Mañozca ordena al reo que diga lo que calló en la audiencia pasada. ¿Supone este giro la aceptación de un informe anterior como cierto, que lo escuchen con mejor disposición? El resplandor de ángel que existe en cada ser -Francisco se da ánimos-, ¿podría inducirlos a reconocer que su calidad de judío no implica ofensa a Dios? Avanzará más -decide-, para mostrarles que su conducta no es arbitraria, sino obediente de los sagrados mandamientos, como pide la Biblia. Confiesa, entonces, que ha guardado los sábados como festividad porque así lo ordena el libro del Éxodo (recita de memoria los versículos pertinentes) y ha evocado a menudo, para infundirse coraje, el cántico que figura en el capítulo XXX del Deuteronomio (también lo recita de memoria). Los inquisidores teclean los apoyabrazos ante el desfogado reconocimiento del delito que hace este hombre, y están impresionados, además, por su dominio del latín y la Sagrada Escritura. Francisco lee en los rostros secos un asombro apenas esbozado, pero suficiente para mostrarle que ha conseguido atravesar su dura piel. El secretario escribe ansiosamente, resignado a no poder fijar tantas palabras en castellano y latín; se limita a mencionar que con fluidez pronunció el Salmo «que comienza ut quid Deus requilisti in finem y otra oración muy larga que comienza Domine Deus Omnipotens, Deus patrum nostrorum Abraham, Isaac et Jacob» y que recitó «otras muchas oraciones que rezaba con intención de judío».
La audiencia se prolonga hasta que los inquisidores juzgan que el reo ha dejado de aportar nuevos elementos. El alcaide y sus ayudantes acompañan a Francisco rumbo a su angosta prisión, Allí, en la sima asfixiante del encierro, espera durante días, semanas, meses, que lo vuelven a convocar. La puerta sólo se abre para ingresarle la comida o retirar la bacina con excrementos. La quietud y el vacío lo oprimen.
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El Santo Oficio especula con las planicies del tiempo. Aspira a que las horas huecas le consuman la resistencia y apaguen las convicciones. Pero ignora que en oposición a sus designios, como si los hubiese adivinado, Francisco se endereza lentamente y decide organizar sus jornadas con la única actividad que aún no han podido quitarle: el pensamiento. Es, además, su única arma y debe cuidarla con pasión. Los ejercicios de la memoria, la lógica y la retórica deben llenar su vigilia. Además de pronunciar las oraciones y recitar sus queridos Salmos, debe repetir los textos que retiene en su cabeza y ensayar respuestas a difíciles preguntas así como armar provocativos interrogantes para desarticular los asertos dogmáticos. Constituye dentro de sí el diálogo que le retacean. Se pregunta, se responde, se refuta, se vuelve a preguntar. Por cada audiencia que alguna vez volverán a concederle, en su espíritu tienen lugar no menos de cien.
Los inquisidores, mientras, atienden otros asuntos: deben enjuiciar casos de idolatría, problemas con la autoridad civil y dolorosos conflictos de jurisdicción con la autoridad eclesiástica. Diariamente aparecen complicaciones financieras o de protocolo. Se amontonan blasfemias, visionarios peligrosísimos, bigamia, supersticiones variadas y, para colmo de males, delitos del mismo clero (seducción en el confesionario, celebración de la misa por quienes no son sacerdotes ordenados, casos de frailes que han contraído matrimonio y frecuentes amancebamientos).
Andrés Juan Gaitán no está tranquilo. Ese judío -masculla- que no sólo reconoce su sangre infecta, sino que la reivindica, es un oponente que le causa mucha irritación. Contrariamente a los otros reos que desfilan en las audiencias, no parece dispuesto a pedir misericordia porque no se reconoce culpable. Ha presentado su falta como un mérito. Y lo ha hecho con abundancia de citas favorables a su errada convicción. Está encadenado, no puede salir ni comunicarse, es casi un muerto. No obstante, se ha expresado como si eso no existiese, como si no enfrentase a un Tribunal que puede condenarlo rápidamente a la hoguera. ¿Qué pretende con su actitud reivindicatoria? ¿No sabe acaso que en las cárceles secretas se puede hacer llorar las piedras? ¿No se lo dijo su padre? Su padre se quebró, habló y denunció. Ofreció muestras de arrepentimiento, se le aceptó en reconciliación y se le impuso una condena leve, demasiado leve (por eso retornó a los asquerosos ritos). El Tribunal fue ingenuo en esa oportunidad. Olvidó que, para cumplir con brillo su misión, debe ser siempre algo más exigente de lo que propone la equilibrada lógica. Para que haya orden y reinen Cristo y la Iglesia, más importante que la justicia es la victoria, más importante que la verdad es el poder.
