Выбрать главу

—Si te portas bien, no te mataré; así podremos discutir.

Sir Roger se echó a reír cuando se lo traduje desmañadamente.

—Dile —me ordenó— que no emplearé mis propios rayos, tan poderosos que no puedo jurar que no se vayan a disparar solos y destruir su campamento si hace algún gesto demasiado rápido.

—Pero no tenéis tales rayos, sire —protesté—. No sería honesto pretender lo contrario.

—Hermano Parvus, traducid lo que os he dicho fielmente, sin la menor emoción, o tendré que enseñaros algunas cosas de mis látigos.

Obedecí. En todo lo que sigue, prescindiré de las dificultades de la traducción. Mi vocabulario wersgor era limitado y me atrevería a decir que mi gramática resultaba grotesca. Sea como fuese, yo no era más que el pergamino en el que los dos poderes escribían y borraban para escribir de nuevo. A decir verdad, me sentí como un palimpsesto antes de que pasase una hora.

¡Lo que me hicieron decir! Venero más que a cualquier hombre a aquel dulce y valiente caballero, sir Roger de Tourneville. Sin embargo, cuando habló sin recato de sus dominios ingleses —los más pequeños de los cuales ocupaban tres planetas—, cuando explicó cómo había defendido personalmente Roncesvalles contra cuatro millones de infieles, cuando relató cómo había tomado Constantinopla como resultado de una apuesta y el modo en que, cuando le habían invitado a Francia, había aceptado el derecho de pernada sobre doscientas doncellas el mismo día, sin contar otras mil cosas, aquellas palabras a punto estuvieron de estrangularme, y eso que conozco las novelas de caballerías y las vidas de los santos. Mi único consuelo fue que pocas de aquellas mentiras pudieron sobrevivir a las dificultades del idioma; el wersgor comprendió simplemente (tras varias tentativas de impresionarnos) que se había encontrado con alguien que podía reponerse en un instante y ganar en una carrera de baladronadas.

Acabó por aceptar una tregua en nombre de su señor, mientras se discutía todo el asunto en un refugio que se alzaría entre los dos campos. Los dos adversarios podrían enviar veinte hombres sin armas al mediodía. Durante la tregua, ningún navío volaría.

—¡Ya está! —exclamó sir Roger alegremente mientras volvíamos al trote—. No me las he apañado tan mal, ¿verdad?

—A decir verdad… —contuvo el paso e intenté hablarle—. A decir verdad, sire, San Jorge, o más probablemente San Dimas, patrón de los ladrones, me temo que ha velado por vos. Y, sin embargo…

—¿Qué? —me dijo para empujarme a hablar—. No temáis decir lo que pensáis, hermano Parvus —con inmerecida bondad, añadió—: A menudo pienso que vuestros delgados hombros sostienen más seso que los de todos mis capitanes juntos.

—Bien, señor —le espeté—, habéis conseguido, por el momento, algunas concesiones. Como habíais predicho, son prudentes, nos estudian. Pero, ¿durante cuánto tiempo podremos engañarles? Desde hace siglos, son una raza imperial. Deben tener mucha experiencia con pueblos y condiciones extrañas. Al ver lo pocos que somos, reconociendo nuestras armas como antiguas y pasadas de moda, y el hecho de que no tengamos más navíos que los suyos, ¿no acabarán por deducir la verdad y atacarnos con fuerzas invencibles?

Apretó los labios y miró hacia el pabellón que albergaba a su mujer y a sus hijos.

—Cierto —dijo—. Sólo espero detenerles durante algún tiempo.

—¿Y luego?

—No lo sé —se volvió hacia mí con un movimiento brusco, feroz, como un halcón que se lanza sobre su presa, y añadió—: Pero éste es mi secreto, ¿comprendido? Os lo digo en confesión. Si se descubre y nuestra gente averigua hasta qué punto estoy desamparado y sin planes… estaremos muertos.

Asentí con la cabeza. Sir Roger espoleó a su caballo y galopó hacia el campamento aullando como un joven adolescente.

Capítulo 9

Larga era la espera hasta que llegaba el mediodía de Tharixan. Mi señor convocó un consejo de capitanes. Montaron una gran mesa sobre unos trípodes ante la construcción central y todo el Mundo pudo sentarse.

