Otro hecho, sin embargo, imprime un giro a la vida de Francisco y a toda la historia de la Inquisición en Lima. Los oídos del reo, apagados por efecto de la cruel desnutrición, alcanzan a descifrar unas palabras que transmiten los golpes: complicidad grande, arrestos masivos, judíos descubiertos. Por el lúgubre corredor pasan soldados, gente, lamentos y tras los muros se amontonan adobes, se cavan zanjas, se multiplican las celdas. Una denuncia poco relevante ha exhumado un filón de judíos secretos que enfebrece la codicia del Santo Oficio. El hastío de los largos procesos a escasos infelices se ha convulsionado por el arresto de figuras notables.
El inquisidor Gaitán rompe la nueva solicitud que elevaba a España para ser relevado de sus funciones: ahora prefiere quedarse en Lima; nunca sospechó que vendría a sus manos un botín semejante. El Auto de Fe para condenar a unos cuantos frailes, hechiceras, judíos arrepentidos (y tan sólo uno al fuego) se cancela. Ahora deberán trabajar duro con la interminable fila que penetra, como una serpiente, en la oscuridad de las cárceles. Cuando se realice el Auto de Fe, serán incorporados decenas de increíbles pecadores y el acontecimiento estremecerá al mundo.
¿Qué había pasado? Un hombre joven llamado Antonio Cordero que había residido en Sevilla y trabajaba ahora en la Ciudad de los Reyes para un rico mercader, comentó que no vendía los sábados ni domingos, y tampoco le gustaba el cerdo. Su fanfarronada fue transmitida a un familiar. Los inquisidores -apremiados por el ahogo financiero- olfatearon una presa fecunda y resuelven modificar la rutina por primera vez: secuestran a Cordero con sigilo y no proceden a confiscarle los bienes para evitar que los amenazados tomen precauciones. El cautivo, tan valiente cuando gozaba de la libertad, en la cámara de torturas produce el mayor desastre que podían esperar sus hermanos: delata a su patrón y a dos amigos, que inmediatamente son chupados por la lúgubre fortaleza. La comunidad judía que se fue constituyendo en la ciudad no advierte el peligro que implicaba la desaparición de estas personas; descartan el protagonismo de la Inquisición porque en ningún caso se produjo la confiscación de costumbre. El 11 de agosto de 1635, sin embargo, se despliega una redada súbita que saca de sus viviendas a decenas de personas, enluta a familias de prestigio y se extiende como una onda terrorífica hasta los confines del Virreinato del Perú.
Es tan grande el entusiasmo del Santo Oficio que parten hacia España nerviosas cartas con datos y pronósticos. En una de ellas afirman los inquisidores: «hay tantos judíos que igualan a las demás naciones», «las cárceles están llenas», «andan las gentes como asombradas y no se fían unos de otros porque cuando menos piensan se hallan sin el amigo o compañero a quien valoran tanto», «tratamos de alquilar todas las casas vecinas» al edificio original porque éste ya no da abasto: No disimulan su satisfacción: «no se le ha hecho en estos reinos» a Su Majestad y la Iglesia «mayor servicio que el actual». Subrayan la amenaza que constituyen los judíos: «esta nación perdida se iba arraigando de manera que, como mala hierba, había de ahogar a esta nueva cristiandad». Y no dudan en aplicar una rotunda etiqueta: son «una secta infernal, predicadora del ateísmo». También informan que, «cuidadosos siempre en estas materias, escribimos a todo el distrito encargando a nuestros comisarios que, con toda brevedad, cuidado y secreto, nos procurasen enviar el número cierto de portugueses que cada uno tuviese en su partido, y algunos comenzaron a ponerlo en ejecución».
Entre los arrestados figuran tres mujeres. Estiman los jueces que su menor fortaleza física las inducirá a proporcionar otros nombres. En la primera etapa -antes de sustanciar los juicios- urge atrapar el mayor número de delincuentes; algunos ya han fugado a la selva o la montaña o tratarán de embarcarse clandestinamente.
El correo de los muros transmite reiteradamente un nombre: «Mencia de Luna.» «Mencia de Luna, joven-judía-torturada.» No ha vuelto a la prisión. Resuena su nombre como un desesperado homenaje. Francisco se esfuerza en contar los golpes, construir palabras, salir de su lechoso sopor. A pocos metros ha sido sacrificada una joven mujer. Bebe unas gotas de agua y mastica lentamente la carne de una aceituna. En su cerebro magullado nace un pensamiento vacilante; lo rodea una multitud de víctimas y no debe abandonadas. ¿Cómo? Escupe en la mano el hueso de aceituna y lo contempla extrañado: ha roto el ayuno, involuntariamente. ¿Por qué? Se frota las sienes y abre grande los ojos como si pudiera leer en el tiznado muro el mensaje que explica su cambio repentino. No lo ha hecho por temor a la cercana muerte ni por complacer a las súplicas de Hernández y Briceño: una desgracia barre la capital del Virreinato. Coge el pan, lo parte y mastica lento. Debe recuperar fuerzas para urdir la próxima acción. Se admira de que su organismo y sus reflejos se hayan adelantado a su mente, porque entendieron en seguida que el cambio de circunstancia exigía un cambio de estrategia. No obstante, debe pensado mejor. Trata de enterarse sobre la catástrofe. Un viento mefítico circula por la fortaleza inquisitorial. ¿Qué hacer? Estuvo junto a la muerte, pero ahora, casi como un resucitado, debe prestar ayuda. ¿Cómo, por Dios? Se da cuenta de que apenas mueve las extremidades, que su oído oye poco. El muro sigue transmitiendo «joven-judía-torturada».
A poca distancia de su mazmorra el notario Juan Benavídez examina el cuerpo de Mencia de Luna y redacta su testimonio que se guardará junto a los demás libros que fijan para la posteridad la obra sagrada de la Inquisición. Los jueces habían procedido de acuerdo al reglamento: ella se negaba a delatar a otros judíos y el Tribunal tuvo que cumplir su deber. El notario no olvida escribir que los jueces pronunciaron la debida exculpatoria: «y si en el dicho tormento muriese o fuese lisiada o siguiere efusión de sangre o mutilación de miembros; "¡sea a su culpa y cargo y no al nuestro!». Se esperaba obtener de la joven una abundante información y en la siniestra cámara se reúnen los señores inquisidores (excepto Andrés Juan Gaitán, que aborrece mirar a las hembras). A las nueve de la mañana ordenan a la mujer que suministre nombres, pero ella no contesta. Se la manda desnudar y, con las vergüenzas al aire, se le repite la exigencia. Responde que no está en deuda con la fe. Ocho hombres, de los cuales la mitad son sacerdotes, contemplan a esa criatura obstinada que intenta cubrir inútilmente porciones de su cuerpo, que parece delicada y frágil como una virgen de altar, pero contiene la sangre infecta. La acuestan sobre el potro y le atan las cuatro extremidades para iniciar su descuartizamiento. Se resiste como un cabrito asustado, y grita a los inquisidores que si el dolor la impulsa a decir alguna cosa, no es válida. El verdugo gira el timón, se tensan las sogas, crujen las articulaciones, se desgarran los delicados músculos y trepida la piel que las antorchas pincelan de un rosado angelical. El notario describe lo que ve y anota, incómodo, que ella dice «judía soy, judía soy, y no cesa de decido». Mañozca indica al verdugo que no avance y le pregunta: «¿Cómo es judía?, ¿quién le enseñó?» Ella pronuncia un nombre y luego confiesa que también su madre y su hermana son judías. Mañozca pregunta: «¿Cómo se llaman su madre y su hermana?» Ella llora: «¡Jesús, que me muero, miren que me sale mucha sangre!» En sus coyunturas ya se rompen las venas, se forman hematomas y por las escoriaciones brotan hilos rojos. Castro del Castillo le pide más nombres, implacablemente, si no darán otra vuelta al limón. La cara de la mujer se deforma, no escucha qué le piden, no sabe qué ha dicho. El verdugo aprieta de nuevo y el eficiente notario escribe: «se quejaba diciendo ay, ay, y se estaba callando, y en ese estado, que serían cerca de la diez de la mañana, se quedó desmayada. Se le echó un poco de agua y aunque estuvo un rato de esta suerte, no volvió en sí, por lo cual dichos señores inquisidores dijeron que suspendían el tormento para repetirle cuando les pareciese. Y los dichos señores salieron de la cámara y yo, el infrascripto notario, me quedé con ella y con los funcionarios que asisten al tormento y que son el alcaide, el verdugo y un negro ayudante».
