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Poul Anderson

La gran cruzada

El capitán levantó los ojos y la lámpara del despacho dibujó en su rostro relieves de luz y de sombra. Se abría una ventana a. la noche de verano de un mundo extraño.

—¿Y bien? —preguntó.

—He podido traducirlo, señor —respondió el sociotécnico—. He tenido que extrapolar hacia atrás a partir de los lenguajes modernos, lo que me ha llevado mucho tiempo. Pero he podido enterarme de lo necesario para poder hablar a esas… criaturas.

—Muy bien —gruñó el capitán—. Quizá podamos descubrir de qué se trataba. ¡Infierno y condenación! Esperaba encontrarme con prácticamente cualquier cosa, ¡pero con esto…!

—Comprendo sus sentimientos, señor. Yo mismo he tenido problemas para creer el relato original, pese a, todas las pruebas materiales que tenía a la vista.

—Lo leeré inmediatamente. No hay descanso para los condenados.

El capitán le despidió con un gesto de la cabeza y el sociotécnico salió del camarote.

El capitán se quedó inmóvil durante un momento, con los ojos fijos en el manuscrito, pero sin verlo. El libro original que habían descubierto tenía una antigüedad impresionante; estaba escrito en sinuosos caracteres sobre vitela, protegida por firmes cubiertas. Aquella traducción no era más que un manuscrito prosaicamente escrito a máquina. Al capitán le daba miedo volver las páginas, por lo que pudiera encontrar. Más de mil años antes ocurrió allí mismo una formidable catástrofe, cuyos ecos aún podían escucharse. El capitán se sentía muy solo y pequeño. Qué lejos estaba la Tierra…

Y sin embargo…

Empezó a leer.

Capítulo 1

El arzobispo William, un santísimo y sapientísimo prelado, me ha ordenado poner por escrito y en inglés los grandes sucesos de los que fui humilde testigo, de tal modo que tomo la pluma de oca en nombre del Señor y de mi santo amo; me aventuro a confiar en que apoyarán mis pobres poderes de narrador para que las futuras generaciones puedan estudiar con provecho el relato de las campañas de sir Roger de Tourneville, aprendiendo al tiempo a reverenciar con ardor a nuestro Dios Todopoderoso, responsable de la totalidad de las cosas.

Relataré cuanto ocurrió de un modo exacto y según mis recuerdos, sin miedo y sin parcialidad, puesto que todos mis héroes han muerto. Yo mismo no participé más que como insignificante comparsa. Pero es necesario dar a conocer al cronista, para que los hombres puedan juzgar la veracidad de su testimonio, de modo que diré algunas palabras sobre él antes que nada.

Nací casi cuarenta años antes del principio de la historia que me dispongo a narrar. Era el hijo pequeño de Wat Brown, herrero en la pequeña ciudad de Ansby, en el noreste de Lincolnshire. Las tierras eran feudo del barón de Tourneville, cuyo antiguo castillo se alzaba en una colina que dominaba la ciudad. La ciudad también contaba con una pequeña abadía franciscana, en la que ingresé siendo muy joven. Como ya había demostrado mi facilidad para la lectura y la escritura (me temo que se trata de mi único don), instruía bastante a menudo en aquellas artes a los novicios y a los niños de la pequeña ciudad. Convertí al latín mi nombre y viví la religión como lección de humildad. De aquel modo, adopté el nombre de padre Parvus. Soy bajo y bastante feo, pero tengo la fortuna de merecer la confianza de los niños.

