La carta de Francisco se intitula Sinagogae fratum Iudeorum qui Romae sunt [49]. Se presenta a sí mismo como «Eli Nazareo, judío, hijo de Diego Núñez da Silva, maestro de medicina y cirugía, encerrado en la cárcel de la Inquisición de Lima». Los saluda «en el nombre del Dios de Israel, creador del cielo y la tierra, y les desea salud y buena paz». Les dice que aprendió de su padre la ley de Dios otorgada al pueblo por intermedio de Moisés y que, por temor a la represión de los cristianos, aparentó negarla. «En esto como en otros mandamientos, confieso haber pecado neciamente porque sólo a Dios hay que temer y buscar la verdad de su justicia abiertamente, sin miedo a los hombres.» Refiere su estudio de la Sagrada Escritura y que sabe de memoria varios profetas, todos los Salmos sin excepción, muchos Proverbios de Salomón y de su hijo Siraj, gran parte del Pentateuco y muchas oraciones compuestas por él mismo en el foso de su mazmorra, tanto en español como en latín.
Francisco tiene conciencia de que al no abjurar, su destino carecerá de misericordia. «En verdad -escribe-, desde el día que fui cogido me prometí luchar con todas mis fuerzas y utilizar todos los argumentos contra los enemigos de la ley.» Colige que lo llevarán a la hoguera «pues el que abiertamente confiesa ser judío es echado al estrago del fuego, le quitan su hacienda y, si acaso tiene hijos, no se compadecen en absoluto de ellos, sino que quedan en perpetuo oprobio. Y si abjura, también le quitan sus bienes, lo vejan por un tiempo breve o largo con el sambenito e imprimen el estigma en su sangre y en la de sus hijos, de generación en generación».
Hace ya seis años que lo tienen encadenado en las cárceles secretas. Reconoce que sus' pensamientos y arengas en las controversias no han dado el resultado que esperaba: «He trabajo como quien lleva su arado por tierra dura y pedregosa y cuya labor, por ende, no produce fruto.» Cuenta que otorgó «más de doscientos argumentos orales y escritos, a los cuales aún no han respondido satisfactoriamente, a pesar de que a diario insisto por su solución. Parece que han decidido no responder».
Anuncia su ineluctable fin y redacta frases conmovedoras: «Rueguen por mí al Señor, hermanos queridísimos; rueguen que me otorgue fortaleza para soportar el tormento del fuego. Está cercana mi muerte y no tengo a otro que me ayude, sino a Dios. Espero de Él la vida eterna y la pronta salvación de nuestro oprimido pueblo.» Su epístola, sin embargo, contiene el elixir del apego a la vida: «Elijan para ustedes la vida, amadísimos hermanos», escribe en trazo grueso. Se parece al profeta Jeremías que en medio de la desolación y el luto recomienda a su pueblo aferrarse a la existencia y superar la agobiante caída de Jerusalén. Les recuerda que integran una vasta comunidad de hombres dignos y no se debe cancelar la esperanza aunque imperen la injusticia y el tormento. «Guarden la ley para que el Señor nos haga volver a la tierra de nuestros padres, para que nos multipliquemos y para que nos bendiga, como está escrito en el Deuteronomio, capítulo XXX.» También les pide mantener la tradición de solidaridad («liberen a quienes son llevados a la muerte»), la tradición del estudio («enseñen a los que son conducidos a la perdición y la destrucción») y la tradición del amor («amen la misericordia y la justicia, brinden con generosidad ayuda a los pobres y quieran infinitamente a Dios»).
Dobla los pliegos. Entregará primero una copia. Si el correo de los muros informa que ha llegado a destino, enviará la siguiente. Alguna conseguirá atravesar el blindaje de esta fortaleza y cruzará el océano. Entonces se sabrá de su pasión y muerte: su sacrificio no será inútil porque integrará la cadena trágica y misteriosa que desovillan los justos del mundo.
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En las deliberaciones del Tribunal crece el deseo por realizar un Auto de Fe. Ya se han reunido suficientes prisioneros con los juicios terminados y cerrados. No conviene seguir manteniéndolos en la cárcel y gastando en su alimentación. Por otra parte, el Auto de Fe es un acontecimiento ejemplarizador que reordena los espíritus: no sólo hace reflexionar a los pecadores sobre la abominación de su conducta, sino que recuerda a poderosos, civiles y eclesiásticos, que el Santo Oficio vigila y trabaja. El Auto de Fe, sin embargo, insume costos extraordinarios y los recursos que fluyen a las arcas apenas cubren sueldos y gastos menores. Las confiscaciones inexorables y exhaustivas que realizan los comisarios no aportan el caudal que se necesita. Pareciera que también en esto metiera su cola el demonio: en vez de tentar a los ricos cuyos bienes redundarían en la holgura de la santa misión represora, hace caer individuos pobres: la mayoría de los acusados son frailes inmorales, negras y mulatas hechiceras, luteranos austeros y judíos dedicados a la medicina. Serían más provechosos los mercaderes y algunos encomenderos con vastas propiedades y talegas llenas de oro. En el proyectado Auto de Fe habría abundantes reconciliados con penas menores: azotes públicos, unos años en las galeras, reeducación en conventos, vestir el sambenito, destierro. Los jueces no lo dicen, pero lo piensan: esas condenas no equivalen a un sismo, apenas a una olvidable flagelación. Para que la gente se conmueva profundamente hace falta la hoguera. El calor y la luz del fuego rompen las malignas armaduras del espíritu. La hoguera, aunque se encienda para un solo reptil, impregna de sentido docente al conjunto. El sitio donde se clava la gruesa estaca en cuya base se amontona la leña que procederá a tostar lentamente al reo se llama en forma indistinta Pedregal o Quemadero. El pueblo le teme. Queda al otro lado del Rímac, entre el barrio de San Lázaro y el cerro. La humareda aleccionadora invade toda Lima y los gritos del condenado pican los oídos de inocentes y pecadores recordándoles el camino de la virtud. El fuego es uno de los cuatro elementos que distinguió Aristóteles sin enterarse -porque vivió antes de Cristo- de su importancia aleccionadora ni su papel purificador. Un Auto de Fe sin hoguera es como una procesión sin santo.
Los calabozos, afortunadamente, ya contienen al hombre que justificará la hoguera. Es un judío loco al que se le ofrecieron abundantes oportunidades de rectificación. Podía haber seguido la trayectoria de su padre y recuperar la libertad con algunas penitencias (inevitables, dada la gravedad de sus infracciones). Podría haber engañado al Santo Oficio -como su padre- y aprovechar la libertad para retornar a su secreto culto. Pero -esto resulta inexplicable- ha rechazado con tenacidad el camino más lógico. Ha formulado cientos de preguntas que le contestaron teólogos de mucha celebridad. Al término de las persuasiones, sin embargo, repetía su demencial reclamo de libertad de conciencia. ¡Libertad de conciencia! ¿Existe un grotesco mayor? ¿Se puede pensar cualquier disparate frente a la imponencia de la verdad? ¿Puede aceptarse que cada uno proponga el enfoque que quiera y emita el absurdo que se le ocurra? ¿No llevaría al caos y a una tempestad de abominaciones? ¿Para qué existe la jerarquía eclesiástica? Esquivar el recto camino de la luz es caer en la perdición. La libertad de conciencia no sólo implica el riesgo de perder el alma propia, sino de infectar el alma de los otros. Si uno puede creer en lo que se le ocurre, también lo podría hacer el vecino y el vecino siguiente. Estos ejemplos disolutos golpearían como catapultas al templo del Señor. La humanidad entera rodaría a los infiernos. Francisco Maldonado da Silva es un enemigo poderoso -advierte Gaitán-: es preciso eliminarlo cuanto antes.
– Ya lo hemos condenado -recuerda Castro del Castillo.
– Ha perdido el juicio -agrega Mañozca y se extiende sobre la mesa un pliego escrito en latín con tinta poco firme.
Los jueces examinan la carta a los judíos de Roma. Se pasan uno a otro el rústico papel y coinciden en convocarlo para hacerle confesar tan grave delito. Francisco -condenado ya a muerte- responde con su desconcertante franqueza: reconoce de plano que ha escrito la carta.
Los inquisidores vuelven a enervarse de pasmo: no logran encajar un pecador tan abyecto en semejante conducta. El reo dice la verdad sin dudarlo, aunque malogre un mensaje en el que ponía tanta esperanza.
Mañozca menea la cabeza y con ese gesto reafirma su diagnóstico de locura. Gaitán se muerde los finos y blancos labios: «No debería demorarse el Auto de Fe porque los locos también son espadas del demonio.»
Una opalescencia se instala en el ventanuco. La noche ha cancelado toda la actividad, incluso el correo de los golpes. Francisco se ha despertado súbitamente y sus ojos quedan prendidos a esa claridad negra, indecisa. Evoca la noche en que se produjo un fenómeno idéntico: el mulato Martín se estaba haciendo castigar por un indio para expiar su insulto: le había dicho «judío imbécil». Pero no oye el silbido de los tallos ni las reprimidas quejas de Martín, sino sandalias etéreas. Vienen sigilosamente por el túnel. Ahora las escucha mejor. Se trata de una sola persona cuya tensión atraviesa el muro, prende el extraño reflejo del ventanuco, le pone redondos los ojos y atento el oído. Las sandalias se detienen junto a la puerta. ¿Quién pretende verlo en esa hora de soledad? La tranca sube despacio y una llave penetra milímetro a milímetro en la cerradura, Francisco se sienta en el lecho. Por entre las rendijas se filtra el temblor de una vela. En seguida aparece una figura conocida. Cierra la puerta y deposita el blandón sobre la mesa rústica. Mira a Francisco con piedad, luego acerca una silla,
El jesuita Andrés Hernández estira los pliegues de su hábito negro y habla en voz baja, susurrante casi. Para que no haya una falsa composición de lugar, le aclara que ha conseguido la autorización de Antonio Castro del Castillo para venir a conversar a solas. Ha tenido que insistir mucho ante el juez: estos permisos no son frecuentes. Durante una hora desarrolla un monólogo hesitante, temeroso. Es un hombre que no se resigna a la pertinacia de Francisco.