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Montaron tiendas para las damas de alto rango. Salvo lady Catalina, sentada sobre un taburete en el luminoso círculo de la hoguera, todas estaban acostadas. La dama escuchaba nuestras conversaciones, con los labios fruncidos y amargos.

Los capitanes, dominados por la fatiga, estaban acostados en el suelo. Vi a sir Owain Montbelle tocando el arpa con aspecto soñador; el viejo y feroz sir Brian Fitz-William, lleno de cicatrices, uno de los tres caballeros armados de aquel viaje; el grueso Alfred Edgarson, el más puro de los sajones francos; el obscuro Thomas Bullard, acariciando la desnuda espada que reposaba en sus rodillas; John Hameward el Rojo, un poco intimidado, pues era de baja cuna comparado con los demás. Dos pajes servían vino.

Mi señor, sir Roger, el hombre que no sabía suplicar, estaba de pie, con las manos en la espalda. Había dejado su armadura, como los demás, y mantenía en los cofres su ropa de ceremonia; podría tomársele por el más humilde de los sargentos. Pero las espuelas tintineaban en sus botas, sabía hablar bien y su fiero rostro de nariz aquilina hacía que destacase.

Me hizo un gesto con la cabeza en cuanto llegué.

—Ah, aquí estáis, hermano Parvus. Tomad una copa y sentaos. Tenéis una buena cabeza sobre los hombros y necesitamos esta noche los mejores consejos.

Siguió andando durante un momento de un lado para otro, reflexionando profundamente. No me atreví a interrumpirle con mis terribles noticias. En la extrañeza de la noche iluminada por dos lunas, ruidos desconocidos rompían el silencio. No eran ranas, grillos o sapos voladores de Inglaterra. Zumbidos, ruidos como de chirriar de dientes, un canto de un inhumano dulzor, como procedente de un laúd de acero. Los olores eran también muy raros, lo que me turbaba todavía más.

—Bien —dijo nuestro señor—, por la gracia de Dios, hemos ganado esta primera batalla. Ahora hemos de decidir lo que tenemos que hacer.

—Creo que… —Sir Owain se aclaró la garganta y luego habló con precipitación—. No, sire, estoy seguro de que si Dios nos ha ayudado a sobreponernos a estas imprevisibles perfidias, no seguirá a nuestro lado si demostramos excesivo orgullo. Hemos conquistado un rico botín, armas con las cuales podremos acometer en la Tierra grandes empresas. Marchémonos inmediatamente.

Sir Roger se rascó el mentón.

—Me gustaría quedarme aquí —replicó—, aunque he de reconocer que hay mucha verdad en lo que decís, amigo mío. Siempre podremos volver a destruir este nido de demonios cuando hayamos reconquistado la Tierra Santa.

—Sí —aprobó sir Brian—. Estamos aislados, somos pocos, y nos molestan las mujeres y los niños, los viejos y el ganado. Sería una locura combatir contra un imperio con tan pocos hombres capaces de portar armas.

—Sin embargo, me gustaría romper unas cuantas lanzas con estos wersgorix —dijo Alfred Edgarson—. Todavía no he ganado ni una moneda de oro.

—El oro no nos servirá de nada si no volvemos a casa —le recordó el capitán Bullard—. Partir de campaña a los calurosos desiertos de Tierra Santa ya es bastante duro; aquí, no sabemos siquiera si las plantas están envenenadas, ni cuándo llegará el invierno. Lo mejor es irse mañana mismo.

Un murmullo de asentimiento se alzó de su grupo.

Carraspeé. Yo acababa de pasar toda una hora con Branithar y era quizá el más desgraciado de todos ellos.

—Señores —empecé.

—Sí. ¿Qué pasa? —preguntó sir Roger, mirándome con furia.

—Sire, no creo que podamos encontrar el camino de regreso a la Tierra.

—¿Cómo? —fue algo así como un rugido.

Algunos de los presentes se levantaron de un salto. Oí que lady Catalina profería un grito de horror.

Expliqué que las notas tomadas por los wersgorix sobre la ruta hasta nuestro Sol habían resultado destruidas en la contienda. Yo mismo las anduve buscando, en compañía de un grupo de hombres, entre los escombros, con la esperanza de recuperarlas. En vano. El interior de la torreta estaba ennegrecido por el fuego, las paredes se habían fundido en algunas partes. Concluí que un rayo de fuego había penetrado por alguno de los agujeros abiertos, alcanzando uno de los cajones abiertos por la violencia del aterrizaje y reduciendo los papeles a cenizas.

