Santisteban se dirige a los tirantes del techo: «¡Además se propone enseñarnos cómo ayudarle a enderezar su alma!»
– Necesito saber de mi familia -implora.
El jesuita baja la cabeza y junta las manos en oración.
– Me está prohibido informar a los reos.
– Necesito que avisen a mi esposa que estoy vivo, que lucho.
– Está prohibido -repite con el rostro nublado-. Doctor… -hace la última tentativa-: aunque no sea más que por su esposa, por su familia.
Francisco aguarda la conclusión de la frase. En el clérigo se asoman las lágrimas; sufre, ruega. Su voz le nace en el pecho:
– ¡Arrepiéntase!
A Francisco también le asoman las lágrimas. Le gustaría no mortificar a ese hombre.
131
Los folios caratulados de Francisco Maldonado da Silva crecen como la cizaña. El secretario del Santo Oficio controla la venenosa documentación. Han pasado cinco años desde que ingresó a las cárceles secretas. Desde el primer día de su arresto en la lejana Concepción de Chile ha ratificado su identidad judía. Los inquisidores, pese a la superabundancia de pruebas, no se deciden a condenarlo y cerrar tan enojoso asunto.
El curso del proceso ha sido aberrante. Es común que los cautivos nieguen las denuncias y construyan edificios de embustes. Para demoler las tretas pecaminosas de los acusados, el Santo Oficio tiene preparadas las suyas, piadosas y más eficaces. Si Francisco hubiese negado su culpa, se le habría prometido la libertad a cambio de una confesión. De no haber conseguido por ese medio su confesión, un oficial habría fingido la pertenencia al judaísmo o una herejía para hacerla caer en la trampa. Si las mencionadas tretas no hubiesen logrado modificar la situación se habrían entonces mandado espías para capturar su delito in fraganti o se hubiera recurrido a provocadores que lo desconcertasen hasta arrancarle la información. Pero nada de esto ha ocurrido con Francisco Maldonado da Silva. No ha mentido ni ha negado la veracidad de las denuncias. Las ha confirmado y ampliado como si deseara simplificar el trámite. No fue, pues, menester emplear las tretas de la promesa y el fingimiento, el espionaje o la provocación. Se ha expresado con insólita franqueza y, de esta forma, ha turbado la rutina del procedimiento. Ya lleva cinco años de arresto, mazmorra, aislamiento, privación de lectura y el Tribunal no ha conseguido hacerle renunciar a lo que él denomina, con demencial osadía, su derecho y deber de conciencia.
Los inquisidores dejan transcurrir varios meses para que el persuasivo tiempo «ablande» lo que no han podido los teólogos, pero deciden convocado para leerle las acusaciones que formularon en su contra cinco nuevos testigos. El reo está físicamente desmejorado, sus mejillas son piel tensa sobre el hueso agudo, la nariz se le ha afilado y las sienes están cubiertas de ceniza. No le dicen quiénes son los testigos porque la Inquisición jamás lo hace (es celosa del secreto) y porque al cautivo no le concierne más que reconocer su culpa. El secretario lee los cargos como si fuesen pedradas: al terminar cada frase eleva sus redondos anteojos para verificar si el impacto le ha roto de una vez la obstinada cabeza. Francisco escucha decepcionado: nada diferente a lo ya conocido.
El «abogado defensor» que lo visitaba en su mazmorra y había usado recursos teológicos, retóricos y emocionales para hacerle abjurar, comunica al Tribunal que renuncia a seguir prestando su ayuda a un hombre tan obcecado. La pluma rasga el pliego con nerviosismo porque la situación de un cautivo se agrava sensiblemente cuando hasta los abogados defensores lo abandonan. Gana terreno la postura de Gaitán: aplicarle más aislamiento, menos comida, nada de lectura, mucha oscuridad y suspensión de entrevistas y audiencias hasta que brinde claros signos de rectificación. El Tribunal ya está harto de este energúmeno que no advierte su traza miserable, su desamparo absoluto: todavía está erguido como si lo invistiera una serena dignidad y habla como si tuviese razón. El alcaide no se priva de amonestarlo durante la caminata por el tétrico laberinto y hasta los negros se permiten decide que está loco, que busca la hoguera.
