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El barón escuchó mientras le traducía el discurso. Sus labios se veían pálidos en su rostro de bronce.

—Bien, hermano Parvus —dijo con voz débil—, parece que todo esto no ha ido tan bien como esperaba… pero no tan mal como había temido. Decidle que si nos deja volver sanos y salvos al campamento, tendrá su combate en el suelo y que, si no utiliza armas explosivas, nuestros rehenes no tendrán nada que temer más que su propio fuego.

Tras una mueca, añadió:

—De todos modos, habría sido incapaz de asesinar cautivos indefensos. Aunque es inútil decírselo.

Huruga le dirigió un glacial gesto con la cabeza cuando le transmití el mensaje. Nosotros dos, dos pobres humanos, pudimos volver a montar y regresar al campamento. Dejamos que los caballos fuesen al paso para prolongar la tregua y sentir durante un rato más el sol en la cara.

—¿Qué habrá pasado en el castillo de Stularax, sire? —murmuré.

—No lo sé —replicó sir Roger—. Pero apostaría a que los caras azules dijeron la verdad —¡y eso que no les creí!— cuando afirmaron que uno de sus proyectiles más poderosos podía destruir nuestro campamento. Las armas que esperábamos conseguir se han volatilizado. Sólo puedo rezar para que nuestros pobres soldados no hayan muerto con la explosión. Ahora no tenemos nada con que defendernos.

Levantó la cabeza, cubierta con su yelmo emplumado. Los ingleses siempre han peleado mejor con la espalda apoyada en la pared.

Capítulo 13

Volvimos al campamento y mi señor reunió a toda su gente como si la batalla que se avecinaba fuese su mayor deseo. Entre desordenados chasquidos de armas y ruidos provocados por las armaduras, los nuestros se dispusieron en sus puestos de combate.

Permitidme que describa nuestra situación un poco más detalladamente. Ganturath era una base secundaria que no había sido construida para resistir poderosas fuerzas militares. La parte más baja, la que nosotros ocupábamos, consistía en varios edificios de ladrillo poco elevados y dispuestos en círculo. En el exterior de aquel círculo se encontraban —protegidas— las bombardas. Pero aquéllas habían sido construidas para disparar hacia el aire a los navíos voladores y, por el momento, no nos eran de ninguna utilidad. Bajo la fortaleza corría todo un dédalo de habitaciones y pasadizos. Pusimos en ellos a los niños y a los viejos, a los prisioneros y al ganado, bajo guardia de algunos siervos armados. Algunos ancianos y otros hombres, heridos pero aún con bastante ánimo, fueron colocados entre los edificios, dispuestos a transportar a los heridos, llevar cerveza y ayudar a los combatientes del mejor modo que pudieran.

La línea de combate se dispuso en el lado del fuerte que se alzaba frente al campamento de los wersgorix, en el interior del muro bajo hecho de tierra que habíamos levantado durante la noche. Armados con picos, palos y hachas, la línea recibía el ocasional apoyo de grupos de arqueros. La caballería esperaba en las dos alas. Detrás de nuestros jinetes, las mujeres más jóvenes y algunos hombres mal entrenados se repartían las escasas armas de plomo. La pantalla de fuerza hacía inútiles los cañones de rayos.

La pálida claridad azulada de aquel escudo se reflejaba a nuestro alrededor. Detrás de nosotros se alzaba el viejo bosque. Ante nosotros, una hierba azulada se ondulaba hasta el fondo del valle; entre raros árboles aislados, las nubes colgaban sobre las distantes colinas. Todo poseía el tono raro y azul de un decorado del país de las hadas. Mientras preparaba, acompañado por otros no combatientes, los vendajes que se emplearían en el combate, me pregunté por qué en una región tan agradable habrían de seguir reinando el odio y la muerte.

Los navíos volantes pasaron gruñendo por encima de nosotros y desaparecieron más allá del campamento wersgor. Nuestros cañoneros abatieron algunos antes de que desapareciesen. Algunos se habían quedado en tierra, como reserva, y entre ellos se contaban los enormes transportes. De momento, sin embargo, me interesaba mucho más lo que ocurría al nivel del suelo.

