Sir Roger no se concedió reposo alguno. Creo que no se atrevía, pues lady Catalina dejaba a sus hijos con la nodriza y se iba de paseo continuamente con sir Owain. Sin estar nunca solos —pues siempre cuidaban por proteger las conveniencias—, se mantenían a la vista de sir Roger, que se volvía al verles para proferir alguna orden con aspecto feroz a la persona más cercana.
Oculto en los bosques, nuestro campamento permanecía al abrigo del fuego y de los proyectiles. Las tiendas y pabellones, las armas y herramientas no formaban una concentración de metales capaz de ser detectada por los instrumentos magnéticos de los wersgorix. Los navíos aéreos que teníamos vigilando Darova aterrizaban lejos del campamento. Manteníamos cargados los armadijos por si se detectaba alguna actividad en la fortaleza. Pero Huruga se contentó con esperar pasivamente. A veces, algún audaz navío enemigo pasaba por encima de nosotros, procedente de alguna remota región del planeta. Pero nunca ofrecimos buen blanco para sus explosivos y nuestras patrullas acabaron por expulsarlos.
El grueso de nuestras fuerzas —los grandes navíos, los cañones, los carros de guerra— estuvieron de expedición durante todo el tiempo. No vi por mí mismo la campaña emprendida por sir Roger. Me quedé en el campamento ocupado con diversos problemas: aprender más del idioma wersgor, enseñarle más inglés a Branithar. Acabé por dar clases de wersgor entre algunos de nuestros niños más inteligentes. No me habría gustado participar en la expedición del barón.
Tenía navíos del espacio y naves aéreas. Contaba con bombardas de fuego y obuses. Poseía algunos carros tortuga bastante pesados. Era dueño de cientos de ligeros carros de combate descubiertos, cada uno de los cuales podía llevar una tripulación de cuatro hombres y un caballero. Atravesó el continente de lado a lado persiguiendo al enemigo.
Ninguna región aislada pudo resistir sus ataques. Saqueando y quemando, dejó la desolación a sus espaldas. Mató a muchos wersgonx, quizá más de los necesarios. Se llevó al resto cautivos en las grandes naves espaciales. Raras veces, los hombres libres intentaron oponérsele. Sólo tenían armas ligeras; su ejército les dispersó como paja llevada por el viento y les persiguió por sus propios campos. Sólo necesitó algunas noches para devastar aquel continente. Luego, efectuó una rápida incursión al otro lado del océano, bombardeando y quemando todo a su paso, y volvió.
En cuanto a mí, encontré todo aquello como una cruel carnicería, aunque no fue mucho peor que lo que habían hecho los wersgorix en otros mundos durante tanto tiempo. Sin embargo, debo reconocer que nunca he terminado de entender la lógica de tales comportamientos. Lo que hacía sir Roger era moneda común en Europa contra las provincias rebeldes o los países hostiles extranjeros. Sin embargo, cuando al fin aterrizó en nuestro campamento, cuando sus hombres avanzaron con paso alegre, llenos de joyas, ricas telas, plata y oro, borrachos de licores robados y fanfarroneando de todo lo que habían hecho, fui a ver a Branithar.
—No puedo hacer nada por los nuevos prisioneros —le dije—. Pero explicad a vuestros hermanos de Ganturath que mi señor no les tocará sin cortar antes mi humilde cabeza.
El wersgor me miró con curiosidad.
—¿Por qué te preocupas por los nuestros?
—Que Dios me ayude, no lo sé —reconocí—. A menos que sea porque Él tendrá sus razones para haberos creado como sois.
Mi señor oyó hablar de lo que precede. Me convocó bajo la tienda que adoptó en lugar de pabellón. Vi en el bosque negras masas de cautivos que se desplazaban como ovejas, murmurando aterrados bajo los fusiles de los ingleses. Su presencia, es verdad, nos protegía. El descenso de los navíos debió revelar nuestro emplazamiento a los aparatos ampliadores de Huruga. Y sir Roger se ocupó de hacerle saber al gobernador todo lo que pasaba. Pero vi que las madres de cara azul abrazaban a sus pequeños gimoteantes y me pareció que una mano me apretaba el corazón.
