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Entre los apresados de la primera gran redada figura un destacadísimo personaje de Lima. El Santo Oficio había lanzado el zarpazo a las doce y media, cuando las calles hervían de gente. Los oficiales y sus carruajes se distribuyeron estratégicamente y en una hora concluyeron el operativo. «Quedó la ciudad atónita y pasmada», escriben los inquisidores. La más alta autoridad de los judíos limeños es engrillada al muro de su oscura mazmorra: se trata de don Manuel Bautista Pérez. Francisco había oído hablar de él en la Universidad como de un hombre cultísimo y generoso, estimado por eclesiásticos y seglares. Lo iban a festejar en agradecimiento a sus donativos. Después se enteró de que le ofrecieron un homenaje lleno de dedicatorias en presencia del cuerpo docente y los alumnos. Dicho Manuel Bautista Pérez contribuía con sus iniciativas al mejoramiento de la Ciudad de los Reyes y era tenido en gran estima por el virrey y el Cabildo. Se comportaba como un cristiano devoto: oía misas y sermones, cuidaba las fiestas del Santísimo Sacramento, confesaba y comulgaba. Era un hombre de crédito y moral. No obstante, el Santo Oficio reunió las delaciones forzadas de treinta testigos: el reo no podría resistirse a tal alusión. Era evidente que practicaba el judaísmo en secreto y ejercía el liderazgo de la abominable comunidad. Algunos lo habían calificado «oráculo de la nación hebrea», otros «rabino». Según las delaciones, efectuaba reuniones en los altos de su casa, presidía oficios religiosos y enseñaba la ley muerta. En su biblioteca se descubren libros cristianos destinados a encubrir su identidad y otros, también útiles al cristianismo, pero destinados a exaltar sus creencias erróneas. Se trata del «capitán grande», a quien conocen, respetan y aman los otros sesenta y tres arrestados, incluida la difunta Mencia de Luna.

El correo de los muros transmite el nombre de Manuel Bautista Pérez-rabino. Su caída en las garras de la Inquisición quiebra la única columna que sostiene la esperanza de los prisioneros.

Francisco solicita un mínimo cambio de dieta para romper su ayuno. El jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño atribuyen a su persuasión el cambio manifestado por el reo y se apuran en elevar un informe que destaca esta muestra de arrepentimiento. Los inquisidores, sin embargo, no quieren perder más tiempo con Maldonado da Silva: están muy atareados con el aluvión de peces gordos que afluyen a las cárceles. Hernández y Briceño no sospechan que la actitud de Francisco es el primer peldaño de una intrépida acción.

El digno rabino es llevado a la cámara del tormento para romper su negativa a confesar. Camina con paso tan firme que el alcaide no se atreve ni a tironearle la cadena. El verdugo, al chocar con sus ojos, desvía los propios para concentrarse en las argollas de los tobillos y muñecas. Le desgarran las ingles en el potro y los inquisidores ordenan interrumpir la sesión: es una pieza demasiado valiosa para malograrla en seguida. La tortura, además, tiene un efecto acumulativo sobre el alma de estos pecadores. Es devuelto desmayado a su celda y atendido por el médico.

Francisco se entera, días después, que algo grave ocurre al «capitán grande», pero no le llegan los detalles. Manuel Bautista Pérez había ocultado entre sus medias un cuchillo de estuche y, cuando se recuperó de la tortura, intentó matarse. Se infligió seis puñaladas en el vientre y dos en la ingle.

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Los funcionarios de la Inquisición frustran su muerte, pero no consiguen impedir la de otro cautivo llamado Manuel Paz, un hombre de cuarenta años que exhibía larga residencia en Lima. Paz no soporta el cautiverio ni las torturas. En el informe que el notario escribe para la Suprema de Sevilla dice lacónicamente: «se ahorcó de la reja de una ventanilla alta que caía sobre la puerta de su cárcel, de un modo extraordinario». Ni el alcaide ni los inquisidores logran descifrar la técnica que usó para conseguir su propósito. El informe sugiere: «se echó de ver que el demonio había obrado en él, porque se ahorcó de una forma que sin ayuda parecía imposible». Gaitán propone que ante esta prueba de culpa sea relajado en efigie, sus bienes totalmente confiscados y sus huesos arrojados a las llamas cuando tenga lugar el próximo Auto de Fe. Su iniciativa es apoyada por los demás inquisidores y la totalidad de los consultores convocados.

A la mazmorra de Francisco entra la primera partida de choclos que ha solicitado a cambio del pan. No surgieron obstáculos ni sospechas. Le arranca cuidadosamente el envoltorio, lo esconde bajo la cama, deja a la vista las barbas rubias y cocina los granos en la olla que ahora le permiten tener sobre el brasero. Recupera lentamente el apetito y efectúa movimientos con todas las articulaciones, inclusive las de columna. Sobre sus úlceras se han reformado costras de cicatrización. Oye menos y duerme mucho. Se va recuperando como un pájaro herido que abandonaron en la intemperie: ahora respira mejor, crecen las plumas y abre los párpados rojos de pesadillas. Debe recuperar algo de su remota agilidad.

