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Cuando nuestra transplantada Ansby fue al fin capaz de defenderse, el barón reunió a sus compañeros libres para otra expedición por los cielos. Me explicó por adelantado su nueva idea. Aunque yo era el único en hablar con fluidez el idioma wersgor, Branithar, con la ayuda del padre Simón, instruyó a otros con bastantes buenos resultados.

—No se nos ha dado tan mal hasta ahora, hermano Parvus —declaró sir Roger—. Pero nosotros solos nunca podremos vencer a los ejércitos wersgor que deben haber lanzado contra nosotros. Espero que ya conozcáis muy bien sus letras y números. Lo bastante, en todo caso, como para vigilar a un navegante indígena y aseguraros de que no nos lleva a ninguna parte que no queramos ir.

—He estudiado los principios de sus mapas de estrellas, sire —respondí—, aunque, a decir verdad, no usan muchos mapas, sino, más bien, columnas de números. No llevan a ningún timonel mortal en las naves del espacio. Instruyen un piloto artificial al comenzar el viaje y el homúnculo realiza todas las maniobras del navío.

—¡Eso ya lo sé! —refunfuñó sir Roger—. Así es como Branithar nos jugó aquella mala pasada de traernos aquí. Un pagano bastante peligroso, sólo bueno cuando esté muerto. Me alegra no llevarle a bordo en el viaje, pero no me siento conforme dejándole en Darova.

—¿Dónde vais, sire? —le interrumpí.

—Ah, sí; aún no os lo había dicho —se frotó con los puños los ojos irritados por la fatiga—. Hay otros tres reinos además del de Wersgor. Son naciones de menor importancia, pero también viajan entre las estrellas y temen el día en que estos demonios de jeta de cerdo decidan acabar con ellos. Voy a buscar aliados.

Aquella, evidentemente, era una buena idea, pero yo dudaba.

—Bien, ¿qué pasa ahora?

—Si nunca han declarado la guerra a Wersgor —dije con voz débil—, ¿por qué iban a decidirles a hacerlo una banda de salvajes como nosotros?

—Hermano Parvus, escuchadme atentamente. Estoy ya cansado de todos estos lloriqueos acerca de nuestra ignorancia y debilidad. No somos tan ignorantes en lo relativo a la verdadera fe, ¿verdad? Y, lo que es más, aunque los ingenios de guerra puedan evolucionar con los siglos, las rivalidades y las intrigas no me parecen que sean más sutiles aquí que en nuestro Mundo. No somos salvajes sólo porque no empleamos las mismas armas.

Me resultaba difícil refutar aquel argumento. Aquella era nuestra última esperanza, si es que no queríamos partir al azar por los cielos en busca de la Tierra perdida.

Los mejores navíos del espacio fueron los que encontramos en los subterráneos de Darova. Estábamos equipándolos cuando el sol quedó obscurecido por un navío aún más gigantesco. Suspendido por encima de nosotros como la nube de la tormenta, sembró la confusión entre los nuestros. Pero sir Owain Montbelle llegó a la carrera, arrastrando consigo a un ingeniero wersgor. Tomándome como intérprete, nos condujo hasta la máquina de hablar. Manteniéndose lejos de la pantalla, con la espada en la mano, sir Owain hizo hablar al cautivo con el capitán del navío.

Era una nave mercante que hacía la regular visita al planeta. La tripulación se quedó horrorizada al ver Ganturath y Stularax convertidas en cráteres. Habríamos podido disparar contra el navío fácilmente y derribarle, pero sir Owain empleó a su marioneta wersgor para decirle que había llegado una invasión del espacio y que Darova la había rechazado, por lo que no tenía más que aterrizar. Obedeció. Al mismo tiempo que se abrían los paneles exteriores del navío, sir Owain condujo a bordo a un grupo de hombres y lo capturó sin dificultad.

Le alabaron y le aplaudieron día y noche. Hay que decir que su aspecto era siempre fiero, bravo, elegante, dispuesto en cualquier momento a gastar una broma o soltar un piropo. Sir Roger, cuyas tareas no terminaban nunca, se fue haciendo cada vez más torvo. Los hombres le consideraban con un respeto mezclado de temor, y a veces de odio, pues les obligaba a realizar insensatos esfuerzos. Sir Owain contrastaba con él violentamente, como Oberón en lucha con un oso. La mitad de las mujeres le declaraban su amor, sin duda, pero sus canciones sólo eran para lady Catalina.

