Al fin, el barón se atreve a mirarla fijamente a sus azules ojos.
—¿Me daríais una prenda…?
—Para que volváis sano y salvo…
Sir Roger la toma de la cintura, la atrae hacia sí y grita, alegre:
—¡Y por la victoria final! ¡Dame esa prenda y pondré un imperio a tus pies!
Mi señora se libera del abrazo, con expresión de horror.
—¿Cuándo empezaréis a buscar el camino de nuestra Tierra?
—¿Partir furtivamente? ¿Dónde quedaría el honor? ¿Dejando las estrellas en manos de los enemigos? —el orgullo resuena en su voz.
—Que Dios nos ayude —murmura mi señora antes de irse.
El barón se queda allí durante un momento, hasta que el eco de los pasos de la dama se pierde en los fríos corredores. Dándose la vuelta, se dirige a reunirse con sus hombres.
Todos nosotros habríamos podido caber en una de las naves grandes, pero juzgamos más prudente repartirnos en una veintena. Todas habían sido pintadas, con la pintura wersgor, por un joven que poseía cierta habilidad con el arte de la heráldica. El navío almirante iba pintado de escarlata, oro y púrpura, junto con las armas de Tourneville y los leopardos ingleses.
Tharixan quedó a nuestras espaldas. Pasamos al raro estado que los wersgorix llaman «propulsión hiperlumínica», hundiéndonos y emergiendo de más dimensiones que las que concibiera Euclides el metódico. Las estrellas ardían por todas partes y nos entretuvimos en bautizar las nuevas constelaciones: el Caballero, el Labrador, el Ballestero, y nombres más indignos de figurar en esta crónica.
El viaje no fue largo: apenas unos días terrestres, al menos en la medida que pudimos comprobarlo por los relojes. Para nosotros fue un descanso y nos sentimos al terminar el viaje tan ardientes como una jauría de perros de caza y llegamos al sistema planetario de Bodavant.
Habíamos aprendido y comprendido que existían soles de muchos colores y tamaños. Los de los wersgorix, como el de los humanos, eran pequeños y amarillos. Bodavant es más rojo y frío. Sólo es habitable uno de sus planetas (cosa que es el caso corriente). Los hombres y los wersgorix habrían podido establecerse en Boda, pero lo habrían encontrado obscuro y glacial. Nuestros enemigos apenas se habían molestado en conquistar a los jairs indígenas, limitándose a impedirles adquirir más colonias de las que tenían cuando les habían descubierto. También les habían obligado a aceptar acuerdos comerciales muy desfavorables.
El planeta parecía un enorme escudo manchado, herrumbroso, sobre un fondo de estrellas. Los navíos de guerra de los indígenas nos hicieron señales. Detuvimos la flotilla; o, más bien, dejamos de acelerar y cruzamos el espacio a través de una «órbita hiperbólica sublumínica» marcada por los navíos jairs. Pero todos estos problemas de navegación celeste resultan muy dolorosos para mi pobre cabeza; me contento con dejarlos en manos de astrólogos y ángeles.
Sir Roger invitó al almirante jair a bordo de su nave. Empleamos el idioma wersgor y yo, naturalmente, fui el intérprete. Me limitaré a dejar constancia de la parte esencial de la conversación y no de los fastidiosos cambios y apartes que ocurrieron entre nosotros.
Se preparó una recepción para impresionar a los visitantes. En el pasillo, desde el panel de entrada al refectorio, se alinearon los guerreros. Los arqueros se vistieron con jubones y calzas verdes y aprestaron las plumas de sus gorros. Estaban en posición de descanso, con sus terribles armas frente a ellos. Los soldados ordinarios pulieron las pocas cotas de malla y cascos que poseían y formaron un paso con sus picas. Más allá, en el punto en que el pasillo se alzaba y ensanchaba lo bastante como para permitirlo, veinte caballeros lucían sus brillantes armaduras, estandartes y escudos, plumas y lanzas orgullosamente portadas, montados en nuestros mayores caballos de combate. Ante la última puerta se plantó el capitán de caza de sir Roger, con un halcón en el puño y una manada de dogos a sus pies. Resonaron las trompetas, batieron los timbales, los caballos se encabritaron, los perros aullaron, y, con un solo grito unánime, hicimos temblar el navío:
—¡Por Dios, por san Jorge y por la Alegre Inglaterra!