—¡Pero Branithar conocía el camino! —protestó John el Rojo—. ¡El mismo condujo la nave! ¡Le arrancaré la verdad, Señor!

—No os precipitéis —le aconsejé—. No se trata de navegar a lo largo de una costa, con unos puntos de referencia conocidos de antemano. Hay millones de estrellas, un número incalculable. La expedición de exploración siguió un camino zigzagueante entre ellas, buscando un planeta que cubriera sus necesidades. Sin las cifras y los cálculos anotados por el capitán a medida que avanzaban, uno podría pasar toda la vida buscando nuestro Sol sin poder encontrarlo.

—¿No recuerda nada Branithar? —preguntó sir Owain.

—¿Cómo acordarse de cien páginas de cálculos? —respondí—. Nadie podría hacerlo. Branithar, además, no era el capitán del navío, ni el que anotaba el camino que seguían, ni llevaba la bitácora, ni se ocupaba de la navegación. Nuestro cautivo no era más que un noble de rango menor, cuya misión consistía en velar por la tripulación y en trabajar en los demoníacos motores que…

—Basta —Sir Roger se mordió los labios y clavó la vista en el suelo—. Esto lo cambia todo. Pero, ¿no era conocida de antemano la ruta de El Cruzado. Quizá por el duque que lo envió, pongo por ejemplo.

—No, sire —contesté—. Los exploradores de Wersgor viajan al azar en cualquier dirección, al capricho del capitán, inspeccionando todas las estrellas que les parecen prometedoras. El duque no sabe a dónde han ido más que al volver y recibir informes.

Se alzó un gemido. Todos eran hombres valientes, pero había allí cosas capaces de atemorizar a cualquiera. Sir Roger se dirigió a su esposa, muy tensa, y murmuró:

—No sabes cuánto lo siento, querida.

La dama apartó el rostro.

Sir Owain se levantó. Sus nudillos se veían blancos apretando el arpa.

—¿Veis a dónde nos habéis conducido? —dijo con voz aguda—. ¡A la muerte y a la perdición más allá de los cielos! ¿Estáis ya satisfecho?

Sir Roger asió la empuñadura de la espada.

—¡Callaos! —bramó—. Todos estuvisteis de acuerdo con mi plan. Ninguno se opuso. Nadie ha venido por la fuerza. ¡Si no llevamos esta cruz entre todos, que Dios se apiade de nosotros!

El joven caballero murmuró algo con tono de rebeldía, pero se sentó.

Era impresionante ver con cuánta rapidez nuestro sire pasaba del desmayo a la audacia. Era, naturalmente, una máscara que adoptaba ante los demás, pero, ¿cuántos hombres podrían hacerlo?

Era, sin lugar a dudas, un jefe sin par. Yo lo atribuía a la sangre de Guillermo el Conquistador, uno de cuyos nietos bastardos se casó con la hija ilegítima del conde Godofredo, puesto fuera de la ley por piratería, y fundador de la noble casa de Tourneville.

—Vamos, vamos —dijo el barón con cierta alegría—. No vamos tan mal. Si actuamos intrépidamente, podemos ganar. Recordad que tenemos un importante número de cautivos y podremos emplearlos para cerrar un trato. Si hemos de combatir, hemos demostrado que no pueden resistirnos, si las condiciones son iguales. Admito que son más que nosotros y que tienen mucha más habilidad con esas armas para cobardes. Pero no será la primera vez que hombres valientes y bien guiados han rechazado a un ejército aparentemente más fuerte.

»En el peor de los casos, podríamos retirarnos. Tenemos bastantes naves aéreas y podremos escapar de ellos en las desiertas profundidades del espacio. Pero preferiría quedarme aquí, negociar hábilmente, combatir cuando fuese necesario y confiar en Dios. Si detuvo el sol para Josué, podrá aplastar sin muchos problemas a un millón de wersgorix, si tal es Su voluntad, pues Su gracia es eterna. Cuando hayamos obligado al enemigo a ceder, les obligaremos a encontrar por nosotros el camino de nuestra patria y llenaremos nuestras naves de oro. ¡Insisto, amigos míos, hay que resistir! ¡Por la gloria de Dios, por el honor de Inglaterra y por nuestra fortuna!