja comer.

– ¿Has visto de nuevo a su hija? -Juan se frotó las manos en actitud cómplice.

– A medias…

– Deberías casarte. El matrimonio te hará sonreír con más frecuencia.

– Ya que eres tan chismoso y te sobra información, dime si ella me aceptaría como marido.

– ¡Claro que te aceptaría! -se cubrió un eructo con el puño-. Bueno; no sé si ella… Sí, su padre.

– ¿Por qué?

– Veamos -arrimó el candelabro-. En primer lugar, Isabel Otañez no es hija de don Cristóbal, sino su ahijada. Esto tiene puntos en favor y en contra. En favor: no hereda su codicia ni su fogosidad. En contra: no hereda su fortuna ni su incondicional protección. Te casarías con una mujer pobre.

– Eso no entra en mi evaluación.

– En segundo lugar, don Cristóbal te aceptaría. ¿Las razones? Son visibles: es tu paciente y valora tu cultura. La presencia de un buen médico en su familia le brindaría beneficios adicionales.

– No se me ocurren.

– Yo, por ejemplo, hubiera sido un yerno ideal -estiró los labios-: le hubiera provisto de todos los chismes de la ciudad, de toda la información soterránea. A través mío, él podría canalizar consejos a mis pacientes sobre qué obsequiarle para conseguir su favor. También yo le serviría para convencer a funcionarios reales y eclesiásticos de que conviene otorgarle el máximo poder.

– Exageras. Eso ya ni es falso: es grotesco.

– Te mezquinará la dote de su ahijada y hará que pongas más de lo que tienes.

– Para eso falta mucho. Primero deberé conseguir su mano.