El notario escribió el largo documento, lo leyó en voz alta, hubo asentimiento de miradas y lo firmamos con la misma pluma que nos ofrecía con mano segura y nariz arrogante. Empezaba el texto con la fórmula de que «yo, doctor Francisco Maldonado da Silva, residente en esta ciudad de Santiago de Chile, mediante la gracia y bendición de Dios Nuestro Señor y su bendita y gloriosa Madre, estoy concertado de casarme con doña Isabel Otañez». Seguía: «para ayudar de la dote, me ha prometido el señor doctor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, oidor de esta Real Audiencia, la suma de quinientos sesenta y seis pesos de a ocho reales». De ella, sólo doscientos cincuenta pesos fueron entregados en dinero efectivo y el saldo en ropa, géneros y algunos objetos menores de los cuales el notario Corvalán hizo un morboso detalle: «una ropa de embutido de mujer, valuada en cuarenta y cinco pesos», «seis camisas de mujer con sus pechos labrados, valuadas en cuarenta y cinco pesos», «enaguas de ruan labradas, de ocho pesos», «cuatro sábanas nuevas de ruan, de veinticuatro pesos», «un faldellín de tamanete usado, de ocho pesos», «cuatro paños de mano, de un peso» y así sucesivamente. Don Cristóbal había vencido en la negociación. En el mismo documento se estipulaba que yo hacía una contrapartida de trescientos pesos y me comprometía a incrementar esa suma con otros mil ochocientos para que en caso de que el matrimonio fuera disuelto por muerte u otra razón ese dinero quedara en manos de Isabel. Se añadía que «doy dicha donación por aceptada y legítimamente manifestada» y lo hacía con todos los requisitos necesarios en favor de mi esposa.
Contemplé el perfil de Isabel en la penumbra. Se había dormido y un mechón de cabellos se elevaba rítmicamente con su respiración. Su cuerpo tierno y real me estimulaba. Su sola presencia iluminaba mi vida. Pensando en ella, en nosotros, amplié la casa, compré muebles y repasé los libros de Ruth, Judith, Esther y el Cantar de los Cantares. «Construiré con ella la familia que, andando el tiempo, reparará la que perdí -me decía-. Tendré hijos y gozaré de un entorno incondicional.»
La ceremonia del casamiento se realizó con la austeridad que imponían las circunstancias. Isabel era una cristiana devota y yo respeté debidamente sus sentimientos. Ella ignoraba mi judaísmo y era necesario que jamás se enterase: no cabía el más remoto propósito de hacerla cargar con las definiciones de mi identidad secreta. Esta asimetría era éticamente objetable. Pero -como decía Marcos- aún no encontré la alternativa. Para mantener cierto grado de libertad -¡qué irónico!- tenía que ponerle cadenas a mi libertad: ser concesivo con don Cristóbal, tener cuidado con fray Ureta y ocultamente de por vida ante mi esposa.
Seguía los pasos de mi padre, pero estaba determinado a no ser derrotado como él.
108
Felipa e Isabel volvieron a escribirme. Habían analizado mi propuesta de venir a Chile, recabaron consejo y aceptaban viajar. Se permitieron filtrar una palabra estremecedora: me extrañaban. Expresaron su enhorabuena por mi casamiento y enviaban sus cariños a mi flamante esposa.
Habían empezado a organizar su partida. Isabel debía cobrar deudas y vender algunos bienes de su difunto marido; su hijita Ana saltó de alegría al comunicársele que atravesaría las montañas más altas de la tierra y conocería a su tío Francisco.
Hacia el final de la carta anotaron que habían comprado a la negra Catalina: aún veía bien con su ojo sano, dejaba muy blanca la ropa y guisaba como en su juventud; vendría a Chile con ellas. Luis, en cambio, falleció. En cuatro renglones me informaron que fue detenido cuando intentó otra fuga, acusado de hechicería y condenado a doscientos azotes. Murió antes de cumplirse el número de golpes.
Dejé la carta sobre la mesa y hundí mi rostro entre las manos: ese negro noble no se había resignado a la esclavitud. Evoqué su marcha cómica, sus risotadas de marfil, su coraje, sus sufrimientos. Lo habían matado como a un perro sarnoso. Los verdugos aparecían como guardianes de la ley y la víctima como un despreciable violador. El orden imperante era un desorden que bramaba. La muerte de Luis, contada por mis hermanas como un hecho anodino, me hizo temblar. Pero ¿contra qué?, ¿contra quién?
Pronuncié Kadish [35] por su alma. Las sonoras cadencias podían simbolizar el viento boscoso de su infancia. No fue un cristiano devoto, tampoco fue judío. Creía en dioses absurdos que no se irritarían por mi Kadish. Fue leal a sus raíces. Por eso solamente dios lo iba a premiar o con su misericordia.
¡Mida sus palabras! -se horroriza Alonso de Almeida-. Está hablándole a un calificador del Santo Oficio. ¡Por Dios y la Virgen! Tengo la obligación de reproducir todo lo que usted dice, letra por letra. ¡Salga de su trance diabólico! ¡Apártese de la locura, por su bien!
– No estoy loco.
– Escúcheme -enternece la voz-: el Santo Oficio está esperando que usted se arrepienta y pida misericordia; le otorgará su clemencia. Se la otorgará, le aseguro, porque está en el lugar de Dios.
– ¿De Dios? -Francisco apoya su cabeza contra la pared-. Hay un solo Dios y es clemente, por cierto. Pero no me consta que haya delegado su espacio ni su poder. No consta en ninguna parte. ¡Eso sí es locura!
109
Marcos Brizuela apareció en el hospital. Se interesó por un platero que fracturaron en una riña. Era un mestizo de gran habilidad que le había confeccionado hermosas piezas. Sería una pena que sufriese invalidez porque la ciudad quedaría privada de un gran artista. Conduje a Marcos junto al enfermo, quien se emocionó hasta las lágrimas: su visita implicaba un gran honor. Marcos le entregó una escarcela abultada.
– Que no falten remedios ni comida -dijo.
– Gracias, señor, gracias.
Después caminamos hasta la puerta.
– La sutura evoluciona bien, por ahora -comenté-. No hay signos de infección.
– Me tranquiliza escucharte. Es un alma buena y un talento excepcional.
– Me gustaría conocer las maravillas que te ha fabricado.
Me alejó de la puerta y miró en derredor.
– Te las mostraré pasado mañana a la noche -dijo en voz baja-. He venido a invitarte, precisamente.
– ¿Pasado mañana?
– Vendrás solo, Francisco. Y entrarás con el mayor disimulo.
– Para ver platería…
– Para algo más importante.
Lo miré fijo.
– Para celebrar Pésaj [36] -sonrió.
Le apreté las manos. Mi estremecimiento pasó a su cuerpo. Nos unía una fraterna emoción.
– Pésaj -murmuré.
Esa noche abrí el libro del Éxodo y lo leí de cabo a rabo. No era primavera, como en el hemisferio boreal, sino otoño. El aire apacible contenía la fragancia de los frutos maduros. Una cautelosa frescura rodaba de la puerta a la ventana.
A la noche siguiente me puse ropa limpia sin la precaución de arrugada porque no era sábado y saqué del arcón mi ancha capa negra. Anuncié a Isabel que mis obligaciones me iban a demorar. Besé su boca y sus mejillas tenuemente avivadas con carmín.
En la calle mis zapatos crujieron sobre las hojas caídas. Me arrebujé en la capa e hice el imprescindible rodeo. Me aproximé a la residencia de Marcos por la vereda de enfrente. Cuando me cercioré de que nadie me veía crucé la calzada y pasé de largo. No debía golpear la aldaba, sino rozar mis nudillos sobre la madera. La hoja se abrió un poco. Reconocí al esclavo que hacía de mensajero.
– «Saltear» -pronuncié la contraseña.
La puerta giró lo necesario para que me deslizara al interior. El negro restableció la tranca y me guió hasta la sala de recibo. El patio estaba oscuro, apenas alumbrado por un farol colgado en la galería. La sala también permanecía en penumbras: un candelabro de tres velas permitía reconocer la disposición de los muebles. Daba la sensación de una casa donde sus habitantes se habían ido a dormir. El esclavo me ofreció una silla y desapareció, dejándome solo. Del patio llegaba música de chicharras. Esperé. Las incrustaciones de nácar sobre las decenas de cajoncitos de un bargueño emitían un brillo tenue. Junto a mi silla de roble distinguí un atril con un libro abierto, seguramente traído de un monasterio español. Estiré mis piernas sobre el piso embaldosado con cerámica.
Al rato se abrió la puerta del comedor: la cabeza de Marcos flotaba sobre los conos encendidos del candelabro y pidió que lo siguiera. Entramos en un recinto solitario y oscuro, apenas se recortaban las altas sillas en torno a una mesa. Cruzamos otra puerta de dos hojas; ¿era el dormitorio de su difunta madre? Estaba desorientado. Ni señales de gente. Iluminó el suelo y con la punta del zapato levantó el ángulo de una alfombra de lana negra; tenía cosido en el lado inferior un cordón que penetraba las maderas del piso. Apareció una argolla de hierro. Marcos me entregó el blandón, traccionó con fuerza la argolla y apareció una angosta escalera que bajaba a las profundidades. Me invitó a descender, él lo hizo tras de mí, cerró la tapa y tironeó del cordón que extendía la alfombra. Los pabilos del candelabro esmaltaron las botellas y tinajas de la angosta bodega. El lugar era fresco y acogedor; embriagaba el perfume del vino. Volvió a pasarme el blandón. Apoyó sus manos sobre un estante e hizo presión hasta que se produjo un crujido; después empujó con la mano izquierda y un bloque de botellas empezó a girar. Me golpeó la luz del recinto oculto. Quedé estupefacto.
Sobre la mesa cubierta con mantel ardía un voluminoso candelabro de bronce. A su alrededor permanecían de pie varias personas entre las cuales estaba Dolores Segovia, la esposa de Marcos. De un vistazo capté a todos. Mi corazón se aceleró. A un metro de ella, el matemático bizco que conocí en la tertulia de don Cristóbal hablaba con un hombre de barba cenicienta vestido con una túnica blanca, cinturón gris y un alto báculo; tenía el aspecto de un eremita; nunca lo había visto antes. El último miembro de esta reunión clandestina me obligó a restregarme los ojos. Me observaba desde su hierática corpulencia con blanda y amistosa sonrisa: era el visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta. Mi cerebro estalló: ¡también él es judío!