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La acusación formal contra Maldonado da Silva es una pieza de cincuenta y cinco capítulos en la que han trabajo consultores y abogados del Santo Oficio bajo la supervisión del fiscal y los inquisidores. Han satisfecho a conciencia su deber de construir una catapulta formidable.

Lo convocan al oscuro salón, engrillado como siempre. Después de la lectura general, el secretario procede a repasar punto por punto para que el reo confirme la verdad de su contenido. Se le ordena de nuevo, como es norma, jurar por la cruz, lo cual suena a testarudez en la cápsula meditativa de la prisión. Lamentablemente, el reo es un reptil irracional que aún insiste en prestar juramento por el Dios de Israel.

¿Qué misterioso fluido circula en la sangre de este descarriado que no se alebrona bajo la andanada de cascotes que le arroja la acusación? Acepta todos los capítulos y reconoce todas las imputaciones como si fuesen medallas. ¿Es que tiene la expectativa de recibir un auxilio sobrenatural? Los jueces se estremecen -de indignación, de sorpresa- cuando este endriago no considera suficientes los cincuenta y cinco estampidos, sino que añade otra insolencia: informa que durante la quietud carcelaria compuso en su mente varias oraciones en verso latino y un romance en honor a la ley del Eterno. Les comunica, además, que en el pasado mes de septiembre cumplió con el ayuno de Iom Kipur para que le fueran perdonadas sus faltas.

El edificio de la Inquisición reprime un bufido. Esta mosca, esta basura que enviarán a retorcerse en el fuego no da muestras de arrepentimiento. Se le anuncia, sin embargo, que la legalidad del procedimiento impone brindarle una defensa que estará a cargo de abogados.

– ¿Quién los designa? -Francisco aún se permite ironizar.

No le contestan. La audiencia ha concluido. El prisionero aún habla: que sean personas doctas, solicita.

Castro del Castillo, de pie ante su silla abacial, observa al secretario que también anota este pedido. El reo agrega:

– Para que sepan aclarar mis dudas.

Gaitán y Mañozca cruzan una mirada: entienden en el acto que esa frase es el primer indicio de sensatez que alumbra al reo desde que lo arrestaron. Casi sonríen.

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Pero el arrepentimiento que exigen los inquisidores todavía no despunta en Francisco. Su resistencia es como una cuerda que se ovilla y pierde en una zona fabulosa, nutrida por sentimientos que se explicitan en forma distorsionada e insuficiente. Francisco es una partícula que apenas se distingue de la nada: sabe que su boca puede ser amordazada, sus manos paralizadas, su cuerpo destrozado sangrientamente, sus restos inhumados en la misma cárcel y su nombre olvidado. No obstante, conserva una llama que no se extingue. ¿Qué espera conseguir esa llama? ¿Sueña acaso doblegar la intransigencia de los inquisidores?, ¿obtener la aceptación de sus derechos? «Seguramente no obtendré ningún fruto tangible», reconoce en la espesa oscuridad. Pero no se da por vencido porque existe un área donde no podrán derrotarlo. Una fuerza apenas visible lo sostiene y alienta: es una energía parecida a la que bulle en locos y santos.

La primera noche de mazmorra le aportó un dato inverosímil. Las ratas habían estado haciendo ruidos familiares al precipitarse por los tirantes del techo, pero entre su desparramo se diferenciaban golpes de otro tipo, que no llamaron su atención al comienzo. Francisco estaba emocionado por el reencuentro con Lima y la atención de la hechicera María Martínez, nauseoso por la entrevista con el alcaide e impresionado fuertemente por su primera audiencia con el hosco Tribunal. A la hora se preguntó qué eran esos impactos secos y rítmicos como los de una música africana. ¿Un negro se divertía raspando los dientes de una quijada como solía hacerlo el bueno de Luis mientras Catalina ondulaba hombros y caderas? Lo venció el sopor. A la noche siguiente, cuando se alejaron los guardias y estalló la zarabanda de los roedores, también se reiniciaron los ritmos. Francisco pronto se corrigió: no eran ritmos, sino agrupaciones de impactos separados por un breve silencio: toc-toc-toc. Puños o palmas o el un cascote contra el muro, llamadas de los prisioneros. «¿Intentan comunicarse conmigo?» Sintió el júbilo de la solidaridad. Entonces respondió una, dos, tres veces. Los otros ruidos cesaron y hasta parecía que las ratas levantaron sus orejas para enterarse. Aguardó las respuestas que no tardaron en llegar. Pero recibió una andanada de golpes separados entre sí por sorpresivas pausas. ¿Qué significan las pausas?, ¿qué las series? «¡Es una clave!» Los prisioneros se transmiten mensajes con este método: no pueden verse, hablarse ni escribirse, pero sí utilizar las vibraciones del aire. En la remota Ibatín había jugado con Diego a golpear suavemente los muros imitando palabras y canciones. ¿Qué simbolizan los agrupamientos? ¿A qué se refiere un golpe, a qué dos, a qué cinco?

– Durante años intenté descifrar el alfabeto de las estrellas y de las luciérnagas -se exalta Francisco-: no imaginé entonces que el Señor me había prodigado un presentimiento de otro sistema que no se compone con la luz de los espacios abiertos, sino con las vibraciones transmitidas por los muros de una cárcel.

