Sir Roger empezó de nuevo.
—En la ceremonia del matrimonio dijisteis…
—Cierto. ¿No he mantenido mi juramento? ¿No os he obedecido en todo? —sus mejillas se inflamaron—. Pero sólo Dios puede gobernar mis sentimientos.
—No os molestaré más —respondió mi señor, con la voz alterada.
No oí aquellas palabras por mí mismo. La pareja avanzaba por delante de nosotros y el viento hacía remolinear sus capas escarlatas, las plumas del yelmo de mi señor, el velo del cónico sombrero de mi señora. La imagen perfecta del caballero y su bienamada. Pero transcribo estas palabras como simples conjeturas a la luz de la desgracia que nos asedió a partir de entonces.
Lady Catalina, siendo de sangre noble, sabía dominar sus emociones y mantener una cortés educación. Cuando llegamos al edificio de la conferencia y nos detuvimos ante él, sus delicados rasgos no revelaban otra cosa que un frío desprecio contra nuestro común enemigo. Ella tomó la mano de sir Roger y descendió de su montura con gracia felina. Mi señor la condujo hacia la puerta un poco torvamente y con el ceño fruncido.
En el interior de la pérgola cerrada por cortinas se encontraba una mesa redonda, rodeada de un banco circular cubierto de cojines. Los jefes wersgor ocupaban la mitad del círculo con rostros azules, lisos e indescifrables. Sus ojos, sin embargo, se posaban aquí y allá con nerviosismo. Llevaban túnicas hechas de mallas de metal con las insignias de su rango labradas en bronce. Vestidos de seda y marta cebellina, botas de cuero cordobés, encajes en las mangas, calzas con polainas, los ingleses, llenos de cadenas de oro y plumas de avestruz, brillaban como pavos reales en un jardín. Por contraste, la sencillez de mi hábito de monje desazonó al enemigo.
Crucé las manos, permanecí de pie y dije en wersgor:
—Para el buen fin de esta entrevista, permitidme ofrendar un Pater noster.
—¿Un qué? —preguntó el jefe de los enemigos; era bastante gordo, pero lleno de dignidad y con un rostro enérgico.
—Silencio, por favor —se lo habría explicado, pero su abominable idioma parecía carecer de alguna palabra que significase plegaria; ya había interrogado a Branithar al respecto—. Pater noster, qui es in coelis —empecé; todos los ingleses se arrodillaron conmigo.
Oí que uno de los wersgorix murmuraba:
—Ya lo veis, ya os dije que eran bárbaros. Se trata de algún rito supersticioso.
—No estoy tan seguro —replicó el jefe con aspecto dudoso—. Los jairs de Boda tienen ciertas fórmulas que les permiten alcanzar la integración psicológica. Les he visto doblar de ese modo su fuerza temporalmente, o detener la sangre de una herida, o pasar dos días sin dormir. El dominio de los órganos internos mediante el sistema nervioso… Y a pesar de toda la propaganda que hemos hecho contra ello, sabéis perfectamente que los Jairs son tan buenos científicos como nosotros.
Comprendí aquellos intercambios clandestinos fácilmente, y ellos no parecían darse cuenta de que podía hacerlo. Recuerdo que el propio Branithar me pareció un poco sordo. Parecía evidente que los wersgorix poseían orejas menos finas que las humanas. Me enteré más tarde de que aquel hecho era debido a que su planeta de origen tenía un aire más denso que el de la Tierra y que en él los sonidos resonaban más fuerte. Sobre Tharixan, el aire era casi como el de Inglaterra y había que alzar la voz para hacerse oír.
De momento, acepté con reconocimiento aquella particularidad como un don de Dios, sin detenerme en sorpresas que advirtieran al enemigo.
—Amén —concluí. Todos nos sentamos alrededor de la mesa.
Sir Roger miró con fijeza al jefe wersgorix con sus severos ojos grises. Una verdadera puñalada.
—¿Voy a tratar con alguien del rango adecuado? —preguntó.
Traduje.