Gaitán no modificaría esta posición ni aunque se lo rogara la Suprema. La historia del Santo Oficio demuestra cómo fue preciso endurecer cada vez más la respuesta a las agresiones del diablo. Hace poco discutió el tema con Antonio Castro del Castillo, que aún sueña con los resultados de la mano blanda. Es cierto que las primeras leyes contra los herejes no incluyeron la pena capital; debe tenerse en cuenta que entonces no se sabía que eran tan pertinaces y malignos. La Iglesia dejó pasar más de mil años sin castigados debidamente y ha demostrado con ello tener una paciencia a la medida de su enorme estatura. Pero también ha comprobado que la tolerancia no lleva al buen carriclass="underline" al contrario, aumenta las ventajas del Anticristo. Recién el papa Gregorio IX (de inmarcesible memoria), en el siglo XIII, creó la Inquisición Delegada [43] y admitió el principio de la represión violenta para enfrentar las herejías. La bula Ad extirpanda de Inocencio II, publicada en el año 1252 de Nuestro Señor -confirmada por sucesivos pontífices-, rompe la tradición canóniga que imperaba desde los bondadosos Apóstoles y establece la legalidad de la tortura. Esta sabia disposición no se impuso fácilmente, para mal de la Iglesia. Ni aun ahora, que arden hogueras en Europa y América, se golpea con suficiente energía. Por eso un hombre como Diego Núñez da Silva -sigue mascullando Gaitán- ha retornado a la ley de Moisés y su hijo (confundido por la tibieza de la pena) tiene la insolencia de proclamar en las narices del Tribunal que es y quiere ser judío.
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A los negros que traen la comida les llama la atención que el prisionero mantenga fijos sus ojos en la pared como si leyese un texto. Cuando percibe su presencia gira la cabeza; entonces recibe el cazo humeante.
– Está prohibido leer -le recuerdan a pesar de que no permiten el ingreso de un libro ni un cuaderno.
Francisco asiente mientras acerca la cuchara a su boca. Un esclavo se aproxima a la pared donde se supone que están grabadas las oraciones; no descubre signo alguno y pasa los dedos para convencerse de que la vista no lo engaña. Después contempla al prisionero que sorbe lentamente el guiso y tiene la capacidad mágica de captar lo invisible.
– Está prohibido leer -repite-, pero puede pedir otras cosas -en su tono hay respeto.
Francisco eleva las cejas.
– Otra comida, otra frazada, otra silla -dice el negro abriendo las manos.
Francisco vacía el recipiente; por primera vez no se han retirado en seguida: están fascinados.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunta a uno.
– Pablo.
– ¿Y tú?
– Simón.
– Pablo y Simón -les dice con chata expectativa-: quiero pedir otra cosa.
– Pida.
– Ver al alcaide.
– Puede -le sonríen.
Francisco observa su presurosa partida. Cierran la puerta con llave y con tranca.
Esa tarde vuelve a elevarse la tranca y girar la llave. Cruje la puerta e ingresa el alcaide con un negro cubriéndole las espaldas.
– ¿Qué sucede?
Duda si solicitado a quemarropa. Han transcurrido jornadas de pesado silencio. Ha recitado de memoria libros enteros de la Biblia y evocado una buena parte de su biblioteca. Lo ha hecho demasiado de prisa para que no lo sofoque la soledad. El alcaide es imperturbablemente hosco y lo mira con reproche. Su función de carcelero, sin embargo, le obliga a responder los llamados. Parece más petiso y barrigón que la primera vez.
– Necesito hablar con los inquisidores.
– ¿Otra audiencia? -se extraña.
A los pocos días le ordenan vestir el sayal frailesco, engrillan sus extremidades y lo conducen al sombrío salón. Uno de los inquisidores indica al secretario que anote el carácter voluntario de la audiencia. Después clavan sus pupilas en Francisco, que ha ensayado su discurso, quiere conmoverles el alma, sacados de su hostilidad de granito. Es menos que David y ellos son más que Goliat; no pretende vencerlos, sino humanizados.
– Soy judío por dentro y por fuera -les dice con transparencia suicida-, antes sólo por dentro. Seguramente ustedes aprecian mi decisión de no ocultarme tras una máscara -calla unos segundos, evalúa el calibre de las palabras que pronunciará ahora-. Al decir la verdad he puesto en riesgo mi vida, tal vez ya me he condenado a morir, pero siento una profunda tranquilidad interior. Sólo quien ha tenido que sobrellevar una identidad doble y ocultar durante años, con miedo y vergüenza, la que considera auténtica, sabe cuánto se sufre. No sólo es una carga sino un garfio que muerde hasta en los sueños.
– Es malo mentir, por cierto -dice Juan de Mañozca en tono helado-. Y peor cuando se miente por ocultar la apostasía.
A Francisco le brillan los ojos como si la dureza del inquisidor le hiciera saltar lágrimas.
– No he mentido para ocultar la apostasía, sino para ocultar mi fe -eleva involuntariamente la voz-. Para ocultar a mis antepasados, mi corazón, para ocultarme a mí mismo como si yo y mis sentimientos y mis convicciones y mis preferencias nada valiesen.