El barón estaba sentado a un taburete, ocupado en roer una costilla de buey. La luz y la sombra que se filtraban entre las ramas le ocultaban el rostro.
—¿Qué he descubierto? —aulló—. ¿Que te encantan las caras azules que hemos capturado en Ganturath?
Encogí los delgados hombros.
—Pensad, a falta de mejor razón, hasta qué punto pondría en peligro vuestra alma un comportamiento de ese tipo.
—¿Qué? —levantó las espesas cejas—. ¿Desde cuando está prohibido liberar cautivos?
Me quedé estupefacto. Sir Roger se golpeó en el muslo y se echó a reír.
—Nos quedaremos algunos que, como Branithar y los artesanos, nos resultarán útiles. Y enviaremos a todos los demás a Darova. Miles y miles. ¿No se derretirá de gratitud el corazón de Huruga?
Me quedé bajo el sol, sin decir nada, mientras seguía oyendo sus carcajadas.
Bajo los empujones y los ligeros puyazos de nuestros hombres, aquella masa sin número avanzó penosamente entre las zarzas hasta emerger a un llano, a la vista de Darova. Algunos, temerosos, salieron de la multitud. Los ingleses, con una irónica sonrisa en los labios, les dejaron actuar, apoyándose en las armas. Un wersgor echó a correr. Nadie le disparó. Otro escapó, luego, otro más. Hasta que todo el rebaño echó a correr hacia la fortaleza.
Aquella misma tarde, Huruga cedió.
—Asunto fácil —bromeó sir Roger—. ¡Hay que imaginarse a todos ellos allí dentro! Y dudo que tengan vituallas suficientes, pues el arte del asedio se ha olvidado en esta región. Le he enseñado que puedo devastar todo el planeta… aun venciéndonos, tendría problemas. Además, le he enviado todas estas nuevas bocas que alimentar —me dio una buena palmada en la espalda; cuando me hube repuesto, añadió—: Hermano Parvus, ahora que este mundo es nuestro, ¿os gustaría ser el abad de su primera abadía?
Capítulo 15
Naturalmente, yo no podía aceptar aquella oferta. Sin contar con la difícil cuestión de la consagración, esperaba saber mantenerme en mi humilde lugar en aquel mundo. De todos modos, en aquella época, todo aquello no eran más que palabras. Temamos muchas razones para ofrecer a Dios una Misa de Acción de Gracias.
Dejamos que se fueran casi todos los cautivos wersgor. Sir Roger lanzó una proclama mediante el aparato de hablar a distancia. Se dirigía a Tharixan. Rogaba a todos los grandes propietarios de las zonas que todavía no habían sido destruidas que se acercasen para presentar su sumisión y para llevarse a algunos de los suyos que se habían quedado sin hogar. Les dio a los wersgor una lección tan buena que durante algunos días el campamento estuvo atestado de visitantes de caras azules. Tuve que ocuparme de ellos y olvidé lo que era el sueño. En conjunto, eran bastante sumisos. A decir verdad, aquella raza había reinado durante tanto tiempo entre las estrellas que sus soldados sólo habían aprendido un viril desprecio a la muerte. Cuando éstos se rindieron, los burgueses se apresuraron para imitarles. Tenían tanta costumbre de dejarse dirigir por un movimiento todopoderoso que no imaginaban que una revuelta fuese posible.
Durante aquel tiempo, sir Roger concentró toda su atención en el entrenamiento de sus hombres. La guarnición aprendió sus obligaciones. Las máquinas del castillo eran tan fáciles de maniobrar como la mayor parte del equipo wersgor, por lo que podían dedicarse a la defensa de Darova tanto las mujeres como los niños, los siervos o los ancianos. Podríamos mantener la fortaleza contra cualquier ataque durante un tiempo. Los que parecían desesperadamente incapaces de dominar las artes diabólicas de leer símbolos y pulsar botones o que ni siquiera sabían dar vueltas a una manivela, fueron enviados a una isla distante para que se ocuparan del ganado.