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Sir Brian se rascó el mentón constelado de pelo blanco.

—Pueden lanzarnos explosivos —dijo—. ¿No es arriesgado seguír aquí? Cuando se hayan repuesto, se nos van a echar encima.

—Cierto —Sir Roger hizo un gesto con su rubia cabeza—. Esa es una de las razones por las que no hemos de demorarnos. Hay otra: estamos muy mal alojados. El castillo de Darova, por lo que dicen, es mucho más grande, mucho más sólido y está mucho mejor defendido. Cuando nos hayamos apoderado de él, nada habremos de temer de los obuses. Aunque el duque Huruga no cuente con nuevas armas sobre este mundo, podemos estar seguros de que se habrá tragado el orgullo y habrá enviado navíos a las estrellas para pedir ayuda. Hemos de esperar la llegada de una armada de Wersgor —hizo como si no viera los temblores de la audiencia y añadió—: Por todas esas razones, hemos de apoderarnos de Darova… intacta.

—¿Y podríamos vencer a las flotas de cien mundos? —gritó el capitán Bullard—. Sir, vuestro orgullo se ha convertido en locura. Echemos a volar mientras podamos y recemos a Dios para que nos guíe a la Tierra.

Sir Roger golpeó la mesa con el puño. El sonido cubrió todos los murmullos de la noche.

—¡Por los clavos de Cristo! —rugió—. ¡El día en que hemos logrado una victoria como no se veía desde los tiempos de Ricardo Corazón de León, queréis huir con la cola entre las piernas! ¡Os creía un hombre!

Bullard emitió un sordo gruñido.

—A fin de cuentas, ¿qué ganó Ricardo? El pago de un rescate que arruinó el país.

Pero sir Brian Fitz-William le escuchó y murmuró:

—No soportaré el tener que escuchar perfidias y palabras traicioneras.

Bullard se dio cuenta de lo que había dicho, se mordió los labios y se mantuvo en silencio. Sir Roger siguió hablando.

—Debieron vaciar los arsenales de Darova para venir a atacarnos. Poseemos ahora casi todo lo que queda de armas y hemos matado a la mayoría de su guarnición. Si les damos tiempo, recobrarán el valor y unirán a todas sus tropas. Harán venir a los hombres libres y a los mercenarios de todo el planeta para lanzarlos contra nosotros. Pero, de momento, en sus filas debe reinar el mayor desorden. Podrán, en el mejor de los casos, poner a algunos hombres en las murallas. El contraataque está fuera de su imaginación.

—Entonces, ¿esperamos a los pies de Darova la llegada de sus refuerzos? —dijo desde la sombra una voz irónica.

—Mejor eso que esperar sentados en el campamento, ¿no os parece? —la risa de sir Roger era forzada, pero a la suya se unieron una o dos risotadas animosas; el asunto estaba decidido.

Nuestras pobres tropas agotadas no tuvieron derecho al descanso.

Había que ponerse manos a la obra inmediatamente, bajo la bella luz del doble claro de luna. Encontramos varios navíos aéreos de transporte, apenas superficialmente dañados. Se encontraban bastante lejos de las explosiones. Los artesanos cautivos los repararon a punta de lanza. Subimos a bordo todos los vehículos y armas y el equipo que pudimos encontrar. Siguieron nuestra gente, los prisioneros y el ganado superviviente. Mucho antes de medianoche, los navíos se elevaron sonoramente en el cielo, protegidos por una nube de otras naves con uno o dos hombres a bordo. Fue justo a tiempo. Apenas una hora después de nuestra partida —como descubrimos más tarde— navíos volantes sin tripulantes y llenos de potentes explosivos cayeron como lluvia sobre el emplazamiento de Ganturath.

A prudente velocidad, a través de cielos vacíos de naves enemigas, llegamos a situarnos encima de un mar interior. Millas más allá, en medio de una región accidentada y cubierta de espesos bosques, se encontraba Darova. Me convocaron al puesto de guía como intérprete y vi, ampliado por las pantallas, muy lejos y muy por debajo de mí.