—¿Qué entiende por «rango»? —se cuestionó el jefe wersgorix—. Soy gobernador de este planeta y me acompañan los principales oficiales de las fuerzas de seguridad.
—Quiere decir —expliqué— que le gustaría saber si sois de cuna lo suficientemente alta como para que no se rebaje a tratar con vos.
Parecieron quedarse cada vez más estupefactos. Expliqué lo mejor que pude los conceptos de una alta cuna; con mi vocabulario limitado, no fui muy brillante. Debatimos durante algún tiempo antes de que uno de los extranjeros le dijera a su jefe:
—Creo que ya lo entiendo, Grath Huruga. Si saben más que nosotros acerca de los cruces para obtener determinados rasgos —interpreto palabras totalmente nuevas para mí a partir del concepto—, quizá lo hayan aplicado a su propia raza. Quizá toda su civilización se ha organizado como una fuerza militar, poniendo a su cabeza a seres superiores cuidadosamente producidos y entrenados —se estremeció ante aquel pensamiento—. Y, naturalmente, no querrán perder tiempo hablando con seres menos inteligentes que ellos.
Otro oficial exclamó:
—¡Imposible, es fantástico! A lo largo de todas nuestras exploraciones nunca hemos encontrado…
—Hasta ahora no hemos explorado más que fragmentos diminutos de la Vía Galactea —respondió lord Huruga—. No podemos presumir que sean menos de lo que dicen hasta que nos hayamos informado más ampliamente.
Me contenté con ofrecerles mi sonrisa más enigmática mientras me quedaba sentado escuchando lo que ellos tomaban por murmullos.
El gobernador me dijo:
—En nuestro Imperio no hay rangos inmutables y cada uno alcanza el rango que merece. Yo, Huruga, soy la más alta autoridad de Tharixan.
—Entonces puedo tratar con vos hasta que puede verme con vuestro emperador —dijo sir Roger por mi mediación.
Tuve algunos problemas para traducir la palabra «emperador». De hecho, el dominio de los wersgor no se parecía en nada a lo que conocíamos. Las personas más ricas e importantes vivían en inmensos terrenos con una escolta de mercenarios de cara azul. Se comunicaban con los instrumentos que hablaban a distancia y se visitaban con sus rápidos navíos aéreos o con naves del espacio. Había otras clases que ya he mencionado: guerreros, mercaderes, políticos. Pero ninguno nacía perteneciendo a una clase en la que debía seguir durante toda la vida. Según la ley, todo eran iguales y libres de luchar lo mejor que supieran para alcanzar riqueza y posición. A decir verdad, incluso habían abandonado la idea de la familia. Los wersgorix no tenían nombres propios. Se les identificaba por números en un registro central. Los machos y las hembras vivían raramente más de unos pocos años juntos. Se enviaba a los niños, desde muy pequeños, a la escuela; allí vivían hasta alcanzar la edad adulta, pues sus padres les consideraban muy a menudo más como una carga que como una bendición.
Y sin embargo, aquel estado, en teoría una república de hombres libres, era en la práctica una de las peores tiranías que el mundo haya conocido, incluso contando la era del terrible Nerón.
Los wersgorix no sentían ningún afecto especial por el país en que habían nacido; no reconocían lazos de parentesco ni de deber. Como resultado, un individuo no tenía a nadie que se interpusiera entre él y el gobierno central. En Inglaterra, cuando el rey Juan se hizo más presuntuoso, se impuso a las leyes antiguas y a los intereses privados locales; los barones le hicieron doblegarse y consiguieron la libertad de la que hoy gozan todos los ingleses. Los wersgor eran una raza de aduladores, incapaces de protestar contra los decretos arbitrarios de sus superiores. «Ascender por méritos» no significaba otra cosa que «ascender según la utilidad que se tenía para los ministros imperiales».
Pero he hecho una larga digresión, una mala costumbre que no pierdo y por la que mi arzobispo me ha obligado a la penitencia en algunas ocasiones. Volvamos a aquel día en que nos encontrábamos sentados en el pabellón de nácar. Huruga volvió hacía nosotros sus terribles ojos y dijo: