– ¿Por qué… por qué nos vamos? Esto es una huida.
Aldonza le secó las mejillas, dulcemente, y le cerraba los labios.
A Francisco le irritó la falta de seso de su hermana. Y le irritó su falta de interés por la legendaria ciudad de sus antepasados. Al mismo tiempo, comprendía que ella tenía razón, que dejaban para siempre Ibatín y que lo hacían con demasiado apuro. Se le anudó la garganta.
Felipa también se puso a llorar. El único que permanecía calmo era Diego. ¿Qué sabía Diego? Desde su accidente empezó a mantener largas charlas con el padre; lo acompañaba en sus recorridas médicas; de noche leían juntos en el cuarto privado. ¿Qué sabía, pues, Diego?
– ¿Por qué no nos vamos con el próximo convoy? -Francisco pretendió ofrecer la propuesta que aliviaría a todos.
El padre no respondió frontal mente y pidió que trajesen más guisado. Francisco se sintió ofendido por la escasa atención que otorgaba a su sugerencia. Solicitó la ayuda de Aldonza con los ojos, pero ella no dijo una frase en ese almuerzo. Con su habitual sumisión, acataba y reproducía la voluntad de su marido. A las objeciones las sepultaba en su pecho. Y ya tenía muchas, ahítas de dolor.
La siesta fue breve e incómoda. El desorden ya había invadido todos los meandros. Los acontecimientos rodaban. Lastimaban. Francisco aprendió desde esa tierna edad que se puede mover una familia y su patrimonio íntegro en una jornada, así como despedirse del vecindario, departir explicaciones para calmar su curiosidad infinita y contratar un albacea para que se encargase de cobrar el dinero que adeudaban a su padre. Este precoz ejercicio -vivido entonces con inocencia- le fue útil años después, cuando tuvo que huir de Lima y de Santiago de Chile con la amenaza pisándole los talones.
Al atardecer llegó una carreta. Se instaló ante la puerta de calle. Sobre las gigantescas ruedas se elevaba la impresionante caja revestida de cuero. Un par de bueyes uncidos al yugo hacían resonar los trompetazos de sus hocicos. Varios peones se acoplaron a la servidumbre y empezó el desfile de arcas y muebles que fue engullendo esa ballena de los caminos. Aldonza, con indisimulable tensión, imploraba que levantasen con cuidado ese escritorio y depositasen con dulzura aquel cofre, que no golpearan los bordes torneados del armario y ataran bien los apoyabrazos de unas sillas. Varias mesas, calderas, almohadones, recuerdos, frazadas, ollas, camas, jergones, ropa, candelabros, alfombras, lágrimas, bacinillas, petacas y vasijas caminaron aceleradamente desde el interior de la casa al interior de la carreta.
Los cuartos quedaron vacíos y lóbregos. La voz resonaba triste en su interior. Francisco habló con el eco, ese nuevo e invisible habitante que en seguida se instaló en cada uno de los aposentos. Unas cuantas velas desparramadas iluminaron la última noche en la que nadie dormiría porque no quedaban en el piso ni las esteras de junco. El padre se ocupó de apagarlas una por una, como si concluyera una ceremonia. La casa era un muerto que abandonaban respetuosamente, y con una indefinible opresión.
Cuando lados parecían dormir (nadie dormía), don Diego salió al patio. A través de la fronda descendía una tenue luminosidad. Permaneció quieto en medio de sus queridos naranjos, mirando hacia sus ramas, sus escondidos frutos y su lenta respiración. Formaban un toldo vegetal enigmático a través de cuyo tejido parpadeaban estrellas. Se concentró en una muy brillante. Y le confió sus temores. Después pronunció, en voz muy baja, salmos que elogian la belleza de la noche y el perfume de las plantas. Por último, confió a la atenta estrella su deseo de volver: había soñado instalarse aquí para siempre. No era, por lo visto, la voluntad del Señor. Caminó hacia uno de los árboles y apoyó su espalda. Se inmovilizó para absorber la humedad. Llevó hacia su sangre las hojas y las ramas, el aroma y la frescura, como si trasladase un templo de materia a su espíritu, para hacerla portátil. Rogó a Dios que no lo atrapasen en el camino.
Debían partir antes del amanecer. La luna aún espolvoreaba sal sobre los techos. Diego Núñez da Silva regresó a los cuartos desnudos y fue pronunciando con suavidad los nombres de Aldonza, Diego, Isabel, Felipa, Francisco. Los esclavos Luis y Catalina no necesitaban ser convocados: ya estaban listos, con los últimos bultos sobre la cabeza.
Hubo una penosa resistencia final de Isabel y Felipa: se prendieron a la jamba de una puerta y, llorando, cabizbajas, encogidas, insistieron en quedarse. Por último treparon al vientre oscuro de la carreta por una escalerilla instalada en la abertura posterior. Francisco avanzó con curiosidad sobre el piso apenas iluminado por una linterna colgante. Varios jergones se distribuían a lo largo del colosal tubo. A los lados se elevaban estacas de madera sobre las que iba cosido un entramado cubierto de cueros. El lecho estaba constituido por arcos de madera más flexible que formaban una estructura ovalada sobre cuyo exterior debía resbalar la lluvia. El enorme cilindro parecía una reducida nave de iglesia suspendida en el aire. Le dio sensación de abrigo, quizá de asfixia. Buscó dónde instalarse, entre los blandos bultos y las personas. Prefirió adelante, para ver el camino. Tropezó con una pila de mantas y unas piernas.
Asombro y alegría se condensaron: el hombre estaba apoyado contra una estaca. Lo distinguió en la penumbra, gracias al trozo de mejilla que le iluminaba la linterna.
– ¡Fray Isidro! ¿Qué hace aquí?
El sacerdote recogió sus piernas para que el niño siguiera avanzando. Pero Francisco decidió sentarse a su lado.
Don Diego controló la presencia de toda su familia pronunciando otra vez los nombres y esforzándose por vedas a través de la oscuridad. También preguntó por los esclavos. Aldonza distribuyó mantas. La carreta se puso en movimiento con una sacudida. Chirrió el eje y crujieron los tirantes. La caja se bamboleó espasmódicamente hasta que fue adquiriendo un ritmo singular, lento, como el de un barco fantástico. Cruzaron la plaza mayor. Estaba desierta. La iglesia y el Cabildo enfrentados resplandecían como espectros. Los bueyes avanzaron entonces hacia el Este y después torcieron hacia el Sur. Recorrieron el barrio de los artesanos: los talleres eran sepulcros. Tampoco se distinguía la fronda de los nogales que indicaban el comienzo de la propiedad de don Graneros y su próspera fábrica de carretas. Francisco no alcanzó a despedirse de Lucas, pero lo hizo Diego. Los largos muros de adobe se fueron espaciando. Llegaron a la explanada sur, donde se distinguían las sombras de muchas carretas encolumnadas. Tropillas de mulas, burros y caballos eran adheridas al convoy. Algunos oficiales controlaban documentos. El licenciado Núñez da Silva ordenó a su familia que permaneciese quieta en el vehículo, tapada por las sombras. Esa noche, felizmente, los oficiales no se interesaban en los pasajeros, sino en los equipajes y mercaderías. Prestaron atención a la carreta siguiente, donde se apilaban sus muebles y arcones. Después se alejaron.
Al cabo de una media hora sobrevinieron nuevas sacudidas. Empezaba el viaje en serio. La caravana cruzó la empalizada de Ibatín. El campo estaba cubierto por una fina lámina plateada. La brisa del espacio abierto estremecía con remotos perfumes de libertad. Se alejaban de un inminente peligro. Se alejaban apenas. El largo brazo de la Inquisición ya les rozaba la nuca. Francisco regresó a su sitio. El rítmico bamboleo lo adormeció. Pudo oír algo respecto de la amenaza de unos pumas [10].