Su conducta bizarra, sin embargo, es la que va demorando la firma de su condena. Tras otros siete penosos meses de cárcel rigurosa, Francisco decide efectuar una nueva escaramuza: pide a los negros que llamen al alcaide y manifiesta que desea su salvación, por lo cual solicita le provean un Nuevo Testamento (desconfiarían si pidiese el Antiguo), libro se devoción cristiana y hojas de papel en los cuales redactar sus dificultades. El alcaide traslada el pedido. Gaitán olfatea la picardía y se niega: los otros dos inquisidores aceptan satisfacerlo [45] porque tal vez el Señor ha decidido iluminarle el alma.
Francisco recibe los volúmenes, pliegos, pluma, tinta y muchas velas: un regalo de príncipe. Acaricia los volúmenes como si fuesen cálidos animalitos, los hojea y se regocija con la animación de letras que le hablan. De las páginas brota una fragancia de campo abierto, de flores silvestres, de bosquecillos. Durante días y noches relee los Evangelios, los Hechos y las Epístolas. Frecuenta hermosos espacios que le sugieren ideas y le aceleran el corazón. Después lee los libros de devoción cristiana y una Crónica que interpreta forzosamente las hebdómadas de Daniel. Cuando se fatiga de la lectura empieza a escribir. Pero no redacta con prudencia, sino como el gladiador que salta a la arena del circo con la espada en ristre. Llena todos los pliegos concentrando su argumentación en dos aspectos. Al primero lo expresa de entrada. Dijo San Pablo -anota-: «¿Ha rechazado Dios a su pueblo Israel? ¡De ninguna manera!, porque también yo soy judío, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No rechazó Dios a su pueblo a quien de antemano conoció.» ¿Tiene el Santo Oficio más poder que el Eterno?, ¿puede el Santo Oficio odiar y exterminar al pueblo que fue bienamado por el Señor? El segundo pivote de su escrito gira en torno a las hebdómadas de Daniel y es una estocada al esternón. «Cuando a ustedes les conviene -escribe- toman algunos versículos fuera de contexto los interpretan en forma literal, pero cuando el método los desfavorece, entonces afirman que se trata de un símbolo, una alegoría o una oscura metáfora. Si las hebdómadas deben interpretarse en forma tan rigurosa y unilateral, también habría que hacerlo con algunas afirmaciones de Jesús sobre la inminencia del Fin del Mundo.» A continuación cita que en Mateo X-13, 23, 39, 42 y 49 Jesús lo anuncia para el término de su siglo; en Mateo XVI-28, Marcos IX-1 y Lucas IX-27 asegura que algunos de sus discípulos «no morirán hasta haber visto al Hijo del Hombre viniendo en su Reino». ¿Se ha producido el fin del mundo? Acepta Francisco, sin embargo, que las palabras de Jesús pueden interpretarse de diversas formas porque su mensaje es muy rico, pero entonces también se pueden interpretar de diversas formas las hebdómadas de Daniel. Esto prueba que se interpreta para acomodar la Sagrada Escritura a la convicción de uno y no a la inversa. «Dicho más claro, el objetivo es torcerme la convicción.»
Le retiran los pliegos llenados con su prolija letra, los libros, la pluma y el tintero. El Tribunal entrega el escrito a los calificadores y deja pasar tres meses antes de convocarlos para la nueva disputa. El reo aparece con mayor deterioro físico. Escucha en silencio la minuciosa contraargumentación. Los cuatro teólogos desmontan sus frases, las refutan, aplastan y echan a un lado como basura. Francisco se incorpora con dificultad, alza la frente y responde que se mantiene leal a la fe de sus mayores. Un rayo de furiosa impotencia sacude la tarima. En menos de un minuto la augusta sala queda vacía. Los inquisidores, en su hermético despacho, mastican cólera y dejan filtrar mutuos reproches.
