Elegí adrede Iom Kipur para visitar a Marcos Brizuela. Aún no abrimos nuestra intimidad: un judío debe andarse con extremo cuidado porque su interlocutor, aunque converso, puede haber decidido repudiar definitivamente el pasado. Más aún: puede haber avanzado hacia una conversión con poca fe y mucho miedo que, para sostenerse, necesita demostrar que no sólo renuncia a su antigua religión, sino que odia a sus ex correligionarios. Su padre y el mío fueron juzgados por el Santo Oficio, reconciliados y obligados a vestir el sambenito infame. Oficialmente retornaron al seno de la Iglesia. Ambos murieron en Lima. Marcos permaneció en Santiago de Chile y prosperó en el comercio. Se casó con Dolores Segovia, madre de sus dos hijos, y compró una silla de regidor en el Cabildo local. ¿Le quedaban motivaciones para considerarse judío?, ¿ganas de afirmar esa despreciada identidad con estudio, plegaria, cultivo de ciertas tradiciones? Traté de reconocer alguna práctica judía en el tratamiento que se suministró al cadáver de su madre porque la higiene que exige la Sagrada Escritura -vista por la Inquisición como «rito inmundo»- se extiende al muerto: los judíos lo lavan con agua tibia y lo envuelven, de ser posible, con una mortaja de lino puro. Después del sepelio hay que lavarse las manos y comer huevos duros sin sal (el huevo es un símbolo de la vida: por su forma nos recuerda que el devenir no es lineal y tampoco perfectamente redondo). El duelo dignifica al fallecido y a sus parientes: ayuda a digerir la pérdida para que aumente el amor y disminuya el lastre. Los parientes más cercanos se sientan en el suelo durante siete días y rezan, conversan, comen pescado, huevos y vegetales. Pero en casa de Marcos no advertí nada de esto. Que yo no lo haya visto, sin embargo, podía ser el éxito de su simulación, no la prueba de su apostasía.
Lo visité, pues, en el Día del Perdón, sin noticias ciertas sobre sus sentimientos profundos. Que estuviese en su casa sin trabajar, tampoco valía como dato: sus tareas eran irregulares y dependían de las mercaderías que llegaban o debía despachar.
– El trabajo es una maldición, Francisco -se excusó Marcos-, una de las primeras condenas. Lo dice categóricamente el Génesis.
– ¿Sabes de dónde proviene la palabra «trabajar»? -recordé un descubrimiento lingüístico-. Del latín tripaliere. Significa torturar.
– Clarísimo, entonces.
– Pero pertenecemos a la clase de los labradores, Marcos.
– No soy agricultor.
– Labradores en sentido de trabajadores -aclaré-: tú comerciante, yo médico. Aunque nos disguste, estamos más cerca de los menestrales, orfebres, artesanos y carpinteros que de los oradores y defensores [34].
– No dependía de nosotros la elección.
– Podíamos, de haberlo querido, ser oradores. El sacerdote, que es el orador por excelencia, tiene poder sacramental como intermediario entre Cristo y el hombre -lo miré al fondo de los ojos.
– Yo no tuve la necesaria formación para convertirme en sacerdote. Tú, en cambio, viviste en conventos -insinuó.
– No depende tanto de la formación como de la vocación, Marcos. En todo caso, no tienes la vocación de sacerdote.
– ¡Aunque sí de intermediario! -rió.
– Tu intermediación no es tan apreciada como la del sacerdote -lo pellizqué.
– Porque no comercio entre Cristo y los hombres, sino sólo entre los hombres -mantuvo la sonrisa-. Y cobro por ello.
– Todos cobran -avancé más.
– Los sacerdotes no cobran: reciben limosna.
– ¿Y los diezmos? -corregí-. Cuando la limosna parece un pago insuficiente, reclaman y amenazan.
– ¿Cómo los comerciantes?
– ¡Shtt!… -crucé el índice sobre mis labios-. No blasfemes.
Marcos arrimó su butaca a la mía.
– Quisiera tener la elocuencia del obispo -susurró-: cobraría mejor a mis clientes morosos.
– No blasfemes -advertí de nuevo.
– Peor se han portado los capitulares que enviaron cartas al virrey y al arzobispo de Lima solicitando la creación de un juzgado de apelaciones en el fuero eclesiástico para defenderse de los dictámenes que lanza con violencia nuestro obispo.
– Es un hombre fogoso.
– A él le cabe la expresión «ciego de furia».
– No te mofes de su enfermedad -contuve la sonrisa-. Además, ¿te puedo confesar una sospecha? Dudo de su ceguera: creo que la usa para despistar y elegir: sólo ve aquello que le interesa.
Se puso serio al escuchar pasos.
La criada negra me ofreció una bandeja con dulces, un trozo de torta y una jarra de bronce con chocolate líquido.
– Gracias -rechacé la atención.
La criada intentó dejar la bandeja a mi lado, como le enseñaron que debía proceder ante las visitas. Yo insistí en que la retirara.