10
La mañana progresivamente alta deshizo el fresco de la noche. Mantas, chales, jubones y chaquetas se apartaron como estorbos. Un incipiente sudor esmaltaba el anca de los bueyes. El peón que los conducía, instalado bajo el techo delantero sobre una petaca en la que amontonaba sus pilchas, los miraba moverse como quien mira el movimiento de los árboles. Don Diego revisó su arcabuz y lo acomodó entre las piernas. Intuía algún peligro, aunque no deseaba hablar de él. Dijo:
– Por aquí se va hacia la Ciudad de los Césares.
Iba a contar algo más, pero se interrumpió para estirar su oreja hacia los quejidos de las estacas.
– ¿Cómo es la Ciudad de los Césares? -preguntó Francisco mientras cruzaba las piernas.
– Dicen que sus calles están empedradas de oro -se distendió su padre, pero sin separarse del arcabuz-. Todas las viviendas son palacios. Sus habitantes han desarrollado el arte de la agricultura y saborean las mejores hortalizas y frutos.
– ¿Queda muy lejos?
– Nadie pudo llegar -aclaró fray Isidro Miranda.
– ¿Tan lejos queda?
– Tal vez sus habitantes consiguen despistar a los exploradores -conjeturó don Diego-; tal vez pasamos muy cerca sin advertirlo. ¿Quién sabe? Ciertas tribus que se benefician con su protección se encargan de instalar pistas equivocadas. Y cuando alguien se acerca demasiado, lo asaltan y asesinan.
– Me gustaría llegar a la Ciudad de los Césares -confesó Francisco.
– ¿Cuándo paramos a descansar? -preguntó Felipa.
– A las diez.
El convoy enfilaba hacia un bosquecillo. Se habían apartado bastante de la cadena montañosa. Ya podían apreciar su majestad. En la base, borrosa, se intuía el caserío de Ibatín. La jungla era una lejana franja negra con manchones morados. Allí quedó agazapado el peligro de la naturaleza, los calchaquíes y la Inquisición.
De vez en cuando el médico y el fraile intercambiaban gestos preocupados. El implacable Antonio Luque no se daría por satisfecho con la desaparición de los sospechosos. Ya había hecho perseguir y arrestar en la pequeña y remota Rioja al judaizante Antonio Trelles. Era probable que hiciera lo mismo con ellos.
Los postillones marcaron una circunferencia y los bueyes abandonaron el camino para obedecer esta conocida invitación. Estaban manifiestamente cansados. Empujaron las carretas hasta formar un rodeo. Mientras los viajeros se desperezaban en tierra, unos peones desengancharon el pértigo de la recalentada carreta. Los bueyes fueron desuncidos y agrupados para que comieran y bebieran. Otros peones se encargaron de las tropillas de burros, mulas y caballos. La pausa se extendería hasta las cuatro de la tarde. Éstas eran las seis horas de máxima temperatura: los bueyes soportaban cualquier otra penuria (sed, hambre, lluvia, oscuridad y ríos crecidos), pero no el calor.
La carreta de los Núñez da Silva fue estacionada junto a la que transportaba sus pertenencias. Treparon dos peones y acomodaron travesaños de un techo al otro. Sobre esta armazón provisoria tendieron cueros hasta que se completó un perfecto quincho bajo el cual gozarían de sombra y ventilación. Ahí podían comer y luego dormir la siesta. En el centro del rodeo encendieron un fogón para asar y guisar. Los negros, indios, mulatos y mestizos de estas travesías estaban bien programados y desarrollaban una secuencia eficaz. Cuando los pasajeros terminaron de acomodarse, ya habían carneado una res e instalado la caldera. Se aprovechaba el sebo del animal para untar las mazas y proteger sus ejes. Pronto se expandió la fragante nube de carne asada.