Tres meses más adelante Francisco intenta repetir la escaramuza. Se reedita la audiencia, pero sin facilitarle previamente lectura ni pliegos. Durante dos horas los calificadores demuestran que dominan la teología, la oratoria y su impaciencia mientras bañan al tenaz reo con una catarata de luz. Pero el reo no es conmovido por la sonoridad de los discursos: a su término vuelve a incorporarse, jura por el Dios único y se proclama fiel a sus raíces.
En los meses sucesivos volverá a solicitar nuevas audiencias, pero no le otorgarán audiencias, ni libros, ni pluma, ni velas.
132
El jesuita Andrés Hernández implora a los inquisidores Mañozca y Castro del Castillo que le permitan realizar otro intento para que tan elevado espíritu enriquezca las milicias del Señor.
– Ya pertenece al diablo -replica Mañozca.
– ¡Qué sabio es el Manual del Inquisidor! -exclama el jesuita-. Bernardo Guy lo escribió hace más de dos siglos con sabiduría de eternidad.
Mañozca se acaricia la mandíbula ante el giro insólito, propio de la retorcida mentalidad jesuítica.
– Ese Manual -afirma Hernández- apoya mi ruego, Ilustrísima. Lo acabo de releer. Dice que «en medio de las dificultades, el inquisidor debe mantener la calma y no caer en la indignación». Este reo puede alterar a cualquier persona, menos a un juez del Santo Oficio. También dice Bernardo Guy que el inquisidor «no debe ser insensible hasta el punto de rechazar una prórroga o un alivio de la pena, según las circunstancias y lugares; debe escuchar, discutir, someter a un diligente examen todas las cosas».
– ¿No hemos escuchado y discutido bastante?
Andrés Hernández se retira sin éxito. La insistencia de Francisco sin embargo -que transmite el alcaide- incomoda la conciencia del inquisidor. Mañozca, tras meditarlo largo rato, decide aceptar otra vez. Convoca a Hernández y a otros dos padres de la Compañía de Jesús para repetir la controversia. El alcaide se asombra de que el irritante judío sea llevado nuevamente al Salón.
– Usted tiene la protección del diablo -le dice con respeto mientras cierra los grillos en torno a las flacas muñecas.
– De Dios -le aclara Francisco.
Los jueces lo estudian desde sus sillas abaciales. El encierro y la privación le están minando la salud, evidentemente. ¿Cuántos meses más tardará en doblegarse? Solicitan a Francisco que exponga sus dudas, ya que eso ha estado reclamando desde su celda. Los teólogos adelantan la oreja y pretenden estar bien dispuestos; le sonríen como maestros bondadosos. El alumno apoya sus manos en las rodillas para incorporarse, pero le resulta tan penoso que Hernández solicita al Tribunal se le permita hablar sentado. Los jueces acceden con un movimiento de cabeza. Entonces brota de los labios débiles una arenga en verso latino de ática hermosura. Los jueces y los eruditos enderezan el tronco, atónitos. En la oscuridad y mugre de la mazmorra le habían germinado frases que ahora bordan un manto tan reluciente como el que José recibió de su padre Jacob. Y como el bíblico José, Francisco suscita envidia. Los jesuitas -en particular Andrés Hernández- estaban enterados de su talento, pero no esperaban tan imponente despliegue. Cuando termina, flota el silencio durante varios minutos, como si los testigos de la pieza no se atreviesen a romper su sortilegio. Las pupilas giran extraviadas, evitando unir la imagen del miserable despojo sentado con las bellas oraciones que magnetizan el aire. Un hombre flaco, lívido, de barba sucia y desmadejada ha conmovido a sus maestros y verdugos.
[45] La enemistad de Andrés Juan Gaitán y Juan Mañozca se remontaba al principio de su encuentro, cuando Mañozca había llegado como visitador e informó que en el Perú «todo estaba muy mal». Gaitán, que era el inquisidor más antiguo, se negó a recibir a Mañozca y también a ofrecerle alojamiento. Tanta era su tirria que criticó al virrey y otras personalidades por acoger al visitador y su séquito. Mañozca denunció a Gaitán ante la Suprema de Sevilla. La Suprema nombró a Antonio Castro del Castillo y, a partir de entonces, se estableció cierto balance entre los tres jueces. Pero las brasas de antiguas heridas continuaban ardiendo.