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—Creo que podría dibujar un zodíaco —dijo insegura lady Catalina.

—Señora, eso no nos sería de ninguna utilidad —le dijo Branithar—. No tenéis costumbre ni conocéis el arte de identificar a simple vista tipos estelares. Admito que yo tampoco. No he recibido educación ni entrenamiento al respecto; sé algunas cosas sobre los trabajos de los demás, pero las he aprendido en conversaciones aisladas. Tuve la suerte de estar una vez en la torreta de navegación mientras el navío orbitaba la Tierra para hacer observaciones de larga distancia, pero no presté atención especial a las constelaciones, por lo que no recuerdo su configuración.

Lady Catalina pareció perder el coraje.

—¡En ese caso, estamos perdidos para siempre!

—No del todo. Quizá debiera haber dicho que no tengo ningún recuerdo consciente. Pero los wersgorix sabemos desde hace mucho tiempo que la mente está compuesta de muchas cosas de las que no nos damos cuenta conscientemente.

—Es verdad —opinó lady Catalina con aspecto reflexivo—. Existe el alma.

—Bueno… no es eso exactamente lo que quería decir. En la mente hay abismos inconscientes o semiconscientes que son la base de los sueños y… en resumidas cuentas, os baste con saber que ese inconsciente nunca olvida nada. Registra incluso el detalle más nimio que pueda impresionar los sentidos. Si yo entrase en trance y me guiaran del modo adecuado, podría dibujar una representación exacta y precisa del cielo terrestre tal y como pude verlo.

«Una vez hecho, un navegante hábil y experimentado, empleando las tablas estelares, podría cribar la búsqueda gracias al arte de las matemáticas. Llevaría tiempo. Por ejemplo, muchas estrellas azules podrían ser Gratch, y sólo un estudio detallado podría eliminar las que estuvieran relacionadas de un modo imposible con (digamos) el cúmulo esférico que habría de ser Torgelta. Poco a poco, sin embargo, eliminaría posibilidades y llegaría a esa reducida región de la que os hablaba. Podría volar hasta allí con algún piloto del espacio que le ayudase y podrían visitar todas las estrellas amarillas del entorno hasta que dieran con vuestro sol.

Catalina aplaudió.

—¡Es maravilloso! —exclamó—. Oh, Branithar, ¿qué recompensa deseáis? ¡Mi señor os dará todo un reino!

De pie, bien plantado sobre sus pesadas y separadas piernas, Branithar alzó los ojos hacia el rostro de la baronesa desde las sombras y dijo con el testarudo valor que empezábamos a conocer:

—¿Qué alegría me daría un reino edificado con los jirones de mi propio Imperio? ¿Por qué habría de ayudaros a volver a Inglaterra, si así sólo conseguiría la llegada de más locos ingleses?

Mi señora apretó los puños y dijo con frialdad normanda:

—En ese caso, habréis de decirle cuanto sabéis a Hubert el Tuerto.

Se encogió de hombros.

—No se evoca fácilmente la mente inconsciente, señora. Y vuestras bárbaras torturas podrían, por el contrario, alzar una infranqueable barrera —metió la mano en la túnica y, súbitamente, un cuchillo brilló bajo la luz de la luna—. ¡Además, no lo soportaría! ¡Retroceded! Me lo ha dado Owain. Y sé dónde se encuentra mi corazón.

Catalina reculó lanzando un sordo grito.

El caballero le apoyó ambas manos en los hombros.

—Escuchadme antes de juzgar —pidió—. Desde hace semanas, intento sondear a Branithar. Ha dejado caer algunas alusiones. Yo hice lo mismo. Hemos tratado como dos comerciantes sarracenos, sin admitir nunca abiertamente que estábamos haciéndolo. Al fin, habló de la daga: sería el precio a pagar para que me enseñase su mercancía. ¿Cómo iba a dañaros con un arma así? Nuestros hijos se pasean con armas más mortíferas que un simple cuchillo. Se lo prometí y él me contó lo que acaba de deciros.

Lady Catalina pareció relajarse con un estremecimiento. Había padecido demasiadas impresiones en muy poco tiempo, temiendo y padeciendo excesiva soledad. Sus fuerzas estaban agotadas.