Marcos me observó con atención. Me ponía a prueba ese día era Iom Kipur. Cuando la esclava se marchó, rogué a Marcos con un guiño que no se molestara por mi negativa. Asociaba ese momento, agregué, con el hermoso Salmo 4.
– ¿Lo recuerdas? -preguntó.
– «Tú has llenado mi corazón de mayor júbilo que cuando abunda el trigo y vino nuevo» -recité.
La casa de Marcos se llenó de luz.
– Falta -señaló-: «Me acuesto en paz, y en seguida me duermo; porque sólo tú, oh Dios, me das paz y reposo.»
Nos miramos.
– Salmo 4 -reiteré-. Es la oración del justo rodeado de impíos.
– ¿Quieres decir que somos dos justos rodeados de impíos?
Nuestros ojos brillaron. Teníamos conciencia de que habíamos recitado un Salmo omitiendo las palabras Gloria patri que todo católico pronuncia al final. Esa ausencia era una prueba de una presencia conmovedora. Nos habíamos revelado la intimidad.
– Usted me acaba de decir -responde Francisco- que debemos tenerle miedo al demonio y a sus trampas porque llevan a la perdición. Que debemos tenerles miedo a los herejes y a los inmundos ritos judíos. Lo ha dicho con profunda y conmovedora certeza. Sin embargo, fray Alonso, créame que por obra de usted y muchos hombres parecidos a usted, los judíos ahora tenemos miedo a algo más próxima y evidente que el demonio: los cristianos.
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– «¡Bésame con los ósculos de tu boca!… Más dulces que el vino son tus amores; suave es el olor de tus perfumes; tu nombre es ungüento derramado.»
– Francisco. Eres tan cortés, tan poeta.
– Cantar de los cantares, de Salomón, querida.
– ¡Qué hermoso! -exclamó Isabel-. Recítalo otra vez.
– «Bellas son tus mejillas entre los pendientes y tu cuello entre los collares» -la acaricié.
– No sé cómo retribuirte -se estremecía.
– Di: «Bolsita de mirra es mi amado, que reposa entre mis pechos.»
– Francisco.
– ¿No te gustó? Te obsequio otro versículo, es para ti: «Como el lirio entre cardos, así es mi amada entre las doncellas.»
– Dime un versículo menos audaz, que yo pueda repetir.
– «Como un manzano entre árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes.»
– Me gusta. «Como manzano entre árboles silvestres, así es Francisco, mi amado -sonrió Isabel-, entre los jóvenes.
– Agrega esto: «Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me estrecha en abrazo.»
– Te amo.
– Di: «Francisco, esposo mío.»
– Francisco, esposo mío.
– «¡Qué bella eres amada mía, qué bella eres! Tus ojos son de paloma, a través del velo. Tu melena, cual rebaño de cabras que ondula por las pendientes de Galaad. Como cinta de escarlata tus labios. Tus mejillas, mitades de granada. Como la torre de David es tu cuello, edificada como fortaleza.»
– ¡Cómo te exaltas! Tiemblo toda.
– «Tus pechos son dos crías mellizas de gacela pacen entre lirios.»
– Oh, querido.
– «¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, en tus delicias! Tu talle semeja la palmera, tus pechos racimos.»
Isabel acarició mi frente, mi mentón, mi cuello. Permanecimos abrazados. Una rama de laurel florecido se movía tras el muro, saludando nuestras noches de amor.
Mejoré mi vivienda antes del casamiento. Agrandé la sala de recibo, encalé las paredes del dormitorio y construí dependencias para la servidumbre. Compré sillas, dos alfombras y una ancha alacena. Colgué una araña en el comedor y agregué blandones. En el patio del fondo aún quedaba medio millar de adobes y carradas de piedra para una futura ampliación.
El pedido de mano a don Cristóbal no resultó engorroso porque él separó francamente las aguas. Dijo que me apreciaba como persona, pero que necesitaba asegurarse de que su querida ahijada Isabel no sufriría privaciones después del casamiento. Por lo tanto, no objetaba la unión si yo podía garantizarle que mi patrimonio actual y futuros ingresos serían suficientes. Entendí que debía recorrer este eslabón en más de una entrevista. También entendí que la sombra del visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta revoloteaba como un buitre. Aunque don Cristóbal conocía mi sueldo de 150 pesos, que era un monto respetable, y el ingreso de honorarios extras, demoraba su consentimiento. Durante el proceso yo temí que mi condición de cristiano nuevo fuese un obstáculo difícil de remover. Esta desventaja debía compensarse con dinero. Finalmente llegamos al punto en que se confeccionaría la capitulación. Convocó al notario Corvalán para redactarla. Hacían falta dos testigos: acordamos invitar al capitán Pedro de Valdivia, el visitador Juan Bautista Ureta y el capitán Juan Avendaño. Este último era pariente de doña Sebastiana.