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Les dijimos a los capitanes que íbamos a realizar un vuelo muy breve para ver algo especial traído por sir Owain. El campamento olió la mentira y accedió de mal grado. John el Rojo rompió dos bastones repujados de hierro antes de restaurar el orden. Cuando embarcamos, me pareció de golpe que nuestra empresa conducía a un estancamiento. Los hombres se mantenían en calma, sentados ante sus tiendas. Era una tarde sin viento y las banderas colgaban inmóviles de los mástiles; percibí hasta qué punto se veían descoloridas y desgarradas.

Nuestro barco hendió el cielo azul y penetró en la obscuridad como cuando a Lucifer lo expulsaron del Paraíso. Vi brevemente un navío de combate que patrullaba en órbita y me habría reconfortado sentir aquellos cañones a mis espaldas para protegerme. Pero no podíamos llevar otra cosa que un esquife indefenso. Sir Owain había sido categórico en aquel punto cuando estuvimos hablando por segunda vez a través de la distancia.

—Si lo deseáis, Tourneville, os recibiremos para parlamentar. Pero habéis de venir solo, en un sencillo barco de salvamento y sin armas. O, bien… podréis traer al párroco con vos… Ya os diré en qué órbita debéis colocaros. Os encontraréis con mi nave en determinado punto. Si mis telescopios y detectores perciben el menor signo de perfidia por vuestra parte, iré como una flecha hacia Wersgorixan.

Aceleramos hacia el punto de encuentro en un silencio que se hacía cada vez más pesado. Me aventuré a decir en una ocasión:

—Si pudierais reconciliaros, la acción daría mucho valor a los nuestros. Estoy seguro de que serían realmente invencibles.

—¿Quiénes, Catalina y yo? —ladró sir Roger.

—Bueno… yo… quería decir sir Owain y vos… —me excusé; pero la verdad estaba clara: yo había pensado en su dama; Owain, por sí mismo, no era nada.

En las manos de sir Roger descansaba nuestro destino. Pero él no podía seguir separado por más tiempo de la que poseía su alma. Ella, y los niños que tuvieron juntos… aquéllas eran las únicas razones por las que se dirigía a hablar humildemente con sir Owain.

Seguimos volando. El planeta se fue encogiendo a nuestras espaldas, hasta no ser más que una desdibujada moneda. Me sentí tan solo, tan aislado… más incluso que cuando abandonamos nuestra Tierra.

Pero, al fin, algunas de las numerosas estrellas se obscurecieron. Vi crecer la delgada forma negra de la nave espacial al tiempo que se ajustaban nuestras velocidades. Habríamos podido lanzar una bomba y destruirla. Pero sir Owain sabía muy bien que no lo haríamos mientras Catalina, Robert y Matilda estuvieran a bordo. Una grapa magnética resonó al chocar con nuestro casco. Las naves se acercaron una a la otra hasta que se dieron un frío beso por medio de los paneles de entrada. Abrimos la portezuela y esperamos.

Branithar en persona fue el primero en aparecer. La victoria le inflamaba. Esbozó un movimiento de retroceso al ver la daga de misericordia de sir Roger.

—¡No deberíais traer ningún arma! —exclamó roncamente.

—¡Oh! Bien, bien —el barón miró sus armas tristemente—. No había pensado… como las espuelas, son las insignias de mi rango… nada más.

—Dejadlas.

Sir Roger se desató el cinturón y le entregó las armas a Branithar, que se las pasó a otro cara azul. Nos registró.

—No hay más armas ocultas —decidió; sentí que las mejillas me ardían por el insulto, pero sir Roger aparentó no darse cuenta—. Bien, seguidme.

Enfilamos por un corredor hasta el camarote principal. Sir Owain estaba sentado detrás de una mesa de madera con incrustaciones. Vestido con terciopelo negro, obscuro, las joyas brillaban en la mano que se apoyaba en un fusil colocado ante él. Lady Catalina llevaba un traje gris y una toca. Un olvidado mechón de cabellos le caía sobre la frente como el fuego que nace entre las cenizas.

Sir Roger se detuvo en el umbral.

—¿Dónde están los niños?

—En mi dormitorio, con las sirvientas —su mujer habló con voz átona, como una máquina—. Están bien.

—Sentaos, sire —le apremió sir Owain.