Los wersgorix avanzaban en masa, provistos de armas de plomo con largos cañones. Observaban un orden perfecto. No se acercaban formando una masa compacta, sino que se dispersaban tanto como se lo permitía el terreno. Algunos de los nuestros se alegraron, pero yo sabía que aquella debía ser su táctica normal para los combates en el suelo. Cuando se poseen mortales fusiles de fuego rápido, no se ataca en filas cerradas. Interesa más terminar cuanto antes con los cañones enemigos.

Y contaban con máquinas capaces de hacerlo. Las debían haber transportado por aire desde el cuartel central de Darova. Eran de dos clases, pero todas semejaban ser carros de guerra sin caballos. Las más numerosas eran ligeras y abiertas, hechas de acero y capaces de transportar a cuatro soldados y dos armas de fuego rápido. Iban a una velocidad sorprendente, muy móviles, como segadoras de cuatro hojas. Comprendí su objetivo inmediatamente en cuanto las vi avanzar chirriando, saltando a cien millas por hora, sobre el desgajado terreno: eran tan difíciles de alcanzar que la gran mayoría llegarían hasta nosotros incluso bajo el fuego de las bombardas.

Aquellos pequeños vehículos se mantuvieron, no obstante en la retaguardia, cubriendo a la infantería de Wersgor. La primera línea de batalla consistía en vehículos de pesadas corazas. Se desplazaban muy lentamente para ser armas de aspecto tan poderoso: apenas alcanzaban el paso de un caballo al galope. Debía ser tanto por su enorme tamaño —aproximadamente el de la choza de un campesino— como por la espesa coraza de acero, capaz de resistirlo todo excepto una explosión directa. Las bombardas giraban en las torretas, rugían, levantaban polvo… parecían dragones. Conté más de veinte: enormes, impenetrables, extendidas en una larga línea que lo aplastaba todo bajo sus bandas giratorias. Por donde pasaban, de la hierba y la tierra no quedaba más que un surco lleno de pedrisco.

Me contaron que uno de nuestros artilleros había aprendido a usar los cañones con ruedas capaces de lanzar proyectiles explosivos; salió de entre nuestras filas y corrió hacia uno de ellos. Sir Roger, armado de pies a cabeza, se lanzó tras él y le derribó con la lanza.

—¡Detente! ¿Qué quieres hacer? —preguntó.

—Disparar, sire —respondió el soldado, jadeando—. Disparemos contra ellos antes de que traspasen nuestro muro.

—Si no estuviera seguro de que nuestros arqueros son capaces de ocuparse de esos caracoles gigantes, te dejaría usar ese tubo —replicó mi señor—. De momento, recoge la pica.

Aquel discurso causó muy buena impresión entre la pobre gente armada con lanzas, de pie, empuñando las armas, que se disponía a recibir aquella terrible carga. Sir Roger no vio ninguna razón para explicarles que (a juzgar por lo que había pasado en Stularax) no se atrevía a emplear los explosivos a tan corta distancia por miedo a destruirnos también a nosotros al tiempo que al enemigo. Podría haber comprendido que los wersgonx contaban con proyectiles de diferentes fuerzas, pero, ¿quién piensa en todo?

Fuera como fuese, los conductores de aquellas fortalezas móviles debieron quedarse muy intrigados al ver que no disparábamos contra ellos. ¿Qué tendrán en reserva?, debieron preguntarse. Lo descubrieron cuando el primer carro de guerra cayó en uno de los fosos ocultos.

Otros dos cayeron en la trampa antes de que pudieran comprender que no eran obstáculos ordinarios. Los santos del cielo nos ayudaron, seguro. En nuestra ignorancia, cavamos agujeros tan anchos como hondos, pero de los que habrían podido salir con toda facilidad aquellos poderosos vehículos si no hubiéramos añadido, por la fuerza de la costumbre, unas grandes vigas de madera, como si hubiéramos esperado empalar con ellos a no sé qué tipo de caballos gigantes. Algunas se engancharon en las bandas giratorias que rodeaban las ruedas de las máquinas, que no tardaron en quedar inutilizables, bloqueadas por la pulpa de madera.