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Es Gaitán, finalmente, quien emite un bramido sordo.

– Que ahora los padres de la Compañía de Jesús deshagan estos sofismas -ordena.

Los tres padres, sucesivamente, se empeñan en destejer la preciosa arenga, también en latín, pero no en verso. A cada argumento responden con otro, a cada pregunta ofrecen una respuesta; los libros sagrados y la abundante producción patrística están preñadas de material. Francisco los escucha con atención oscilante: conoce la mayoría de esas citas y pensamientos. Transcurren tres horas y los inquisidores, fatigados, creen que alcanza para conmover a las piedras. Agradecen la contribución de los teólogos y se dirigen al reo. Francisco se incorpora sobre sus rodillas herrumbradas; jura por el Dios único, alza la frente y dice:

– No han respondido a mis proposiciones [46].

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El 26 de enero de 1633, a casi seis años de encierro y a cinco días de la duodécima estéril disputa teológica, el Tribunal del Santo Oficio se reúne para finiquitar el enojoso caso. Gaitán, Mañozca y Castro del Castillo escuchan la opinión de cuatro consultores [47] aunque saben de antemano que no aportarían sustanciales ideas para la causa. Todos los hechos están ya probados, todas las preguntas han sido contestadas. A la paciencia, misericordia y audiencias brindadas, el reo ha devuelto una odiosa obstinación.

Los altos funcionarios se confiesan previamente, asisten a misa, comulgan y evocan las pautas que deben seguir en tan grave circunstancia. El Manual del Inquisidor de Bernardo Guy ordena «que el amor a la verdad y la piedad, que siempre deben habitar en el corazón de un juez, brillen ante su mirada, para que sus decisiones no resulten jamás dictadas por la crueldad o por la concupiscencia».

Uno de los consultores pregunta si no se debiera agotar la demanda de audiencias que aún pide el reo. Las huesudas manos de Gaitán se aprietan delante de su nariz y replica que nunca se agotará la demanda porque es una treta dilatoria. Los otros inquisidores coinciden: no habrá más gestos benevolentes. El secretario lee la sentencia y los jueces la firman con su rúbrica sonora.

Escueta y brutalmente dice que el bachiller Francisco Maldonado da Silva es condenado «a relajar a la justicia y brazo seglar y confiscación de bienes». En otras palabras: muerte y expropiación.

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Pero no queda todo dicho. Las cárceles son un hormiguero en el que, bajo severa vigilancia y aparente inmovilidad, los cautivos bullen y ensayan túneles de libertad como lagartijas en las rocas del dolor. El correo de los muros no cesa: durante horas, todas las noches transmite nombres, angustias, ideas: la comunicación es más importante que el aire.

Francisco se entera de que a unos quince metros de distancia un prisionero, mediante un cascote, raspó vigorosamente el adobe hasta abrir la canaleta que une dos mazmorras y asomó los dedos terrosos al otro lado como una invasión celestial. Pudo, entonces, tocar las uñas de su vecino y hablar con él sin jueces ni secretario ni verdugo. Las informaciones habían parecido cuidadosas, pero sólo aliviaban la soledad. Cuando el alcaide descubrió la infracción hizo silbar al látigo, el potro desgarró y los braseros quemaron. Los esclavos rellenaron los huecos y el impenitente fue conducido a un ergástulo tenebroso como tumba.

Días después Juan de Mañozca estira los pliegos que un negro llevaba de una a otra prisión. «No contienen mensajes», se disculpa el negro llorando. Mañozca aproxima la hoja al pabilo y repentinamente el calor descubre las letras escritas con zumo de limones. El negro queda manco en la tortura para que escarmienten los demás. El inquisidor resuelve aumentar la vigilancia de las cárceles. Entonces descubre algo peor: presunta complicidad del alcaide. Se convulsiona la fortaleza; algo así no se tolera. El correo de los golpes brama la noticia.

El alcaide llora como una criatura ante el feroz interrogatorio. Lo recriminan por permitir la perforación de muros y los mensajes con zumo de limones. Lo apuntan con el índice iracundo como si fuese el caño de un arcabuz y le piden explicaciones por una reciente y gravísima infracción: una huida. El alcaide empieza a temblar y narra cómo él mismo se ocupó de perseguir y traer de vuelta al joven que se había fugado. Cae de rodillas e insiste en que los delatores mienten para vengarse. Tampoco es cierto que él se haya aprovechado de su inmunidad para tener relaciones carnales con una prisionera y que para eliminar al peligroso testigo lo indujo a huir… Gaitán aprovecha la ocasión para reprocharle la codicia que lo lleva a embolsar sobornos, porque ha comprado haciendas de campo por mayor valor del que cubre su sueldo. El alcaide se orina en los pantalones: ha cumplido dos décadas de servicios, tiene siete hijos y no lo acompaña la buena salud [48].

El nuevo alcaide asume con bríos, se esmera por descubrir las artimañas insólitas de los prisioneros y encuentra un pedazo de camisa desgarrada y sucia en la talega de su sirviente. La expresión de susto basta para reconocer el delito. El sirviente, aterrorizado, confiesa que se la entregó un reo agonizante para que la arrojara en la calle de los Mercaderes.

– ¡Es un mensaje, idiota! ¿A quién debías entregarlo? El negro no miente, no entiende, está arrepentido.

– En la calle de los Mercaderes -repite como un autómata.