Los jairs parecieron un poco desanimados pero, no obstante, avanzaron hacia el refectorio. Lo habíamos tapizado con las telas más fastuosas de nuestro botín. Sir Roger, ataviado con sedas bordadas, rodeado de alabarderos y ballesteros, se había sentado a una larga mesa en un trono que nuestros ebanistas se habían apresurado a construir. Cuando entraron los jairs, levantó una copa de oro quitada a los wersgorix y bebió a su salud un buen trago de cerveza inglesa. Habría preferido que fuese vino, pero el padre Simón prefirió reservarlo para la Santa Comunión y le hizo ver que aquellos diablos extranjeros creían que era fuego lo que bebía igualmente.
—Wáes haeil! —declamó sir Roger, una expresión inglesa que adoraba, aun cuando, como en aquella ocasión, hablase en francés.
Los jairs parecieron titubear hasta que unos pajes les acompañaron a sus asientos con tanta ceremonia como en la corte real. Recité el rosario y pedí que Dios bendijera la conferencia. No hice todo aquello, he de confesarlo, por meras razones religiosas. Ya sabíamos que los jairs empleaban ciertas fórmulas verbales para invocar los poderes ocultos del cerebro y el cuerpo. Si eran lo bastante ignorantes como ver en mi sonoro latín una impresionante versión de sus procedimientos, no era culpa nuestra, ¿verdad?
—Bienvenido, señor —dijo sir Roger; parecía muy tranquilo; en él se discernía algo casi diabólico; sólo los que le conocían bien podían adivinar en que vacío habitaba—. Os ruego que me perdonéis por haber entrado sin preámbulos en vuestros dominios, pero las noticias de que soy portador no pueden esperar.
El almirante jair se echó hacia adelante, tenso. Era un poco más alto que un hombre, más delgado y gracioso, con el cuerpo cubierto por un suave pelaje gris que se hacía más blanco y escaso alrededor de la cabeza. El rostro mostraba bigotes de gato y enormes ojos púrpura, pero, salvo aquello, su aspecto era totalmente humano. Es decir, parecía tan humano como los rostros que se ven en los trípticos cuando son fruto del trabajo de un artista no muy hábil. Llevaba ropa ajustada de terciopelo marrón y en ella prendidas las insignias de su rango. Pero, a decir verdad, todos ellos parecían poca cosa si se les comparaba con el esplendor con que nosotros mismos nos habíamos rodeado. No tardamos en descubrir que su nombre era Beljad sor Van. Esperábamos que la criatura encargada de la defensa interplanetaria fuese alguien con cierta categoría en el gobierno y no nos equivocamos.
—No podíamos suponer que los wersgorix confiasen tanto en otros seres como para armarlos y tomarlos por aliados —dijo.
Sir Roger se echó a reír.
—¡Es que no es así, por amor de Dios! Vengo de Tharixan porque acabo de conquistarlo. Utilizamos los navíos de Wersgor para no exponer los nuestros.
Beljad se incorporó, sorprendido. Su pelaje se erizó por la excitación.
—¿Sois otra raza que vuela entre las estrellas? —preguntó.
—Somos ingleses —replicó sir Roger, esquivando la pregunta; no deseaba mentir a potenciales aliados si no era necesario, pues su indignación al descubrir la verdad podría ponernos en serios aprietos—. Nuestros soberanos tienen grandes posesiones extranjeras, como Ulster, Leinster, Normandía… pero no os aburriré con un catálogo de planetas —fui el único en notar que no había dicho que tales condados fueran planetas—. En fin, nuestra civilización es muy antigua, más de cinco mil años —utilizó tanto como le fue posible el equivalente wersgor para aquella cifra. Además, ¿quién podría negar que las Sagradas Escrituras no se remontaban con absoluta exactitud hasta los días de Adán?