El botín tomado en el navío gigante fue muy rico. Sobre todo, encontramos varias toneladas de grano. Lo probamos con el ganado de la isla, que adelgazaba con aquel régimen de fea hierba azulada. Lo aceptó con tanta avidez como si hubiera sido buena avena inglesa. Cuando sir Roger se enteró, exclamó:

—Hay que capturar en primer lugar el planeta del que procede ese grano.

Me santigüé y me apresuré a huir.

Pero no había tiempo que perder. No era un secreto que Huruga había enviado navíos del espacio a Wersgorixan inmediatamente después de la segunda batalla de Ganturath. Necesitarían tiempo para alcanzar aquel distante planeta y el emperador tendría que demorarse para reunir una flota entre sus dominios, separados unos de otros por vastísimas extensiones de espacio. Y todavía tendría que llegar la flota hasta nosotros. Pero los días pasaban rápidamente.

Sir Roger puso a su mujer al frente de la guarnición de Darova: mujeres, niños, ancianos. Me han dicho que es costumbre de los cronistas inventar discursos, que ponen en boca de los grandes personajes cuya vida resulta indigna para un clérigo. Pero yo conocía muy bien a aquellos dos seres, no sólo en su aspecto, sino en su propia alma (que se dejaba detectar, aunque tímidamente). Y puedo imaginarlos en una de las cámaras subterráneas del extraño castillo.

Lady Catalina habría colgado sus tapices y recubierto el suelo de juncos y paja. Los muros obscuros quedarían iluminados por velas colocadas en apliques dorados, para que el lugar pareciera menos fantástico. Espera, vestida con un ropaje glorioso mientras su esposo se despide de los niños. La pequeña Matilda no llora. Robert contiene las lágrimas mientras puede, hasta que la puerta quede a espaldas de su padre; después de todo, es un Tourneville.

Sir Roger se incorpora lentamente. Ya no se afeita por falta de tiempo. La espesa barba le recubre la parte baja de la cara, rematada por la nariz aguileña. Los ojos grises se muestran ausentes y uno de los músculos de su mejilla no deja de moverse. Con el agua caliente que sale a voluntad de los grifos se ha lavado; pero, como de costumbre, sigue llevando el viejo jubón de cuero gastado, las cómodas calzas. El tahalí de su vieja espada chirría cuando se acerca a su esposa.

—Y bien —dice con desgana—. He de partir.

—Sí —su delgada espalda se mantiene muy derecha.

—Creo… —se aclara la garganta—. Creo que sabéis cuanto hace falta saber —ella no responde—. Recordad lo importante que es que los muchachos sigan estudiando el idioma de los wersgorix. Si no lo hacen, estaríamos sordomudos entre nuestros enemigos. Pero no confiéis jamás en los prisioneros. Siempre debe haber dos hombres armados a su lado.

—Confiad en ello —ella asiente con la cabeza.

Lady Catalina no lleva cofia. La luz de las velas se desliza sobre las capas de cabello dorado.

—Tampoco olvidaré que no es necesario dar a los cerdos el mismo grano con que alimentamos a los otros animales.

—Eso es muy importante. Aseguraos de que la fortaleza tiene siempre suficientes provisiones. Aquellos de los nuestros que han probado la comida indígena siguen con vida. Podíais requisar los almacenes de Wersgor.

Se establece un pesado silencio.

—Bien —dice el barón—. He de irme.

—Que Dios os acompañe, señor.

Él se queda inmóvil durante un momento, intentando averiguar lo que ocultan los matices de su voz.

—Catalina…

—Sí, señor…

—He sido injusto con vos —se obliga a decir—. Y, lo que es peor, os he despreciado.

Las manos de lady Catalina se tienden hacia él como siguiendo una voluntad propia. Rudas palmas se cierran a su alrededor.

—De vez en cuando, todos los hombres se equivocan —murmura mi señora.