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—Conferencia —dijo—. Y reparar los daños, preparar nuevos navíos, nuevas armas. Intrigar con nuestros aliados, castigar, animar. Combatir, seguir combatiendo. Hasta que, si Dios quiere, los rostros azules sean devueltos a su propio planeta y se rindan —se detuvo; el rostro de lady Catalina había perdido todo color—. Pero esta noche, señora —dijo torpemente, aunque debía haber repetido la escena mil veces—, creo que hemos ganado el derecho a estar solos para que pueda rendiros mi homenaje.

Lady Catalina suspiró largamente.

—¿Sigue vivo sir Owain? —preguntó.

Como no dijo lo contrario, ella se persignó y una suave sonrisa revoloteó por sus labios. A continuación, les dio la bienvenida a los capitanes extranjeros y les presentó la mano para que se la besaran.

Capítulo 17

Llego ahora a una parte dolorosa de mi historia, y la más difícil de escribir. Pues, salvo a su final, no asistí a ella.

Todo ocurrió porque sir Roger se lanzó con toda su alma a una cruzada como si quisiese huir de algo, lo que, en cierto sentido, era verdad. Y fui arrastrado por él como una hoja llevada por el viento de la tormenta. Yo era su intérprete, pero, cuando no teníamos nada que hacer, era también su profesor y le instruía en el idioma wersgor hasta que mi pobre y débil carne no podía resistir más. Cuando me dormía, veía aún la vela que trazaba surcos de sombras y luz en el rostro de mi señor. A veces, convocaba a algún sabio y docto jair que le enseñaba aquel otro idioma hasta que llegaba el alba. A aquel paso, necesitaría muy pocas semanas para poder empezar a jurar atrozmente en los dos idiomas.

Mientras aprendía, hizo la vida muy dura, tanto para sí como para sus propios aliados. No había que darles a los wersgorix ni una sola oportunidad de rehacerse. Había de atacarse planeta tras planeta, teníamos que reducirles y guarnecer cada nuevo mundo para que el enemigo siempre estuviera a la defensiva. En aquella tarea recibimos la ayuda de todas las poblaciones indígenas reducidas a la esclavitud. Por regla general, bastaba con darles armas y un jefe. Entonces, atacaban a sus amos mediante hordas, con tanta ferocidad que los wersgorix se refugiaban entre nosotros buscando protección. Los jairs, los ashenkoghli y los pr?°tanos estaban horrorizados. No estaban acostumbrados a asuntos como aquél; mientras que sir Roger conocía la actividad de los jacobinos franceses. Desorientados, los jefes aliados aceptaron paulatinamente su indiscutible autoridad.

Los altibajos de aquellas guerras, de aquellas acciones, son demasiado complejos, demasiado diferentes de mundo a mundo, como para ser referidos en este humilde relato. Pero, en esencia, los wersgorix habían destruido la esencia de la civilización original de cada planeta habitado. Pero había llegado el turno de la caída del sistema wersgor. En aquel vacío —irreligión, anarquía, bandidaje, hambre, la amenaza siempre constante del regreso de los caras azules, la necesidad de entrenar a los indígenas para reforzar nuestras parcas guarniciones— sir Roger avanzó. Tenía la solución para aquellos problemas, una solución forjada en Europa a lo largo de los siglos, tras la caída de Roma, en circunstancias muy parecidas: el sistema feudal.

Pero, en el mismo momento en que colocó la piedra angular de la victoria, todo se derrumbó sobre él. ¡Que Dios se apiade de su alma! Nunca he conocido a más bravo caballero. Hoy mismo, toda una vida después de lo que narro, las lágrimas enturbian mis pobres ojos y pasaré apresuradamente sobre esta parte de la crónica. Fui testigo de tan pocas cosas que quedaré excusado de hacerlo.

Pero los que traicionaron a su señor no lo hicieron súbitamente. Titubearon, fueron ayudados por el azar. Si sir Roger no hubiera permanecido ciego ante tantos signos premonitorios, nada de todo esto habría pasado. No contaré lo ocurrido tan sólo con algunas frases frías, sino que me apoyaré en la antigua práctica consistente en imaginar escenas completas. De este modo, uno se acerca quizá más a la verdad que con un rico relato en el que se revive a hombres convertidos en polvo, llegando a conocerles no como factores de abstractas villanías, sino como almas débiles de las que Dios, finalmente, se habrá apiadado.

