Aquí, creo que ha llegado el momento de explicar lo que es un armadijo, pues se trata de un arma olvidada. Era el más sencillo de todos los aparatos de asedio y, sin embargo, el más eficaz. En principio, no era más que una gran palanqueta que se balanceaba libremente sobre un pivote. En el extremo de uno de sus largos brazos había una especie de red para el proyectil, mientras que el brazo más corto transportaba un peso de piedra, a menudo de varias toneladas. Este último era alzado por dos poleas o una cabría mientras se cargaba la red. Al liberarse el peso y caer, hacía que el largo brazo de la palanqueta describiera un arco inmenso.
—Aquellos obuses no me decían gran cosa —reconoció John el Rojo—. Apenas pesaban cinco libras. Montar el armadijo para lanzarlos a pocas millas era el único trabajo necesario. ¿Qué harían?
¿Estallar como una olla? He visto utilizar los armadijos en los asedios de las ciudades francesas. Se enviaban rocas de una o dos toneladas, o caballos muertos, por encima de las murallas. Bueno, las órdenes son las órdenes, me dije. Preparé el pequeño obús como me habían pedido y, pum, lo lancé. ¡Bum! Se podría decir que el mundo explotó. Debo reconocer que era mejor que lanzar los huesos de un caballo muerto.
»A través de los cristales de aumento se pudo ver el castillo totalmente demolido, arruinado. Era inútil ir a saquearlo. Lanzamos otros obuses para asegurarnos. Allí no quedó más que un enorme agujero brillante como cristal. Sir Owain consideró que transportábamos ya un arma mucho más útil que cualquiera que pudiera coger en el fuerte, y creo que tenía razón. Echamos a volar y aterrizamos en el bosque a pocas millas de aquí; sacamos el armadijo y lo montamos. Eso es lo que nos ha llevado tanto tiempo, sire. Cuando sir Owain vio desde el aire lo que pasaba aquí, lanzó un obús para meterle miedo al enemigo. Ahora, puede ya enviar tantos como vos queráis, sire.
—Pero, ¿dónde está el navío? —preguntó sir Roger—. El enemigo tiene detectores de metal. No han podido encontrar el armadijo en el bosque porque es de madera. Pero, sin duda, podrán encontrar la nave, por mucho que la hayáis escondido.
—Oh, muy sencillo, sire. —John el Rojo sonrió—. Sir Owain ha puesto a navegar su navío entre los demás. Entre tantos como son, ¿quién descubriría la diferencia?
Sir Roger lanzó una risotada.
—Os habéis perdido una batalla gloriosa —dijo—, pero podréis encender la hoguera de la alegría y la pira funeraria. Volved y decidles a vuestros hombres que empiecen a bombardear el campamento enemigo.
Nos retiramos bajo tierra en el momento convenido, tal y como nos mostraron los instrumentos de contar el tiempo apresados a los wersgorix. Incluso así, sentimos temblar la tierra y oímos los sordos gruñidos mientras se destruían sus instalaciones terrestres y la mayoría de sus máquinas de guerra. Bastó un solo golpe. Los aterrados supervivientes saltaron a bordo de uno de los navíos de transporte, abandonando una gran parte de su equipo sin daño alguno. Las pequeñas naves aéreas desaparecieron aún más rápidamente, como hojas muertas llevadas por el viento. Cuando el lento poniente brilló en la dirección que dimos en llamar oeste con mucha nostalgia, los leopardos de Inglaterra flotaban por encima de una gran victoria inglesa.
Capítulo 14
Sir Owain se posó en el suelo como algún héroe de canción de gesta que hubiera llegado a la Tierra. Sus triunfos no le habían costado mayor esfuerzo. Mientras se paseaba entre la flota de Wersgor, incluso tuvo tiempo para calentar agua y afeitarse. Avanzó con paso ligero y gracioso, con la cabeza erguida, la cota de malla brillando bajo el sol y la enorme capa escarlata flotando al viento. Sir Roger acudió a su encuentro junto a las tiendas de los caballeros, sucio, sudoroso, con la armadura abollada, cubierto de sangre coagulada. Su voz sonaba ronca a causa de los gritos.
