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– Está bien -concede el Tribunal.

Francisco, mientras tanto, queda sin Biblia ni papel ni tinta ni pluma. El aislamiento de la prisión, que resultó fecundo mientras escribía, vuelve a mostrar el horror de pozo estéril. Se esfuerza por mantener viva la segmentación de sus jornadas con las oraciones y la evocación de sus queridos libros. Durante horas se comunica con los hermanos en desgracia mediante la ruidosa clave: ha ganado maestría y ya no necesita contar para reconocer cinco, ocho, diez o quince golpes seguidos porque de inmediato surgen las letras equivalentes. Intercambian nombres, delitos, preguntas sobre familias. Cada mensaje es construido afanosamente, como si su correcta emisión pudiera devolverles la libertad.

Reconoce por sutiles variaciones en la forma de abrir la puerta cuándo sus carceleros van a modificar la sofocante rutina. Traen los grillos, la larga cadena y le ordenan vestir el hábito de las audiencias. Otra vez el túnel, peldaños, puertas, laberínticos corredores y la oscura sala con su invariable decoración. ¿Van a responder a la pólvora de sus reflexiones? Aparecen los cuatro eruditos. Uno de ellos, el jesuita Andrés Hernández, no le saca los ojos de encima; son ojos tiernos. Desfilan los tres jueces hacia la tarima, hacen la señal de la cruz, oran y se sientan. Los teólogos se pasan los pliegos de Francisco -que ya han leído hasta la náusea- y responden de uno en uno poniéndose de pie, cada pregunta, idea e insulto. Lo hacen con voz amistosa y apelan de continuo al respaldo de la Sagrada Escritura. El atrevimiento de muchos párrafos les ha convulsionado la inteligencia y los cuatro han invertido más horas de las previstas para montar el arsenal de la necesaria victoria. Esos pliegos emiten un resplandor temible y sus ideas deben ser demolidas implacablemente, como los bloques de una fortaleza embrujada. El secretario anota las magníficas respuestas por espacio de más de dos horas. Francisco escucha, contrasta, reconoce verdades y hábiles rodeos. No le está permitido hablar.

Los inquisidores agradecen la caudalosa luz que han derramado los eruditos y preguntan al reo si han quedado satisfechas sus dudas, Francisco estira los pliegues del sayal y, levantando la mirada, responde que no.

Lo mandan de vuelta a su mazmorra. La sala trepida cólera. En el lúgubre camino el alcaide lo reprende, le tironea la cadena, le zarandea el brazo.

– ¡Usted es un imbécil! ¿No le alcanzan todos esos argumentos? ¡Han trabajado para usted los hombres más ilustres del Virreinato!

Francisco mira los ladrillos pulidos del suelo para no enredar sus pies en la larga cadena.

– ¡Ya es hora de pedir clemencia! -sigue el alcaide-. ¿Quiere ser quemado vivo?

El reo no contesta.

– Le aseguro -la voz del alcaide se quiebra-, le aseguro que usted me ha impresionado. Por eso, por su bien, le aconsejo que no siga pertinaz, hombre. Pida clemencia, llore, arrepiéntase. Está a tiempo todavía.

Francisco se detiene y gira hacia el robusto y petiso carcelero. Sus ojos inflamados parpadean porque hace mucho que no recibe una muestra de estima. Murmura: «gracias».

130

Ignora Francisco que los inquisidores y los teólogos han quedado tan molestos que celebran discusiones sobre el curso de acción que merece su juicio. Andrés Juan Gaitán demuestra a Castro del Castillo y Mañozca que se han equivocado: para ciertos reos la benevolencia es contraproducente; hombres altivos como Maldonado da Silva sólo razonan cuando se les desgarran las articulaciones o se les quema el espíritu. Los teólogos, en cambio, preguntan en qué ha fallado el estilo de sus disertaciones. El jesuita Andrés Hernández, que dedica varias horas diarias a su voluminoso Tratado de Teología, sugiere mantener una discusión personal con el reo en la intimidad de su calabozo.