Empezaremos en Tharixan. La flota acababa de partir para apoderarse de la primera colonia wersgor como principio de una larga campaña. Una guarnición jair ocupaba Darova. Las mujeres, los niños y los ancianos ingleses que tan valientemente habían sostenido el asalto recibieron de sir Roger la recompensa que estaba en sus manos darles. Les transportó a una isla, la misma en que pacía nuestro ganado. Pudieron habitar en sus bosques y campos, construir casas, guardar sus rebaños, cazar, sembrar y recolectar, casi como si estuvieran en la Tierra. Lady Catalina fue puesta a su frente. De todos los cautivos wersgorix, se quedó tan sólo con Branithar, tanto para que no revelase a los jairs más de lo necesario, como para que siguiera instruyéndola en su idioma. Mi señora se quedó con un pequeño navío espacial, muy rápido, para casos de urgencia. Se incentivaron muy poco las visitas de los jairs situados al otro lado del mar, para que no tuvieran ocasión de ver las cosas muy de cerca.

Fue un período apacible, pero no ocurrió lo mismo en el corazón de nuestra señora.

Su gran prueba empezó al día siguiente en que sir Roger embarcó. Mi señora se paseaba a través de un prado florido, escuchando cómo el viento suspiraba entre los árboles. La seguían dos sirvientas. De los bosques se alzaron voces, el ruido de un hacha, el ladrido de un perro… todo aquello parecía tan lejano como un sueño.

Súbitamente, lady Catalina se detuvo y abrió los ojos desmesuradamente. Se llevó la mano al crucifijo que pendía sobre su pecho.

—María, Madre de Dios, ten piedad de mí —sus sirvientas, bien educadas, se mantuvieron fuera del alcance de su voz.

Sir Owain Montbelle se adelantó tropezando por el claro. Llevaba ropas muy alegres y sólo su espada recordaba la guerra. La muleta en la que se apoyaba ocultaba muy poco su elegancia. Se despojó del sombreo emplumado y se inclinó.

—Ah —gritó—. En este momento, el bosque es la Arcadia, y Hob, el viejo porquero con quien me acabo de encontrar, es el pagano Apolo tocando alguna canción con su lira para la gran hechicera que es Venus.

—¿Qué pasa? —los hermosos ojos azules de lady Catalina se mostraban terriblemente turbados—. ¿Ha vuelto la flota?

—No —Sir Owain se encogió de hombros—. Todo es por culpa de mi propia torpeza. Jugaba a la pelota, di un paso en falso y me torcí el tobillo. Está tan débil, tan sensible, que sería inútil en la batalla. He debido traspasar el mando al joven Hugh Thorne y he volado hasta aquí en una navecilla. He de esperar a curarme y luego tomaré un navío y un piloto jair y me reuniré con mis camaradas.

Catalina intentó desesperadamente decir algunas palabras razonables.

—En sus… sus… lecciones, Branithar nos ha hablado de las artes médicas de los pueblos de las estrellas —sus mejillas estaban inflamadas—. Tienen lentillas con las que pueden ver… incluso dentro de un cuerpo humano… y pueden inyectar cosas que cicatrizan las peores heridas en pocos días.

—Ya lo he pensado —dijo sir Owain—. No querría vaguear mientras hay guerra. Luego recordé las estrictas órdenes de nuestro señor: nuestra esperanza descansa por completo en que hemos convencido a esas razas demoníacas de que somos tan sabios como ellos.

La mano de Catalina apretó fuertemente el crucifijo.

—No me he atrevido a pedir ayuda a sus médicos —siguió el noble—. Por el contrario, les he dicho que me he rezagado para ocuparme de ciertos asuntos urgentes y que llevaría muleta como penitencia por un pecado. Cuando la naturaleza me haya curado, partiré. Aunque, a decir verdad, será como arrancarme el corazón cuando me separe de vos.