—Os felicito, sir Owain, por esta brillante acción y por vuestra bravura sin par.
El joven se inclinó profundamente —ante él— y, luego, sutilmente, ante lady Catalina, que salió de la multitud enardecida.
—No podría haber hecho menos —murmuró sir Owain—, llevando la cuerda de un arco junto a mi corazón.
Lady Catalina se ruborizó. Los ojos de sir Roger fueron de uno a la otra. Formaban, realmente, muy buena pareja. Vi que sus manos se cerraban en torno a la guarda de la espada dañada por los combates.
—Id a vuestra tienda, señora —le dijo a su esposa.
—Todavía queda mucho trabajo que hacer con los heridos, sire —replicó lady Catalina.
—Trabajaréis para todos, excepto para vuestro esposo y vuestros hijos, ¿verdad? —Sir Roger hizo un esfuerzo para parecer sarcástico, pero sus labios se inflamaban allí donde un plomo rebotase después de estrellarse en la visera del yelmo—. Id a vuestra tienda, os digo.
Sir Owain pareció impresionado.
—Esas palabras no deben dirigirse a una dama, sire —protestó.
—¿Serían más adecuados vuestros satánicos halagos? ¿O alguna palabra susurrada que arreglase una cita? —rezongó sir Roger.
Lady Catalina palideció. Hizo falta un tiempo para que recuperase el aliento y el habla. Nos rodeó a todos un pesado silencio.
—Pongo a Dios por testigo de que todo esto es una calumnia —dijo mi señora.
Su vestido flotó tras ella al partir. Cuando hubo desaparecido en su pabellón, oí los primeros sollozos.
Sir Owain miró al barón con horror.
—¿Habéis perdido la cabeza? —dijo al fin, casi sin aliento.
Sir Roger encogió los fuertes hombros como si estuviera levantando un pesado fardo.
—Todavía no. Que todos mis capitanes vengan a verme cuando se hayan lavado y cenado. En cuanto a vos, sir Owain, será más prudente que os ocupéis de la salvaguarda del campamento.
El caballero se inclinó de nuevo. No era un gesto insultante, pero todos pensamos que sir Roger había pecado contra las buenas maneras. Sir Owain partió y se ocupó activamente de su tarea. Los centinelas no tardaron en estar en su puesto. A continuación, el caballero se llevó a Branithar a dar una vuelta por el campamento wersgor, lo que quedaba de él, para examinar con él el equipo que se había encontrado lejos de la explosión y que aún podía resultarnos útil. Durante aquellos últimos días, por turbulentos que fuesen, el cara azul encontró tiempo para perfeccionar su inglés. Lo hablaba imperfectamente, cierto, pero con mucho ardor; sir Owain le escuchaba con atención. Les vi en el obscuro crepúsculo, mientras yo me dirigía apresurado hacia la conferencia. No pude escuchar lo que hablaban.
Ardía una gran hoguera y habían plantado fogatas en el suelo. Los jefes ingleses se habían sentado a la redonda mesa de conferencias. Extrañas constelaciones titilaban encima de nuestras cabezas. Oí los murmullos de la noche correr por el bosque. Todos los hombres estaban mortalmente cansados, caídos casi sobre los bancos, aunque sus ojos no dejaron de mirar al barón ni un solo instante.
Sir Roger se levantó. Bañado, vestido con ropa limpia y sencilla, con un arrogante anillo de zafiro en el dedo, no dejaba que la fatiga le traicionase más que por el tono sordo de su voz. Eché un vistazo a la tienda en que dormía lady Catalina con sus hijos. La obscuridad la ocultaba.
—Una vez más —decía mi señor—, Dios, en su grandísima piedad, nos ha ayudado a vencer. Pese a las destrucciones, contamos con un buen botín de vehículos y armas, más de las que podemos utilizar. El ejército que se lanzó contra nosotros ha huido, diezmado, y sólo queda una fortaleza en todo el planeta.