El funcionario extiende el trapo: unos signos han sido marcados con el humo de las velas. Manda azotar al idiota y entrega la pieza del delito a los inquisidores. Mañozca coincide con Castro del Castillo: es un texto en hebreo. Lo leen con dificultad, de derecha a izquierda, tratando de intuir las vocales ausentes. Se limita a mencionar el nombre del prisionero a quien acababan de torturar; el mensaje consiste en hacer saber a los suyos que continúa vivo. Esto lesiona el secreto. Pero brinda un dato férticlass="underline" este habitante de Lima sabe de otros judíos que siguen libres. De sus labios podrán brotar nombres. Esos nombres proveerán cautivos, fondos, gloria.

Francisco se entera parcialmente de las vicisitudes que complican su alrededor. El judío limeño que mandó el mensaje con humo de velas deja de responder a los golpes de muro. Unos días más tarde las vibraciones anuncian su muerte. En las mazmorras la muerte no es un dato angustiante porque implica el fin del suplicio: más altera ser llevado a la cámara del tormento.

Mientras yace en su duro poyo, advierte que su mirada se mantiene fija en un clavo de la puerta. Une el travesaño con los tablones verticales y tiene la cabeza salida. «¿Qué me está evocando? -pregunta-, ¿el perchero de papá en su tabuco del Callao? ¿Me molesta que no sea un clavo enteramente hundido (un prisionero como yo), ni enteramente libre?» Lo toca: su gruesa cabeza sobresale casi dos milímetros. Un indio le atribuiría vida; reconocería en el hierro a una huaca y pensaría que ella sola, lentamente, va saliendo de su prisión. Francisco prueba de extraerlo y empuja en redondo. Inútil. Durante unos días olvida su intento, pero esa cabeza negra que se asoma lo invita a perseverar. Se ayuda con un cascote. En la vacuidad del tiempo cualquier objetivo adquiere la grandeza del punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para mover el mundo. Sacar un clavo es tan importante como vencer a Goliat. Cuando por fin lo consigue, goza un alivio profundo. Un trofeo como éste no debería ser descubierto por los avispados guardias y lo esconde en la lana de su colchón. Al día siguiente empieza a limarlo contra la rugosidad de una piedra. Mientras memoriza parrafadas de los textos amados y compone estrofas, el clavo adquiere la forma de un pequeño cuchillo, con punta y hoja afilada. Francisco ya tiene un arma. «¡Qué extraño! -piensa-: la asfixia de la cárcel ya no me marea ni atonta. Soy una especie de anfibio que puede vivir donde otros perecen. Desde mi pecho fluye una misteriosa esperanza, un inesperado valor.»

Hasta aquí ha podido esquivar la redoblada vigilancia del nuevo alcaide, lo cual le insufla más ánimo. Guarda los huesos de su comida, elige uno de pollo y se aplica a cortarlo debidamente con su flamante cuchillito como si practicase el oficio de escultor. Ante sus pupilas nace elegante cañón de una pluma. Sólo le falta tinta y papel para completar su escribanía clandestina. No será difíciclass="underline" fabricará tinta diluyendo carbón en agua. Al papel ya lo tiene, es lo más valioso que entra en su celda: pequeñas bolsas de harina. Acaparará cada trozo como si fuese el maná del cielo. Podrá volver a escribir -lo cual anhela con hambre de lobo-, y vulnerará la fortaleza de la Inquisición.

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El papel es escaso y no debería usar demasiadas palabras. Su texto requiere sobriedad y contundencia. Francisco urde el plan de comunicarse con los judíos de Roma a través de los prisioneros que saldrán de la cárcel a la calle para cumplir condenas en un convento, vestir el sambenito y padecer otras humillaciones. Sabe que en Roma se ha formado una importante comunidad desde la época de los Macabeos, que practica abiertamente su fe y cuenta con la relativa protección de los papas. Escribe su epístola en latín y efectúa copias que hace llegar a los hombres en vías de excarcelación por intermedio de los negros Simón y Pablo. Ambos sirvientes se impresionaron con la historia que les refirió sobre Luis, el hijo del hechicero, desde su caza en Angola, el maltrato sin límites en los trayectos por tierra y por mar, la herida en un muslo cuando intentó fugarse en Potosí, su talento musical (arrancaba sonidos a los dientes de una quijada), hasta el heroico ocultamiento del instrumental quirúrgico de su padre. Pablo y Simón dijeron que habían protagonizado una historia parecida y una tarde le trajeron, junto con la comida, una quijada de asno y un gajo de olivo. El reo los empuñó como solía hacerlo Luis y en la húmeda mazmorra estalló un vigoroso ritmo que los negros escucharon con ojos anegados.

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[46] El Tribunal le concedió una enésima, décima y undécima disputa ante la perspectiva de que por fin iba a ceder. Ocurrieron con mucha distancia entre sí, porque los jueces sentían un indisimulable fastidio al escucharlo. Según la documentación enviada a la Suprema de Sevilla, las disputas tuvieron lugar el 17 de diciembre de 1631, el 14 de octubre de 1632 y 21 de enero de 1633.

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[47] Los consultores eran ministros no asalariados del Santo Oficio de reconocida ilustración. Intervenían en las causas de fe y estaban autorizados a votar por la detención de una persona, someterlo o no a las torturas y también condenarlo en la sentencia definitiva. Podían ser requeridos por el Tribunal cuando no había acuerdo entre los inquisidores mismos y para ayudar en los conflictos de jurisdicción del Santo Oficio con el poder civil o eclesiástico.

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[48] El alcaide Bartolomé de Pradeda logró convencer al Tribunal y, en recompensa a su buen comportamiento anterior a las recientes faltas, se le dio licencia para convalecer en su hacienda. De esta forma no «causará mayor daño», registra el informe. Ocupó el puesto vacante su ayudante Diego de Vargas.