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Dejadme que os describa a sir Roger de Tourneville, caballero y barón. Era un hombre de treinta años, alto, fuerte, sólido, de ojos grises, rasgos marcados, con una nariz de águila. Llevaba los rubios cabellos según la moda de los nobles guerreros: espesos en la parte alta de la cabeza y luego muy cortos, lo que desfiguraba ligeramente un rostro que, de otro modo, habría resultado atractivo, de no verse aquellas orejas que parecían las asas de un cántaro. El feudo de sus padres era pobre y poco civilizado y había pasado gran parte de su vida peleando. Carecía de gracias cortesanas aunque, a su modo, fuese inteligente y bueno. Su mujer, lady Catalina, era hija del vizconde de Mornay. Casi todo el Mundo pensaba que se había casado por debajo de sus merecimientos; lady Catalina no estaba acostumbrada a aquel modesto estilo de vida, pues se había educado en Winchester, rodeada de todo lo que en el Mundo significaba elegancia y refinamiento. Era muy hermosa, con grandes ojos azules, cabellos de un rubio cegador, pero un poco arrogante y con muy mal carácter. Sólo tenían dos hijos: Robert, un apuesto muchacho de seis años, mi alumno, y una niña de tres años, Matilda.

—¡Y bien, hermano Parvus —dijo la tronante voz de mi señor—, sentaos y tomad, por la sangre de Cristo, una copa de vino, pues la ocasión merece algo más que cerveza! —la delicada nariz de lady Catalina se frunció ligeramente: para ella, la cerveza era bebida de hombres corrientes; cuando me hube sentado, sir Roger se inclinó hacia mí y me dijo con ansiedad—: ¿Qué habéis descubierto? ¿Hemos capturado un demonio?

Se hizo el silencio a la mesa. Los propios perros se mantuvieron callados. Podía oír los chasquidos del fuego en la gran chimenea y el sonido de la seda de las antiguas banderas que se movían suavemente, colgando de las vigas que corrían por encima de nosotros.

—Así lo creo, sire —respondí prudentemente—, pues se encolerizó bastante cuando le echamos agua bendita.

—¿Pero no se ha desvanecido en una nube de humo? ¡Ah! Si son demonios, no se parecen a ninguno de los que haya oído hablar. Son tan mortales como los hombres.

—Más incluso, sire —declaró uno de sus capitanes—, pues no pueden tener alma.

—Sus miserables almas no me interesan —dijo sir Roger con voz de desdén—. Quiero averiguar lo que es su navío. Lo inspeccioné después del combate. ¡Por Nuestra Señora, qué navío más monstruoso! Podríamos meter dentro todo Ansby y aun quedaría sitio. ¿Le habéis preguntado al demonio para qué necesitaban tanto espacio sólo cien hombres?

—No habla ningún idioma conocido, señor —le respondí.

—¡Qué tontería! Todos los demonios conocen, por lo menos, el latín. Es testarudo, eso es todo.

—Una pequeña charla con nuestro torturador quizá pudiera… —dijo con sorna un caballero, sir Owain Montbelle.

—No —dije—. Si le place al señor, mejor será no emplear ese método. Parece que quiere aprender deprisa. Ya repite conmigo muchas palabras. No creo que esté fingiendo ignorancia. Dadme unos días y quizá pueda entonces hablar con él.

—Dentro de unos días, puede ser ya demasiado tarde —protestó sir Roger; arrojó a los perros el hueso de buey que acababa de terminar y se chupó los dedos sonoramente; Lady Catalina frunció el ceño y señaló el lavamanos y la servilleta que tenía ante él—. Lo siento, querida —murmuró el noble—. Siempre olvido tus novedades.

Sir Owain le sacó del apuro preguntando:

—¿Por qué decís que dentro de unos días podría ser tarde? ¿No pensaréis que puede llegar otro navío?

—No, pero los hombres van a estar cada vez más agitados e impacientes. ¡Cuando estábamos a punto de partir, llegar esa cosa!

—¿Y qué? ¿No podemos irnos, pese a todo, en la fecha fijada?