El dantesco informe narra que le desataron las extremidades y la echaron a un pequeño estrado junto al potro, por si se decide continuar la sesión. Pero la mujer no volvió en sí, por lo cual los inquisidores indican al notario que no se aparte de la víctima. A las once del día «no volvió en sí -añade-, estaba sin pulso alguno, los ojos quebrados, los labios de la boca cárdenos, el rostro y los pies fríos». El notario añade a su certificación que «aunque se le puso la luna de un espejo por tres veces encima del rostro, salía limpio; de suerte que todas las señales de dicha Mencia de Luna era de estar naturalmente muerta, de que doy fe. Y el resto del cuerpo se le iba enfriando, y el lado del corazón no hacía movimiento alguno, aunque le puso la mano sobre él. Todo esto pasó ante mí. Firmado: Juan Benavídez, notario».
Vibran los muros con el nombre de la joven. Los viejos y los nuevos presos rezan por ella.
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Cada nuevo reo es forzado a efectuar delaciones y todo portugués -o individuo que haya residido en Portugal- es irremediablemente sospechoso. De esta forma el caudal de arrestos se torna incontenible. Se amplía el número de calabozos, inclusive se incorpora la casa del alcaide para dar cabida a tantos acusados. Los inquisidores aprovechan el resonante éxito de la represión para elevar al Rey otra queja por la concordia de 1610 (que aplicó en Lima el marqués de Montesclaros): «V.A. nos tiene atadas las manos -protestan- prohibiendo que estorbemos a nadie en su viaje, ni obliguemos a pedir licencia a los que desean hacerla; pero la necesidad actual nos indicó negar el pasaje cuando no medie una autorización del Santo Oficio.» No titubean en añadir: «Ha de mandar V.A. se corrija y enmiende (la concordia).» El entusiasmo del Tribunal es indescriptible: «Se prosigue en todas las causas y descubrimos judíos derramados por todas partes. Las cárceles están llenas.» La clandestinidad a que se ven obligados por la persecución es interpretada como hipocresía: «generalmente no se prende uno -informan con desdén- que no ande cargado de rosarios, reliquias, imágenes, cinta de San Agustín, cordón de San Francisco y otras devociones y muchos con cilicio y disciplina; saben todo el catecismo y rezan el rosario y, preguntados cuando ya confiesan su delito por qué lo rezan, responden que para no olvidar las oraciones en el tiempo de necesidad, que es este de la prisión». No falta en los mensajes una explícita referencia al actual virrey que, a diferencia de los malignos conde de Villar y marqués de Montesclaros (la memoria siempre los repudie), «acude con afecto a cuanto se le pide en estas materias»; «se ha de servir V.A. -solicitan- de rendirle las gracias por lo que hace, y en particular por haber dado orden a los soldados del presidio, caballería e infantería de que ronden toda la noche la cuadra de la Inquisición» [51].
[51] El conde de Chinchón, virrey del Perú, escribió al soberano por correo aparte el 13 de mayo de 1636. Informaba que brindó asistencia al Santo Oficio para arrestar muchos portugueses, recomendaba que el Consejo de Indias y la Suprema agradecieran el recelo del Tribunal limeño, y pedía mayor vigilancia en el pasaje de portugueses a América. Pero enfatizaba que los inquisidores debían restituir al fisco real una alta suma por la voraz apropiación de bienes que estaban efectuando. Era éste el nudo del conflicto y el monarca no echaría en saco roto semejante veta.