Los golpes eran un alfabeto, pues, y debía aprender a leer y escribir en su clave como lo hizo con el latín y el castellano. Si de eso se trata, un impacto equivale a la letra a, dos a la b y así sucesivamente. Enciende un pabilo y presta atención a los golpes. Descubre un huesito de polio, se sienta en el piso de tierra y empieza a trazar breves rayas con cada serie. Después las cuenta y traduce a las letras correspondientes para formar palabras. Es difíciclass="underline" algunas letras como la S, T, V, requieren muchos golpes y equivoca la cuenta. Debe ejercitarse. Tampoco aprendió a leer y escribir castellano en un solo día. Se dispone a contestar. Vierte su nombre a la clave y, lentamente, transmite al tenebroso laberinto su primer mensaje. Los sombríos muros difunden las tres palabras Francisco-Maldonado-Silva. Esa noche decenas de hombres y mujeres toman nota de su cautiverio.

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El reo tiene un «abogado defensor», aunque tal título es un equívoco porque su tarea consiste en ayudar al reo… para que triunfe la fe. Es un funcionario de la Inquisición que se pone al lado de la víctima sólo cuando puede señalar algún esporádico error de procedimiento jurídico: su objetivo primordial es convencerlo de someterse cuanto antes. En este sentido, es el abogado de la religión verdadera, no de sus impugnadores, obviamente. Sin embargo, cada prisionero lo recibe con un puñado de esperanzas, como a un amigo, y le confía sus angustias.

En la prisión de Francisco se celebran ocho sesiones con el abogado defensor que le ha designado el Tribunal. Es un fraile de robusta complexión y voz sonora, mejor constituido para la guerra física que para los enredos de la jurisprudencia. A las víctimas les causa una impresión fuerte porque aparece como el aliado ideaclass="underline" potente, sabio y afectuoso. Sus expresiones refuerzan esta imagen y los acusados lloran al recibido, le ruegan consejo y se avienen a obedecer sus indicaciones. Francisco no escapa a la ilusión y también le entrega su historia y sus temores. En realidad no ha hecho otra cosa desde que lo arrestaron: siempre repite su verdad desnuda y molesta. El abogado le promete mejorar su situación y reducir el tremendo peso de la condena en marcha si Francisco abjura de sus creencias. Francisco le formula a su vez muchas preguntas que el abogado prefiere marginar cuando tocan aspectos teológicos y morales: su misión -insiste- se limita a brindarle ayuda concreta y rápida.

– Pero depende de usted -concluye-. Depende de su abjuración.

En una oportunidad, Francisco le confía que traicionar su conciencia por algunos beneficios le suena a soborno. En otra le dice algo peor:

– Si abjuro, dejaría de ser yo mismo.

El abogado informa leal y puntualmente a los jueces. Mañozca y Castro del Castillo consideran que Maldonado da Silva es un hombre ilustrado y deben acceder a su pedido de confrontar con personas eruditas para enmendarlo del error.

– El reo no desea enmendarse porque ha mostrado el orgullo de los obstinados -replica Gaitán.

Mañozca deja pasar unos segundos y argumenta:

– Debemos predicar en el nivel de cada alma, y el alma de este hombre necesita argumentos fuertes, desarrollados por eruditos.

– Ni los eruditos ni el abogado defensor -Gaitán lo mira con dureza- conseguirán doblegarlo con argumentos y, menos aún, en una controversia: es tan polemista como Lucifer.

Castro del Castillo interviene entonces.

– ¿Lo considera usted -dice con inocultable ironía- tan perspicaz como Lucifer para atribuirle la victoria de una controversia que aún no se ha llevado a cabo?

Gaitán le devuelve una mirada iracunda:

– No se trata de perspicacia -explica-, sino de diabólico talento y capricho.

– El talento y capricho diabólicos se quiebran con la luz del Señor -insiste Mañozca.

Gaitán junta las manos delante de su nariz.

– No se somete al diablo -gotea sus palabras como plomo fundido- haciéndole concesiones…

Mañozca y Castro del Castillo se mueven molestos.

– No es una «concesión» haberle permitido jurar por el Dios de Israel o tener como calificadores a gente erudita -Mañozca habla también en nombre de su colega.

La discusión termina en absoluto secreto: el Tribunal no debe mostrar resquebrajaduras.

Se convoca entonces a personalidades de reconocida formación teológica para que analicen las dudas del reo en presencia de los inquisidores. La decisión recae en cuatro eminencias: Luis de Bilbao, Alonso Briceño, Andrés Hernández y Pedro Ortega [44].

Francisco Maldonado da Silva es conducido por el alcaide y dos negros -igual que siempre- a la augusta sala de audiencias. Le ponen el escabel tras las rodillas y el cadavérico secretario repite la ceremonia de acomodar milimétricamente los útiles de su escribanía. Ingresan los cuatro eruditos vistiendo los hábitos de sus respectivas órdenes y se instalan ante las sillas que se habían dispuesto para ellos, dos a la derecha y dos a la izquierda de Francisco. Tras otro minuto de espera chirría la puerta lateral y el reciento se tensa con la aparición de la breve fila de inquisidores que marchan con su característica majestad hacia la alta tarima, hacen la señal de la cruz, oran en voz baja. Los imitan los eruditos y después el alcaide tironea el brazo del reo para que se siente.

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[44] Los cuatro calificadores que escogió el Tribunal eran joyas del Virreinato. El jesuita Andrés Hernández fue autor de un Tratado de Teología en cuatro volúmenes. Andrés de Bilbao «fue uno de los mayores hombres que en su tiempo gozó el Perú», aseguraba el cronista de la orden dominicana. El doctor Pedro Ortega fue rector de la Universidad y autor del Teatro histórico de la Iglesia de Arequipa. Alonso Briceño ganó la cátedra de filosofía y enseñó con tanto brillo que se lo llamaba «el segundo Escoto»; años más tarde fue despachado a Roma con plenos poderes para gestionar la canonización de San Francisco Solano.