—Por la gracia de Dios, hemos sido perdonados. De momento, estamos a salvo. He exigido que todos sus navíos se posen en tierra, como podéis ver. Negociaré para ganar tanto tiempo como sea posible. Hemos de registrar el fuerte de punta a cabo, tomar los mapas, los libros, todas las fuentes de información. Los hombres más dotados para las artes mecánicas deberán estudiar y probar todas las máquinas que encontremos, para que podamos aprender a levantar una pantalla de fuerza e igualarnos a nuestros enemigos. Pero todo hemos de hacerlo en secreto, pues si se enterasen de que todavía no sabemos nada de esos instrumentos… —Sir Roger sonrió y se pasó un dedo por la garganta.

El buen padre Simón, nuestro capellán, pareció volverse ligeramente verde.

—¿Y para qué? —dijo con voz débil.

Sir Roger le hizo un gesto con la cabeza.

—También tengo un trabajo para vos. El hermano Parvus deberá acompañarme para traducir al wersgor. Pero tenemos un prisionero, Branithar, que habla latín.

—No me atrevería a decir que lo habla —le interrumpí—. Sus declinaciones son atroces y no puedo describir lo que les hace sufrir a los verbos irregulares.

—Sin embargo, hasta que haya aprendido inglés suficiente, nos hace falta un clérigo para hablar con él. Tendrá que explicarnos lo que no entiendan los que estudien los aparatos capturados, y habrá de servir como intérprete con los prisioneros wersgor si hemos de interrogarlos.

—¿Querrá hacerlo? —dijo el padre Simón—. Es un recalcitrante pagano, hijo mío, y dudo que tenga alma. Apenas hace unos días, cuando viajábamos en la nave, y con la esperanza de ablandar un corazón tan duro, fui a su celda y empecé a leerle las generaciones desde Adán y Noé. Apenas había pasado de Jared cuando vi que se había dormido.

—Que le traigan —ordenó mi señor—. Y que venga Hubert el Tuerto. Decidle que se traiga todos sus instrumentos.

Mientras esperábamos, asustados y hablando en voz baja, Alfred Edgarson observó que yo no estaba muy tranquilo.

—Bien, hermano Parvus, ¿qué pasa? —preguntó con voz tronante—. ¿Qué podéis temer vos, un hombre de Dios? En cuanto a nosotros, si nos portamos bien, no hemos de temer más que un poco de purgatorio. Iremos a reunimos con San Miguel y seremos los centinelas de los muros del Paraíso. ¿Qué pasa?

Me repugnaba desanimarles diciendo en viva voz lo que me había pasado, pero insistieron y acabé por decir:

—Bien, amigos míos, me temo que esto es muy malo.

—¿Qué? —aulló sir Brian Fitz-William—. ¿De qué se trata? ¡No sigáis lloriqueando!

—Durante el viaje no hemos contado con ningún método seguro de contar el tiempo —murmuré—. Los relojes de arena no son muy precisos y desde que estamos en este diabólico planeta incluso hemos olvidado darles la vuelta. ¿Cuánto dura aquí un día? ¿Qué hora es en la Tierra?

Sir Brian pareció desconcertado.

—No lo sé, pero, ¿qué importa?

—Me imagino que habréis tomado una buena chuleta de buey para desayunar —le dije—. ¿Estáis seguro de que hoy no es viernes?

Me miraron horrorizados, con los ojos fuera de las órbitas.

—¿Cómo podremos saber que es domingo? —exclamé—. ¿Quién puede decirme cuando llegará el Adviento? ¿Cómo observaremos la Cuaresma? ¿Cómo celebrar la Pascua? ¿Cómo, con dos lunas por encima de nuestras cabezas para mayor confusión?

Thomas Bullard se cubrió la cara con las manos.

—¡Estamos perdidos!

Sir Roger se incorporó.

—¡No! —bramó ante todos sus capitanes demolidos—. No soy un sacerdote, y lejos estoy de ser un santo varón. Pero, ¿no dijo nuestro Señor que el Sabbat estaba hecho para el hombre y no el hombre para el Sabbat?