—Parece que entre vosotros hay dos variedades, dos especies, ¿cierto?
—No —dijo uno de sus oficiales—. Hay dos sexos. Son, claramente, mamíferos.
—Ah, sí. —Huruga miró la ropa de los que se sentaban al otro lado de la mesa: profundos escotes, según la desvergonzada moda de los tiempos modernos—. Sí, ya lo veo.
Cuando se lo traduje a sir Roger, mi señor dijo:
—Explicadle, para satisfacer su curiosidad, que nuestras mujeres saben llevar la espada lo mismo que los hombres.
—¡Ah! —Huruga se lanzó casi sobre mí—. Esa palabra, espada, significa un arma cortante?
No tuve tiempo para pedir consejo a mi amo. Recé interiormente para mantenerme firme y respondí:
—Sí. Habréis visto que las llevaban todos nuestros hombres. Consideramos que son las mejores armas para los combates cuerpo a cuerpo. Pregúntaselo a los miembros de la guarnición de Ganturath.
—Ejem… sí —uno de los wersgorix adoptó un aspecto feroz—. Abandonamos la táctica de combates de ese tipo hace siglos, Grath Huruga. La necesidad parecía ya fuera de cuestión. Pero recuerdo uno de los roces en las fronteras clandestinas de los jairs. Ocurrió en Uloz IV y utilizaron largos cuchillos con efectos desastrosos.
—En ciertos casos, sí, ya lo veo. —Huruga frunció el ceño—. Sin embargo, el hecho es que los invasores deambulan sobre animales vivos.
—Que no necesitan más carburante, Grath, que vegetación.
—Pero que no pueden resistir ni rayos de calor ni plomos. Y estos seres blanden armas que pertenecen a un pasado prehistórico. No llegan sobre una de sus naves, sino en una nuestra —dejó de murmurar y espetó—: Bueno, ya hemos perdido mucho tiempo. Ceded, haced lo que os pidamos u os mataremos a todos.
Traduje.
—Las pantallas de fuerza nos protegen de vuestras armas de rayos —dijo sir Roger—. Si queréis atacarnos, recibiréis una buena acogida.
Huruga se puso púrpura.
—¿Imagináis que una pantalla de fuerza puede detener proyectiles explosivos? —rugió—. ¡Basta con enviar uno solo y hacerlo estallar en el interior de vuestra pantalla para destruiros a todos!
Sir Roger pareció menos desconcertado que yo.
—Ya hemos oído hablar de esas armas explosivas —me dijo—. Naturalmente, intenta meternos miedo. ¡Cómo iba a bastar un solo disparo! Ningún navío podría despegar con una carga así de pólvora. ¿Me toma por un patán, por un palurdo que se cree los cuentos de las viejas? Admito que podría lanzar sobre nuestro campamento algunos barriles llenos de explosivos.
—¿Qué debo decirle? —pregunté, lleno de temor.
Los ojos del barón brillaron.
—Traducid mis palabras con exactitud, hermano Parvus: hasta el momento no hemos utilizado nuestra artillería porque queremos parlamentar con vosotros y no exterminaros. Si insistís, si queréis bombardearnos, hacedlo enseguida, por favor. Nuestras defensas acabarán con vuestros planes. ¡Acordaos también de que tenemos prisioneros wersgorix!
Vi que la amenaza les impresionaba. Con todo, aquellos despiadados corazones habrían matado de buen grado a unos cuantos centenares de los suyos. Nuestros rehenes no podían retenerles mucho tiempo, pero podíamos emplearlos para negociar y ganar tiempo. Me pregunté cómo hacer que aquel tiempo jugase a nuestro favor… no vi otro modo que ponernos entre tanto en buena disposición para la muerte.
—Bien —dijo Huruga con tono brusco—, estoy dispuesto a escucharos. Todavía no habéis dicho por qué habéis llegado de un modo tan inesperado y sin ser provocados.
—Atacasteis vosotros primero y nunca os habíamos hecho mal alguno —respondió sir Roger—. En Inglaterra, un perro no muerde nunca dos veces. Mi rey me ha enviado para daros una buena lección.
Huruga:
—¿Con un solo navío? ¿Un navío que ni siquiera es vuestro?
Sir Roger:
—No traemos más que lo necesario.
Huruga:
—¿Qué queréis?
Sir Roger:
—Vuestro Imperio debe someterse a mi señor, el rey de Inglaterra, de Irlanda, del País de Gales y de Francia.
Huruga:
—Bueno, hablad en serio.
Sir Roger:
—Hablo en serio, os lo advierto solemnemente. Pero, para evitar más pérdida de sangre, me gustaría vérmelas en combate singular con vuestro campeón y con las armas que elijáis para dejar zanjada esta cuestión. ¡Dios protegerá la razón!
Huruga:
—¿Os habéis escapado de algún asilo?
Sir Roger:
—Considerad nuestra posición. Os hemos descubierto y averiguado que sois una nación pagana, con armas y artes semejantes a las nuestras, aunque inferiores. Podréis molestarnos hasta cierto punto, hacer expediciones a nuestros planetas menos defendidos. Eso nos obligará a aniquilaros, pero somos demasiado misericordiosos como para disfrutar con ello. Lo único razonable es aceptar vuestra rendición.
Huruga:
—¿Y esperáis honestamente que un puñado de hombres montados sobre animales, armados con espadas…? —se sofocó; a continuación, dialogó con sus oficiales—. ¡Maldito problema de traducción! —se lamentó—. No estoy nunca seguro de haberles entendido del todo. Supongo que podrían ser una expedición punitiva. Por razones de secreto militar pueden haber empleado uno de nuestros navíos para mantener en reserva sus armas más poderosas. Todo esto parece insensato, pero no más insensato que ver que un bárbaro me dice con toda sangre fría que yo, representante del más poderoso reino del Universo, debo rendirme y abandonar mi autonomía. A menos que todo esto no sea más que una baladronada. Quizá no hayamos comprendido sus demandas… quizá tenemos de ellos una falsa opinión, lo que podría resultar muy grave para nosotros. ¿Tiene alguien alguna idea?
Mientras hablaba, le dije a sir Roger:
—¿No hablaréis en serio, señor? Pensad lo que decís.
Lady Catalina no pudo resistir más tiempo y dijo:
—¿Por qué no?
—No —el barón sacudió la cabeza—. Claro que no. ¿Qué haría el rey Eduardo con todas estas caras azules? Ya tiene bastante con los irlandeses. No; sólo espero cerrar un trato. Si podemos arrancarles algunas garantías, si prometen no atacar la Tierra… si podemos conseguir algunos cofres llenos de oro para nosotros.
—Y un guía para volver a casa —añadí sobriamente.
—Es un problema que resolveremos más adelante —dijo con voz seca—. Ahora no tenemos tiempo. No podemos admitir ante el enemigo que no somos más que pobres niños perdidos.
Huruga se volvió hacia nosotros.
—Comprenderéis, supongo, que sabéis lo descabelladas que son vuestras ofertas. Pero si podéis demostrarnos lo que vale vuestro reino, nuestro emperador se sentiría encantado de recibiros en embajada.
Sir Roger bostezó y dijo con hastío:
—Es inútil insultarnos. Mi monarca quizá aceptase recibir a vuestros emisarios si es que antes adopta la Fe verdadera.
—¿Qué Fe es ésa? —preguntó Huruga, empleando la palabra inglesa.
—La verdadera creencia, naturalmente —dije—. La verdad sobre Aquel que es fuente de toda sabiduría y virtud, Aquel a quien rezamos humildemente para que nos guíe.
—¿De qué está hablando ahora, Grath? —murmuró un oficial.
—No lo sé —susurró Huruga—. Estos ingleses parece que poseen una gigantesca calculadora a la que someten todas sus decisiones… ¿quién sabe? ¿Cómo interpretarlo? Dejemos correr las cosas. Hay que ver cómo actúan; hay que considerar lo que acabamos de saber.
—¿Y si enviásemos un mensaje urgente a Wersgorixan?
—¿Estás loco? Todavía no, hay que saber más. ¿Quieres que el Cuartel General piense que no sabemos resolver nuestros problemas? Si esta gente no son más que simples piratas bárbaros, ¿te imaginas lo que sería de nuestras carreras si llamásemos en nuestro auxilio a toda la flota?