Abrí mis ropas. Accedí a mi intimidad. Estiré el prepucio que vino conmigo para que yo fuera quien lo amputara en un doloroso gesto de compromiso. Estimé la sensibilidad y reparé mentalmente la técnica quirúrgica: me sentaré sobre un grueso paño que se abultará entre mis piernas para recibir los hilos de sangre y, al alcance de mi mano, estarán los instrumentos, las gasas, el polvo cicatrizante, hilo para eventual ligadura y vendas. Lo haré esta noche.
Reuní lo necesario en mi alcoba, calcé velas nuevas en los candelabros, llené un botellón con agua de zarza y tragué un vaso de pisco. Cerré la puerta con tranca, ruidosamente: equivalía a comunicar que no quería ser molestado. Distribuí el instrumental sobre la mesa y me desnudé. Puse el trapo grueso sobre la silla. Aproximé los candelabros. Todo estaba dispuesto para empezar.
– Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob -murmuré-: hago esto para renovar el Pacto, para sellar mi lealtad a Tí y tu pueblo.
Probé el bisturí con la uña: tenía un filo sin melladuras, como exige el Levítico. Con la izquierda estiré el prepucio. El pulgar de esa mano percibía la turgencia del glande. Apreté el instrumento y seccioné cuidadosamente como un escriba que se esmera en trazar una línea perfecta. La hoja descendía por la herida roja bordeando el límite del pulgar: de esta forma evitaba lastimar mi glande. Sentí un dolor muy agudo, pero mi atención se concentraba en el trabajo quirúrgico. Mis dedos quedaron con el prepucio descolgado, lo deposité en un platito y apliqué sobre mi pene sangrante las gasas mojadas en agua tibia. Del anillo bermellón emergían varios puntos hemorrágicos, pero todos débiles; no cabía una ligadura. Comprimí el pene para que aflorase el glande; no lo conseguí. Tal como lo había previsto, se oponía un trozo de frenillo y la transparente membrana. Elegí una tijera de punta y completé la resección.
Yo estaba perfectamente desdoblado: las quejas del paciente no creaban angustia en el médico, sino afán de excelencia. Más dolía, más me aplicaba en hacerla bien. Con una pinza sostenía la membrana que disecaban los sucesivos golpecitos de tijera. Volví a secar con gasas húmedas. Sangraba muy poco. Arrojé polvo cicatrizante y enrollé el falo con una venda.
– ¡Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob -volví a murmurar-: por este Brit Milá [41] soy un miembro inescindible de Israel. Acéptame en tu grey. Y ampárame. Bebí otro trago de pisco.
Esa noche me desperté a menudo. El escaso dolor certificaba que lo esencial residía en mi espíritu.
Fue la única tempestad del trayecto. No naufragio ni pérdidas humanas. Tampoco ataques de los piratas.
El 22 de julio de 1627 Francisco desembarca en el puerto del Callao. El paisaje familiar le pellizca las entrañas. Viste una túnica áspera y manchada; supone que tiene un aspecto tan lamentable como el mendigo coronado de moscas que había confundido ahí cerca, con su padre, en la explanada, con su padre, cuando pisó por primera vez este sitio.
A pocos metros el capitán del galeón hace entrega formal del reo y sus pertenencias a unos oficiales. Ahora lo separan de Lima los doce kilómetros que recorrió tantas veces cuando era estudiante.
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Pude orinar sin inconvenientes. Sólo molestaba la tensión y un leve prurito, la tumefacción de la ingle también incomodaba. Envolví el pene con venda limpia; ya no sangraba. Tomé mi desayuno de costumbre y fui al hospital. Al mediodía sentí fatiga y regresé para acostarme por unas horas.
La voz de mi hermana en el patio me sugirió la idea. Esa noche -la siguiente de mi circuncisión- la convencí de acompañarme por unos días a los baños que había a unas seis leguas de Santiago. Tanto ella como yo necesitábamos esparcimiento.
Me miró asombrada y repitió sus elogios a mi generosidad, No había que llevar demasiada ropa -le expliqué-: yo no deseaba competir con la fortuna de mi suegro. La invitaba a un recreo sencillo; quería disfrutar con ella y disfrutar de mi familia original. Los baños no se parecían a los famosos de Chuquisaca. No estaban en la remota puna, sino en una planicie verde con el fondo azul de la cordillera. Las aguas eran termales y una familia española se ocupaba de hospedar a las visitas en su modesta alquería. Una pequeña legión de sirvientes se ocupaba de limpiar los pilotones, arreglar los cuartos y servir las comidas.
Llevé los libros, hojas de papel y tinta, y la decisión de hablar descarnadamente con Isabel. Nuestro vínculo no debía seguir atado con hilos finos. La circuncisión, tal como había previsto, aventó mi exceso de cautela.
Una tarde, mientras caminábamos por los umbrosos alrededores, decidí abordar el asunto. Un asunto sensible como una antena de mariposa.
– Isabeclass="underline" nuestro padre…
Ella siguió marchando sin prestarme atención.