– Lo confunde el pecado de soberbia -explica piadosamente- y no puede arrepentirse en público: una distendida conversación a solas, en cambio, quebrará su testarudez.

Los inquisidores tardan semanas en acceder a esta solicitud, pero bajo la condición de que Hernández vaya acompañado por otro padre de la Compañía que oficie de testigo y, eventualmente, lo auxilie ante inesperados sofismas.

Los negros renuevan la dotación de velas y llenan la jarra de agua. Francisco es invitado a incorporarse en su duro lecho. Ingresan dos sacerdotes.

– Soy Andrés Hernández -le recuerda.

– Soy Diego Santisteban -se presenta el segundo.

Francisco dibuja una sonrisa triste.

– Supongo que yo no necesito presentación.

Hernández lo invita a ocupar una silla junto a la mesa. Su mirada dulce inicia una conversación que no tiene la severidad de una controversia.

– No he venido a polemizar -dice-, sino a traerle alivio. Quizá me ha visto en Córdoba, décadas atrás, porque fui a esa ciudad para asistir al obispo Trejo y Sanabria en sus grandes proyectos.

A Francisco lo recorre una remezón.

– ¿Qué fue de ese abnegado obispo? -pregunta.

Hernández le cuenta que el incansable Trejo y Sanabria se sentía viejo por entonces. A los cincuenta años se lanzó a su último viaje pastoral y lo trajeron de regreso con la salud definitivamente quebrada. Murió en vísperas de Navidad. Hernández sabe que ese santo prelado suministró a Francisco el sacramento de la confirmación.

– Usted regocijó al obispo -dice.

Hernández vierte agua en las jarras y ofrece una al prisionero. Poco a poco se desliza hacia la sólida educación recibida por Francisco.

– El caudal de sus conocimientos y los efectos de la gracia sacramental tienen que haber formado en usted un rico jardín interior. Un jardín -el jesuita se ayuda con las manos- clausurado por ríos infranqueables como los del Edén, como las paredes de esta celda.

Insiste en que en el alma de Francisco existe y florece un jardín grato al Señor; es necesario llegar de nuevo a él, inhalar su perfume, acariciar sus frutos. Y para ello cruzar los ríos aunque duela.

– Entonces también caerán los muros de esta celda. La luz, la libertad y la alegría lo inundarán -le brilla el rostro exaltado.

Francisco esboza una sonrisa para agradecer.

– En mi interior, efectivamente, existe un jardín grato al Eterno -mueve la cabeza-, pero se nutre de otras fuentes. Sería inútil abrirlo y mostrado porque, a pesar de su buena voluntad, padre, la ceguera también existe para el entendimiento. Sólo Dios conoce mi jardín y lo cuidará hasta que llegue la muerte.

Hernández no se da por vencido. Desea ayudarlo. Le impresiona la cultura de Francisco y también su coraje.

– No es un falso elogio -manifiesta con los ojos empañados-, pero su serena firmeza, doctor, me recuerda a los mártires.

– ¿Por qué no reconocerme mártir de Israel? -se le ilumina la cara.

Diego Santisteban roza el hombro de Hernández y le susurra que está equivocando el camino. Hernández advierte que se ha turbado y trata de corregir sus palabras: «A veces el demonio impone la confusión. ¿Cómo calificarlo de mártir si rechaza la cruz? ¿Cómo puede ser mártir quien delinque?»

– Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos -señala Francisco.

– Eran paganos -replica el jesuita-: no podían conocer la verdad.

– Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.

– La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.

– Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?

Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado.

Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible. Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance? Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.

Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades -también en sermones- marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.

– Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales -le clava la mirada-, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje -enfatiza-, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come…

Diego Santisteban se persigna y aleja hacia la puerta. Hernández lo observa boquiabierto.

– Yo lo quiero ayudar… -farfulla impotente. Francisco contrae el entrecejo y se le hincha un pequeño músculo, como si estuviera escribiendo.

– Discúlpeme -le dice-. Sé que quiere ayudarme. Pero son otros los servicios que necesito.