Su mirada recorrió la sala. Branithar dejó cerca de él la daga y la espada y se colocó a la derecha. El otro wersgor, y un tercero que nos esperaba en la sala, se situó junto a la entrada y por detrás de nosotros, con los brazos cruzados. Les tomé por el médico y el navegante de que nos habían hablado; los dos cañoneros debían encontrarse en las torretas y el piloto en su puesto, por si algo iba mal. Lady Catalina, como una imagen de cera, se encontraba de pie junto a la pared del fondo, a la izquierda de sir Owain.

—Espero que no me guardéis rencor —dijo el felón—. En la guerra y el amor, todo está permitido.

Catalina alzó una mano para protestar.

—En la guerra, tan sólo —apenas podía oírsela; dejó caer la mano.

Sir Roger y yo nos mantuvimos en calma. El barón escupió en el suelo.

Owain se ruborizó.

—Escuchadme —exclamó—. Que no haya hipocresía sobre juramentos rotos. Vuestra posición es muy dudosa. Os habéis hecho con el derecho a nombrar nobles a siervos y campesinos, a disponer de los feudos, a tratar con reyes extranjeros. Si pudierais, os nombraríais rey a vos mismo. ¿Dónde están ahora vuestros compromisos y vuestros juramentos de fidelidad a vuestro soberano Eduardo?

—Hasta ahora, no le he hecho ningún mal —respondió sir Roger con una voz temblorosa a causa de la cólera—. Si alguna vez vuelvo a la Tierra, añadiré mis conquistas a sus dominios. Hasta entonces, habremos de arreglárnoslas como podamos y no tenemos más elección que establecer nuestros propios feudos.

—Hasta ahora, en efecto, no podíais actuar de otro modo —admitió sir Owain; le volvió la sonrisa—. Pero debéis estarme agradecido, Roger. Os libraré de tal necesidad. ¡Podemos volver a la Tierra!

—¿Como ganado de los wersgorix?

—No lo creo. Pero, sentaos. Os traeré vino y pasteles.

—No, gracias. No compartiré mi pan con vos.

—En ese caso, moriréis de hambre —dijo sir Owain alegremente.

Roger se transformó en una estatua de piedra. Observé por primera vez que lady Catalina llevaba la funda de un arma colgada de la cintura, aunque estaba vacía. Owain debió quitársela con cualquier excusa. Era el único que estaba armado.

Se puso grave cuando leyó las expresiones de nuestros rostros.

—Mi señor —dijo—, cuando nos pedisteis parlamentar, no podíais esperar que rechazase tal oportunidad. Os quedaréis aquí.

Catalina le dirigió un gesto.

—¡No, Owain! —gritó—. Me dijisteis… dijisteis que podría dejar el navío libremente si…

Volvió hacia ella el fino perfil y dijo suavemente:

—Pensadlo, señora. ¿No era vuestro mayor deseo el poder salvarle? Llorasteis, temiendo que su orgullo no le permitiera ceder. Ahora, está prisionero. Vuestro deseo será cumplido. Portaré el peso de todo el deshonor, señora, por vos.

Ella temblaba de pies a cabeza.

—No tengo parte en todo esto, Roger —explicó—. No imaginé…

Su marido ni la miró. Su voz la interrumpió bruscamente.

—¿Cuál es vuestro plan, Montbelle?

—Esta nueva situación me ha dado nueva esperanza —respondió el otro caballero—. Reconozco que nunca he sido de los más optimistas en cuanto a los resultados de las negociaciones con los wersgorix. Ahora ya no son necesarias. Podemos volver directamente a casa. Las armas y los cofres de oro que hay en esta nave me permitirán conseguir más de lo que podría desear.

Branithar, el único no humano que comprendía el inglés, aulló:

—¿Y yo, y mis amigos?

Owain respondió fríamente:

—¿Por qué no nos acompañáis? Con la marcha de sir Roger de Tourneville, la causa inglesa se perderá y vosotros tendréis que entendéroslas con los miembros de vuestra raza. He estudiado vuestro modo de pensar y sé que la patria o las relaciones no significan nada para vosotros. De camino, podemos recoger algunas hembras de vuestra especie. Como mis leales vasallos, podréis conseguir cuantas tierras y poder queráis; vuestros descendientes compartirán con los míos el planeta. Es cierto que sacrificaréis una forma de vida social a la que estáis habituados, pero a cambio conseguiréis un grado de libertad que vuestro gobierno jamás os concederá.