—¿Qué pedís? —le murmuró a Branithar.

El wersgor pasó el dedo por el filo del arma, hizo un gesto con la cabeza y lo enfundó. Luego, habló con cierta suavidad.

—Primero habrá que encontrar un buen médico mental wersgor. Quizá encuentre a algún especialista en el Libro del Castro de Darova. Habrá que enviarle a ver a los jairs con un motivo u otro. El médico deberá trabajar con un hábil navegante, que le dirá qué preguntas formular para que pueda guiar mi lápiz mientras dibujo los mapas en estado de trance. Luego necesitaremos un piloto espacial, y dos cañoneros, insisto en ello. Se les podrá encontrar en Tharixan. Les podéis decir a vuestros aliados que es por razones de investigar las técnicas secretas del enemigo.

—¿Y cuando tengáis el mapa de las estrellas?

—Bien, ¡no se lo daré al punto a vuestro marido! Por nada del mundo. Podríamos ir a buscarle en secreto a bordo de vuestra nave del espacio. Cada uno tendrá una parte: los humanos, las armas; los wersgorix, el saber. Destruiremos tanto las notas como a nosotros mismos si nos traicionáis. Negociaremos de lejos con sir Roger. Vuestros ruegos deberían influir en su decisión. Si abandona esta guerra, volveréis a casa y vuestra nación se comprometerá a dejarnos en paz para siempre.

—¿Y si no atiende a razones? —su voz carecía de expresión.

Sir Owain se inclinó junto a su oído para murmurar en francés:

—En ese caso, vuestros hijos… y vos misma, seremos conducidos a la Tierra. Pero no hay que decírselo a sir Roger, naturalmente.

—No puedo pensar… —se cubrió el rostro con las manos—. ¡Padre Nuestro que estás en los Cielos, no sé qué hacer!

—Si los vuestros insisten en seguir con esta guerra insensata —siguió Branithar—, sólo conseguirán su final destrucción.

Sir Owain le había repetido mil veces lo mismo durante aquel tiempo en que era el único noble de todo el planeta, el único con quien ella podía hablar. Le recordó los cadáveres calcinados de las ruinas de la fortaleza, le recordó el modo en que la pequeña Matilda lloraba durante el asedio de Darova cada vez que un obús alcanzaba los muros; lady Catalina pensó en los verdes bosques de Inglaterra en los que ella había cazado halcones con su esposo y señor, al poco de casarse, y en los años que él ansiaba seguir combatiendo para alcanzar una meta que ella no podía comprender. La baronesa descubrió el rostro, levantó la cabeza hacia las lunas, la fría luz hizo brillar sus lágrimas, y dijo:

—Sí.

Capítulo 19

No puedo decir lo que impulsó a sir Owain a cometer aquella traición. Quizá dos almas se albergaban en su pecho. En lo más profundo de su corazón nunca debió olvidar hasta qué punto había sufrido la patria de su madre a manos del pueblo de su padre. Sus sentimientos eran, sin duda, sinceros en parte cuando le explicó a lady Catalina el terror de la situación, sus dudas sobre nuestra victoria, su amor por su persona y su preocupación por su seguridad. Pero también existía un motivo menos honorable, que quizá empezó siendo tan sólo una idea seductora para ir cobrando fuerza con el tiempo: ¡cuántas cosas se podrían hacer en la Tierra con las armas de Wersgor! Lectores de mi crónica, cuando recéis por las almas de sir Roger y lady Catalina, añadid una palabra para el pobre sir Owain de Montbelle.

El felón actuó con audacia e inteligencia, fuera cual fuese la verdad que se desenvolvía en el fondo de su alma. Vigiló de cerca a los wersgorix que llegaron para ayudar a Branithar. Durante las semanas llenas de esfuerzos, mientras se arrancaba de su sueño el saber que Branithar había olvidado para estudiar aparatos y sistemas matemáticos de un ingenio más alto que el de los árabes, el caballero preparó calmada y discretamente el navío del espacio para su marcha. Y había de vigilar continuamente para que el valor de la baronesa, conspiradora con él, no se debilitase.