– ¿Me escuchas? Nuestro padre…
Rozó mi brazo:
– No quiero saber. No me hables de él, Francisco -bajó la cabeza, bruscamente tensionada.
– ¡Debes saber!
Rechazó enérgicamente con la cabeza.
– Lo acompañé varios años -insistí-. Me dijo cosas importantes.
Sus ojos adquirieron un resplandor trágico. Se parecían terriblemente a los de Aldonza.
– ¿Te dijo que denunció a Juan José Brizuela? -espetó.
– ¿También lo sabes?
– ¿Quién no? -estaba enojada, la evocación le producía un intenso malestar.
– Si lo hizo, fue bajo tortura. Le quemaron los pies, casi quedó paralítico.
– Grande fue su pecado -sentenció.
– No hables así; no eres un familiar del Santo Oficio.
– Por su pecado tuvo que abandonarnos y perdimos a nuestro hermano Diego -empezó a llorar-; y murió nuestra madre.
– No tiene la culpa. Sufrió muchísimo.
– ¿Quién la tiene?, ¿nosotros? -temblaban las comisuras de sus labios y se empañaron sus mejillas.
– El eje del problema no está ahí -le ofrecí mi pañuelo-. Quiero explicarte.
Se sonó. Hizo un movimiento negativo: «no me expliques».
– Isabeclass="underline" necesito tu ayuda -me brotó el niño que anhelaba el abrigo de su madre y me escuché pronunciando palabras dramáticas-: Isabel, de ti dependerá mi vida o mi muerte.
Levantó su mirada vidriosa.
– Estoy muy solo -agregué.
– ¿Solo? -su mano me rozó-. No puedo imaginar… -titubeó afligida-. ¿Te llevas mal con tu mujer?
– Desde que me casé y nació mi hija y vinieron ustedes, pareció que se colmaban mis sueños. Sin embargo, hay en mi espíritu algo más profundo, algo que excede la familia… un fuego.
Lo intuía. Su mano tapó mi boca.
– Dios ha sido clemente con nosotros. Basta, Francisco -le rodaban las lágrimas-. No arruines lo que está bien.
Besé su mano.
– Hermana: no está bien.
– ¿Qué ocurre, entonces?, ¿estás enfermo? -se resistía a leer su intuición.
Nublé las cejas.
– Ah, si fuera eso…
Caminamos en silencio. Ambos nos habíamos tensado como una cuerda de rabel. Necesitaba abrir su mente, quitarle el miedo, descubrirle nuestra pertenencia. Pero ella endurecía sus oídos y quería regresar en seguida.
– Nuestro padre fue reconciliado, pero… -insistí.
– ¿Vuelves a lo mismo?
– …no traicionó su verdadera fe.
– Calla, por Dios -levantó las manos para defenderse de un asalto.
– Siempre fue judío.
Se tapó las orejas.
La abracé.
– Isabel querida. No huyas.
Se encogía.
– ¿Qué es lo que temes? -le acaricié la cabeza, la apoyé contra mi pecho-. Si ya lo sabes.
– ¡No!… -se sacudió espantada.
– Nuestro padre fue un hombre justo -dije-. Fue víctima de los fanáticos.
Se desprendió. Me miró con reproche.
– ¿Por qué me hablas así? ¡Somos hermanos! -dijo.
Me sorprendió.
– ¡Tratas de arrastrarme! -se apartó más, yo era su enemigo.
– Isabeclass="underline" ¿qué dices?
Te encandila el demonio, Francisco. ¡Ten cuidado! -estaba a punto de salir corriendo.
Le atrapé la muñeca.
– Escúchame. Aquí no hay más demonio que los inquisidores. Yo creo en Dios. Y nuestro padre murió pronunciando su inalterable lealtad a Dios.
– ¡Déjame! Te has vuelto loco.
– Me he vuelto plenamente judío, no loco.
Lanzó un grito ahogado. Se tapó de nuevo las orejas. Forcejeó.
– Y quiero compartido contigo, con alguien de mi familia -le sacudí los hombros.
– ¡Déjame, por favor! -su llanto le quitaba fuerzas; volví a abrazarla.
– No tengas miedo. Dios nos ve y nos protege.
– ¡Es horrible! -sus palabras se cortaban-. El Santo Oficio persigue a los judíos… Les quita sus bienes. Los quema -golpeó sus puños contra mi pecho-. iNo piensas en nosotros, en tu esposa, en tu hija!
– A ellas no las quiero involucrar, no tengo derecho.
– ¿Por qué a mí?
– Porque perteneces al pueblo de Israel. Tienes la sangre de Débora, Judith, Ester, María.
– No, no.
– He leído la Biblia varias veces. Escúchame, por favor. Allí dice claramente, insistentemente, que no se deben hacer ni adorar imágenes. Quien así procede, ofende a Dios.
– No es cierto.
– También dice la Biblia que Dios es único y nos quieren imponer que Dios es tres.
– Así dice el Evangelio. Y el Evangelio dice la verdad.
– Ni siquiera lo dice el Evangelio, Isabel. ¡Si por lo menos acataran el Evangelio!