En el Año de Gracia de 1345, sir Roger, barón por aquel entonces, estaba reuniendo un ejército de compañeros libres para unirse a nuestro gran señor el rey Eduardo III y su hijo, que luchaban contra Francia. Ansby se convirtió en el punto de reunión. A primeros de mayo, el ejército se reunió en mi ciudad. La armada acampó en los campos comunales y transformó nuestra apacible ciudad en un lugar de risas y querellas de borrachos. Arqueros, ballesteros, piqueros y jinetes atestaban las calles enlodadas, bebiendo, jugando, corriendo tras las muchachas, bromeando y discutiendo, poniendo en peligro sus almas y nuestras chozas. La verdad es que perdimos dos casas en los incendios. Con todo, portaban en sí un ardor poco corriente, un sentimiento de gloria tal que los propios siervos consideraban con pena que, de haber sido posible, les habría gustado unirse al ejército. Yo mismo lo pensaba, incluso con bastante fundadas esperanzas: yo era el preceptor del hijo de sir Roger y, además, le llevaba las cuentas. El barón hablaba algunas veces de convertirme en su secretario, pero mi abad no terminaba de creerlo.

Tal era la situación cuando llegó el navío de Wersgor.

¿Cómo olvidar aquel día? Yo había salido a dar un paseo. El tiempo era bueno, soleado después de una ligera llovizna, y uno se hundía hasta los tobillos en el barro que encharcaba las calles. Me abrí paso a través de los grupos de soldados, vagabundeando, saludando con la cabeza a mis conocidos. De pronto, un grito enorme brotó de mil pechos. Como los demás, levanté la cabeza.

¡Un milagro! Un navío de metal descendía del cielo a sorprendente velocidad, creciendo monstruosamente a medida que se acercaba. Sus pulidos costados eran tan brillantes bajo el Sol, que no pude ver su forma claramente. Era algo así como un enorme cilindro, consideré, de por lo menos mil pies de largo. Se movía sin hacer más ruido que el silbido del viento provocado por su desplazamiento.

Alguien empezó a aullar. Una mujer se arrodilló en un charco y se puso a rezar. Un hombre gritó que no escaparía de sus pecados y se postró junto a ella. Actos estimables y virtuosos, ciertamente, pero me di cuenta de que, con tal multitud, hombres y mujeres iban a ser pisoteados hasta morir si se desencadenaba el pánico. Si era Dios quien había enviado aquella aparición, no desearía que ocurriera tai cosa.

Sabiendo apenas lo que hacía, salté encima de una gran bombarda de hierro cuyo carro se hundía en el fango hasta los ejes de las ruedas.

—¡Teneos! —grité—. ¡No tengáis miedo y confiad en Dios!

Mis débiles gritos pasaron desapercibidos. Pero, justo entonces, John Hameward el Rojo, capitán de arqueros, saltó a mi lado. Alegre gigante de cabellos cobre bruñido, de fieros ojos azules, amigo mío desde el día en que llegó.

—No sé lo que es eso —aulló con una voz tormentosa que cubrió las exclamaciones generales; se hizo la calma—. Quizá sea alguna trampa de los franceses. Quizá sea algo más amistoso y nos estemos comportando como tontos teniendo miedo de ello. ¡Seguidme, soldados, vayamos a su encuentro allá donde se pose!

—¡Es magia! —exclamó un anciano—. ¡Brujería! ¡Estamos perdidos!

—No —le dije—, la brujería no puede dañar a un buen cristiano.

—Soy un miserable pecador —me respondió gimoteando.

—¡Adelante, por san Jorge y el rey Eduardo! —John el Rojo saltó de la bombarda y se abalanzó por la calle; me alcé la sotana y eché a correr jadeando tras él, intentando recordar las fórmulas del exorcismo.

Eché un vistazo a mis espaldas y me encontré con la sorpresa de ver que la inmensa mayoría de la tropa nos seguía. No era que el ejemplo del arquero les hubiera envalentonado, sino que temían quedarse sin jefe. Fuera como fuese, nos siguieron, tomando las armas de camino y llegando al tiempo que nosotros al campo comunal. Pude ver que jinetes a caballo bajaban del castillo envueltos en un ruido de tormenta.

Sir Roger de Tourneville, sin armadura, pero con la espada en el costado, conducía las tropas. Gritaba, remolineando la lanza. Ayudado por John el Rojo, sir Roger terminó con la confusión y dispuso al populacho en orden de batalla. Apenas habían terminado cuando aterrizó el gran navío.