El convaleciente rabino consigue enviar un mensaje a su cuñado Sebastián Duarte, que también ha caído en prisión. Todo está perdido -le dice-; le recomienda confesar su condición y, por lo menos, ahorrarse la tortura. Toda resistencia no sólo será inúticlass="underline" aumentará el padecimiento de los cautivos. Sebastián Duarte duda sobre la autenticidad del mensaje, dado el carácter indómito de Pérez; no obstante, prefiere considerarlo verdadero y se aviene a contestar las preguntas de los inquisidores. «Ha caído Jerusalén, no queda piedra sobre piedra, los vientos de la muerte enlutan a Sión.»

Francisco ata las numerosas hojas de choclo y confecciona una larga cuerda. Ya no se ocupan de él, excepto para traerle la alimentación escasa. Arrima la mesa al muro, coloca el rústico escabel sobre la mesa y sosteniéndose en los soportes a su alcance llega a un tirante del techo. Su mano izquierda lo agarra con fuerza mientras la otra empuña el diminuto cuchillo de hierro y empieza a roer el adobe en torno a uno de los barrotes de su ventanuco. Se cansa y marea, sabe que no está en condiciones de exagerar. Desciende, acomoda los muebles -aunque es difícil que vengan a esa hora- y dormita un rato. Después reanuda la tarea. El ventanuco da a un patio interno rodeado de celdas. Sobre los techos apenas se distingue la siniestra y alta muralla exterior. Consigue mover el barrote; lo empuja hacia acá, hacia allá, lo hace girar, vuelve a empujarlo y finalmente lo arranca. Le sonríe como a una desamparada víctima y lo acomoda entre los tirantes. Baja, recoge la soga y prueba en cada nudo para certificar su resistencia. Trepa de nuevo y la ata a uno de los barrotes inmóviles, Asoma la cabeza. Siente el aire fresco de la noche como una loca bienvenida de la libertad. Lentamente, agarrándose de la cuerda, saca el cuerpo y desciende la alta pared. Su mazmorra parecía estar en un foso, pero la tierra firme del patio semeja un abismo. No entiende el desniveclass="underline" es parte de la irracionalidad que impone el Santo Oficio en todo. Se acuclilla en las sombras, adherido al paramento y mira cuidadosamente. El aire contiene aromas del Rímac. No ve guardias, ni sirvientes, ni perros, aunque deben estar acechando.

En sus años de cárcel ha conseguido confeccionar un plano imaginario de este laberinto y sabe que han instalado cepos, puertas falsas y corredores con abismos disimulados que engullen a los que intentan huir. Camina con sigilo, explora las irregularidades de la tierra, aparta unos arbustos pequeños y divisa la huerta que cultivan los esclavos del Santo Oficio. Es un cuadrado en el que respira la vida vegetal, sorda a los suplicios de las prisiones. El olor de las hortalizas embriaga. Acaricia la pulida piel de un tomate, lo oprime suavemente e imagina su color rojo cuando llegue el día; lo arranca, lo muerde y goza su sabrosa carne. ¿Cuánto hace que no toca una planta ni desprende su fruto? Avanza hacia los muros adyacentes. Su imaginación no le ha fallado: encuentra el pasillo por donde ingresan los negros a la huerta. Una languideciente antorcha instalada en el fondo le permite ingresar de nuevo en el laberinto. Hacia la izquierda han abierto un arco en el muro que conduce a las nuevas mazmorras. Francisco se pega al muro, no es más que parte del tizado revoque, pero sus manos perciben una vibración: alguien se acerca. Debe apurarse. Las sucesivas puertas son idénticas y elige una.

Muy despacio levanta la tranca. Entra, cierra tras de sí y hace gestos tranquilizadores a los dos presos que se levantan sobresaltados. Permanece en silencio con el índice cruzándole la boca, hasta cerciorarse de que nadie ha ingresado en el pasillo. Sólo se escuchan las ranas del patio interno. La quietud se hace material, gruesa. Francisco enciende un pabilo con su yesca. Les habla en voz susurrante, les transmite solidaridad. Los cautivos están pasmados, creen que son objeto de otro ardid del Santo Oficio: esta aparición nocturna pretende engañarlos como la vez anterior, para que confiesen. Y confiesan: uno dice que es bígamo y el otro es un fraile que contrajo matrimonio en secreto. Francisco se decepciona, porque no busca perseguidos de esta naturaleza, sino la gente que mandarán al altar de fuego por lealtad a sus convicciones. Sale al pasillo tenebroso y se arrastra en la dirección opuesta. Prueba en otra mazmorra. Dos hombres se sobresaltan también. Francisco se presenta. Dice llamarse Eli Nazareo, a quien conocían como Francisco Maldonado da Silva. Eli es el nombre del profeta que combatió a los idólatras de Baal y significa «Dios mío» en hebreo; Nazir, Nazareo, es quien se consagra al servicio del Señor.