Habíamos volado en la dirección del sol naciente y la roja aurora iluminó los edificios. Apenas se veían diez estructuras redondas y bajas de piedras vitrificadas y cuyos muros eran lo bastante espesos como para resistir cualquier cosa. Estaban unidas unas a otras mediante túneles reforzados. A decir verdad, casi todo el castillo se extendía por debajo de la tierra, tan autosuficiente como una nave del espacio. Vi un círculo exterior formado por gigantescas bombardas y lanzadores de proyectiles. Enormes bocas emergían de emplazamientos practicados en el suelo y, como la parodia satánica de una aureola, la pantalla de fuerza estaba en activo. Pero la fortaleza parecía de por sí tan poderosa que lo demás no era sino como un decorado. Salvo el nuestro, no había ningún navío a la vista.

Como la mayor parte de nosotros, yo también había recibido instrucciones sobre el modo de utilizar los conversadores a distancia. Puse uno en marcha y la imagen de un oficial wersgor apareció en la pantalla. Por su parte, intentaba hacer lo mismo y así perdimos unos minutos. Su rostro se veía pálido, de un azul cerúleo. Tragó saliva varias veces antes de poder hablar.

—¿Qué queréis?

Sir Roger frunció el ceño. Con los ojos inyectados en sangre, marcados por obscuras ojeras incrustadas en un rostro demacrado por las preocupaciones, su apariencia resultaba terrible. Dijo secamente y yo traduje:

—Huruga.

—Nosotros… no os entregaremos a nuestro grath. El mismo nos lo ha dicho.

—Hermano Parvus, decidle a este idiota que sólo quiero hablar con el duque. Parlamentar. ¿No saben lo que son las costumbres civilizadas?

El wersgor pareció humillado cuando le traduje exactamente las palabras de mi señor. Habló a una pequeña caja y apretó una serie de botones. Su imagen fue reemplazada por la de Huruga. El gobernador se frotó los ojos y dijo con desesperado valor:

—No podréis destruir esta fortaleza como hicisteis con las otras. Darova fue construida para que estuviera a prueba de todo. Los más pesados bombardeos apenas destruirían las construcciones exteriores. Si intentáis un asalto directo, podemos llenar la tierra y el cielo de explosiones y metal.

Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.

—¿Y durante cuánto tiempo podréis mantener tal descarga? —preguntó suavemente.

Huruga mostró sus afilados dientes.

—¡Tiempo suficiente como para que renuncies al ataque, animal!

—Dudo que estéis preparados para un asedio —murmuró sir Roger; en mi limitado vocabulario, no pude encontrar el término wersgor para aquella última palabra, y Huruga pareció verse en problemas para comprender los circunloquios con que me las arreglé; cuando le expliqué la causa de mi retraso para traducir, sir Roger esbozó un ladino gesto con la cabeza—. Me lo imaginaba —dijo—. Ya veis, hermano Parvus, las naciones que navegan entre las estrellas tienen armas tan poderosas como la espada de san Miguel. Pueden hacer desaparecer una ciudad con un obús y un condado entero con otros diez. En esas condiciones, ¿cómo pueden prolongarse sus batallas? Ese castillo puede resistir los más duros golpes, pero, ¿y un asedio? ¿Eh? ¿Quizá no?

Se volvió hacia la pantalla.

—Me voy a sentar muy cerca. Os vigilaré. Al primer signo de vida en las murallas, abriré fuego. Más valdrá que vuestros hombres se queden bajo tierra todo el tiempo. Cuando queráis rendiros, llamadme por el aparato que habla a distancia y os dejaré partir; tendréis derecho a todos los honores de la guerra.

Huruga sonrió. Casi podía leer sus pensamientos. ¡Claro que podían asentarse los ingleses fuera del castillo hasta la llegada de la flota vengadora! Apagó la pantalla.

Encontramos un buen emplazamiento para el campamento a corta distancia del castillo. Un profundo valle abrigado, por el que corría un río de agua fresca y pura lleno de peces. En el bosque, por doquier, se encontraban zonas de pasto, la caza era abundante y los hombres podían ir en su busca cuando no se encontraban de guardia. Durante algunos de los largos días, vi que el buen humor se difundía de nuevo entre los nuestros.