Sir Roger conferenció también con los dos emisarios de otras dos naciones que navegaban entre las estrellas, los ashenkoghli y los pr?ºotanos. Los dos signos que he intercalado en este último nombre son obra mía, y representan respectivamente un silbido y un gruñido. A modo de ejemplo de todas las conversaciones que se mantuvieron, mencionaré, simplemente, una de ellas.
Se mantuvo, como era costumbre, en idioma wersgor. Tuve más problemas de interpretación que de costumbre, pues el pr?ºotan se encontraba en una caja que mantenía a su alrededor el calor y el aire envenenado que necesitaba. Hablaba, lo que es más, por medio de una especie de altavoz, con un acento peor que el mío. Ni siquiera intenté aprenderme su nombre personal y rango, pues aquellos implicaban conceptos que, para la mente humana, eran aún más complicados y sutiles que los libros de Maimónides. Sólo pude llegar a la siguiente aproximación: Maestre Terciario de los Huevos del Enjambre del Noroeste. En privado, decidí llamarle Ethelbert.
Nos encontrábamos en una fresca habitación azul que dominaba la ciudad. Mientras Ethelbert, una forma tentacular percibida obscuramente a través del cristal, se esforzaba trabajosamente por decir las más corteses lindezas, sir Roger echó un vistazo al panorama.
—¡Qué fácil sería atacar un lugar con tantas ventanas abiertas! —murmuró—. ¡Qué ocasión! ¡Me gustaría asaltar este lugar!
Cuando empezaron las negociaciones, Ethelbert dijo:
—No puedo cerrar ningún convenio que haga que los Enjambres sigan determinada política. Sólo puedo enviar recomendaciones. Sin embargo, como nuestros pueblo tiene mentes menos individualistas que la media, puedo añadir que mis recomendaciones serán de gran peso. Pero reconozco que yo mismo soy bastante difícil de convencer.
Aquello ya nos lo imaginábamos. En cuanto a los ashenkoghli, se dividían en clanes; su embajador en Boda era el jefe de uno de ellos y podía convocar a su flota bajo su propia autoridad. Aquello simplificó tanto las negociaciones que vimos en ello la mano de Dios. La confianza que logramos con ello fue un tanto precioso.
—Conoceréis sin duda, sire, los argumentos que les hemos dado a los jairs —dijo sir Roger—. Son también aplicables a Pur… Pur… en fin, a sea cual sea el nombre diabólico de vuestro planeta.
Me sentí ligeramente exasperado: siempre me dejaba el peso de la traducción, pero si me obligaba a inventar continuamente frases corteses… me impuse un rosario de penitencia por tan mal pensamiento. El wersgor es un idioma tan bárbaro que yo era incapaz de pensar convenientemente con su vocabulario. Cuando traducía el francés de sir Roger, siempre necesitaba pasar la parte esencial del discurso al inglés de mi infancia y transformarlo a continuación en elegantes frases latinas, sobre cuyas firmes bases podía elaborar una estructura wersgor que Ethelbert traducía mentalmente al pr?°tan. ¡Qué milagrosas son las obras de Dios!
—Los Enjambres los han padecido —admitió el embajador—. Los wersgorix limitan nuestra flota espacial y nuestras posesiones extraplanetarias. Nos sangran con un duro tributo en metales raros. Pero nuestro mundo resulta para ellos inhabitable e inútil, de modo que no pensamos que vayan a invadirnos algún día, como podrían hacer con Boda y Ashenk. ¿Por qué provocar su cólera?
—Me parece que estas criaturas no tienen ninguna idea de lo que es el honor —me murmuró el barón—. Decidles que serán liberados de esas restricciones y de los tributos cuando Wersgorixan sea vencida.
—Es evidente —fue la fría respuesta—. Sin embargo, las ganancias nos parecen ínfimas comparadas con los riesgos de un bombardeo de nuestro planeta y sus colonias.
—El riesgo será casi inexistente si todos los enemigos de Wersgonxan actúan juntos. Los jefes wersgor estarán demasiado ocupados como para pensar en ofensivas.
—Pero no hay ninguna alianza entre sus enemigos.
—Tengo razones para creer que el señor Ashenkoghli, presente en Boda, tiene intención de unirse a nosotros. Y muchos otros clanes de su reino se le unirán, aunque no sea más que para que no se convierta en alguien poderoso.
—Sire —protesté en inglés—, sabéis que la criatura de Ashenk no está dispuesta a arriesgar su flota en este asunto.
—Decidle a ese monstruo lo que acabo de decir.
—¡Pero, señor, es falso!
—Pero podría ser verdad; no es una mentira.
Aquella casuística estaba a punto de sofocarme, pero hice lo que me pedía. Ethelbert me replicó de inmediato.
—¿Qué os lo hace creer? El de Ashenk es conocido por su prudencia.
—Cierto —fue una pena que el tono despectivo de sir Roger no fuera interpretado por aquellos oídos no humanos—. Por eso no anunciará de inmediato sus intenciones. Pero su estado mayor… hay quien dice que no pueden resistir las alusiones.
—¡Hay que enterarse! —dijo Ethelbert.
Yo podía leer sus pensamientos, o casi. Enviaría espías, mercenarios jairs, a documentarse.
Nos dirigimos a toda prisa a otro lugar, donde proseguimos las conversaciones que empezara previamente sir Roger con un joven ashenkogh. Aquel bravo centauro deseaba ardientemente una guerra, en la que podría ganar gloria y riqueza. Nos explicó en detalle la organización, las relaciones, las comunicaciones. Todos lo: datos que necesitaba sir Roger. Después, el barón le instruyó sobre los documentos que había que preparar para que los agentes de Ethelbert los descubrieran. Le dijo las palabras que debía deslizar en medio de una borrachera, mencionando los desafortunados intentos de comprar a los oficiales jairs… Antes de que pasara mucho tiempo, todo el mundo sabía —a excepción del propio embajador ashenkoghli— que tenía intención de unirse a nosotros.
Ethelbert envió a Pr?°tan recomendaciones para entrar en guerra. Partieron en secreto, naturalmente, pero sir Roger compró a un inspector jair que tenía por misión transmitir los mensajes diplomáticos mediante las cajas especiales que se albergaban en las naves espaciales. Se le prometió al inspector todo un archipiélago en Tharixan. El plan resultó muy juicioso, pues mi señor le pudo dar a leer el despacho al jefe ashenkoghli antes de que éste siguiera adelante Puesto que Ethelbert mostraba tanta confianza en nuestra causa, el jefe envió a buscar su propia flota y escribió cartas que invitaban a los señores de los clanes aliados a hacer lo mismo.
Los servicios secretos militares de Boda sabían ya lo que pasaba. No podían permitir que Ashenk y Pr?°tan consiguieran tan rica cosecha mientras que su planeta se quedaba al margen. Recomendaron que también los jairs se unieran a aquella alianza. El parlamento se reunió y declaró la guerra a Wersgorixan.
Sir Roger sonrió de oreja a oreja.
—No ha sido muy difícil —dijo cuando sus capitanes le cumplimentaron—. No he tenido más que aprender a hacer las cosas como las hacen por aquí, el asunto no era un secreto. Todas estas criaturas de las estrellas caen en las más tontas trampas, cosa que no harían ni los más memos de los príncipes alemanes.
—Pero, ¿cómo es posible, sire? —preguntó sir Owain—. Pertenecen a una raza más antigua, más fuerte y sabia que la nuestra.
—Más fuerte y más vieja, sin duda —asintió el barón; estaba de buen humor y se dirigía a sir Owain incluso con franca camaradería—. Pero no más sabios. Cuando se trata de intrigas, yo soy como los italianos. Pero esta pobre gente de las estrellas son como niños. ¿Por qué? Bien, en la Tierra, desde hace siglos, hay naciones y muchos señores, todos en lucha entre sí, bajo un sistema feudal demasiado complicado como para entenderlo del todo. ¿Por qué tantas guerras contra Francia? Porque el duque de Anjou era, por una parte, rey soberano de Inglaterra y, por otra parte, francés. Ya podéis ver a lo que conduce un ejemplo tan insignificante. En nuestra tierra hemos aprendido por la fuerza todas las artimañas posibles.