—¡No, cabezota! —el puño de sir Roger se estrelló en la mesa; una copa saltó por los aires—. ¿No comprendéis la suerte de lo que nos ha ocurrido? ¡Es un regalo de los propios santos!

Como todos estábamos aterrorizados, añadió vivamente:

—A bordo de ese navío se puede transportar todo un ejército. Y todo su avituallamiento. Caballos, vacas, cerdos, gallinas… no habrá problemas con la comida. Las mujeres… ¡toda la comodidad del hogar! ¿Y por qué no a los niños? No nos tendríamos que preocupar por las cosechas, pues podríamos abandonarlas por un tiempo, y sería más seguro quedarnos todos juntos por si recibiéramos alguna nueva visita.

»No sé cuáles serán los poderes ocultos del navío, salvo que puede volar, pero su mera aparición difundirá tanto terror que no tendremos que combatir. Lo llevaremos al otro lado de la Manga y la guerra con los franceses terminará en un mes… ¡Después, iremos a liberar Tierra Santa y volveremos a tiempo para las nuevas cosechas!

A aquellas palabras siguió un largo silencio; a continuación, estalló una tormenta de aplausos que ahogó mis débiles protestas. Aquel plan me parecía pura locura. A lady Catalina, y a algunos otros, como pude ver, también se lo parecía. Pero el resto del grupo gritaba y reía, llenando el salón con un sorprendente griterío.

Sir Roger se volvió hacia mí con el rostro enrojecido de excitación.

—Todo depende de vos, padre Parvus. Sois el mejor de nosotros para las cuestiones del idioma. Tenéis que hablar con el demonio, o enseñarle a hablar. ¡Tiene que enseñarnos a hacer volar el navío y a dirigirlo!

—¡Noble señor! —empecé, con voz temblorosa.

—¡Bien, muy bien! —Sir Roger me dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de ahogarme y derribarme de la silla—. Como recompensa, ¡podréis acompañarnos!

A decir verdad, era como si la ciudad y el ejército estuvieran poseídos por el demonio. La única solución sabia se habría encontrado de haber enviado un mensaje urgente con el correo más rápido al obispo, a Roma quizá, para pedir consejo. Pero no, había que partir… inmediatamente. Las esposas no podían abandonar a sus maridos, los padres a sus hijos, ni las doncellas a sus enamorados. Hasta el más humilde siervo de la gleba alzaba los ojos y soñaba con liberar Tierra Santa y hacerse, entre tanto, con un cofre lleno de oro.

¿Qué más se podía esperar de una raza compuesta por sajones, daneses y normandos entremezclados?

Volví a la abadía y me pasé la noche de rodillas, rezando para que el cielo me enviara una señal. Pero los santos observaron la mayor reserva. Tras los maitines, fui con un nudo en el corazón a ver a mi abad y le dije lo que me había ordenado el barón. Le irritó el que no le permitieran contactar de inmediato con las autoridades de la Iglesia, pero decidió que, en tales circunstancias, lo mejor era obedecer. Me dispensaron de mis otras tareas para que pudiera estudiar el mejor modo de hablar con el demonio.

Me dispuse para la lucha y descendí a la celda en que le habíamos encerrado. Era una habitación estrecha, medio subterránea, utilizada por los penitentes. El hermano Thomas, nuestro herrero, había fijado al muro con unas argollas las cadenas que retenían a la criatura. El demonio estaba tendido sobre un camastro de paja y era un espectáculo terrible en aquella obscuridad. Las cadenas resonaron cuando se levantó al detectar mi entrada. Los cofrecillos con las reliquias se encontraban a su lado, pero fuera del alcance de sus impíos dedos, para que el fémur de san Osbert y el molar de san Willibald le impidieran romper sus cadenas y huir para volver al Infierno.

Aunque a mí no me hubiera apenado que ocurriera algo parecido.

Hice la señal de la cruz y me acuclillé a su lado. Sus ojos amarillos me miraron enfurecidos. Había llevado conmigo papel, tinta y plumas de oca para emplear el poco talento de que yo disponía para el dibujo. Esbocé la silueta de un hombre y le dije al demonio: