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Tenía las armas. Sin embargo, creo que Branithar se dejó seducir por los argumentos y que las palabras de asentimiento que pronunció lentamente eran sinceras.

—¿Y nosotros? —preguntó lady Catalina casi sin aliento.

—Vos y sir Roger tendréis vuestros dominios en Inglaterra —prometió sir Owain—. Añadiré un nuevo feudo en Winchester.

Quizá hablaba honestamente. O quizá especulaba con que, cuando fuese monarca de toda Europa, podría hacer lo que quisiera con ella y con su marido. Mi señora estaba demasiado alterada como para pensar en tal eventualidad. La vi como en sueños. Se volvió hacia sir Roger, llorando y riendo:

—¡Mi amor, podremos volver a casa!

La miró brevemente.

—¿Qué será de todos los que trajimos hasta aquí?

—No me puedo arriesgar a llevarlos con nosotros —Sir Owain se encogió de hombros—. Después de todo, son de baja cuna.

Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.

—¡Ah! ¡Ya veo!

Poniéndose en pie de un salto, golpeó con las espuelas en el vientre del wersgor que había a sus espaldas. Este, abierto de arriba a abajo, se derrumbó.

El barón cayó con él, rodando debajo de la mesa. Sir Owain lanzó un alarido y saltó. El fusil retumbó en el camarote. Falló. El barón había sido muy rápido. Se incorporó, agarró al otro sorprendido wersgor y lo atrajo hacia sí. El segundo disparo alcanzó aquel escudo viviente.

Sir Roger se irguió, con el cadáver por delante, y avanzó como un vendaval. Owain tuvo tiempo de disparar un último disparo, que quemó la carne muerta. Roger lanzó el cuerpo por encima de la mesa y alcanzó a su adversario en el rostro.

Sir Owain cayó bajo el peso del wersgor. Sir Roger intentó coger la espada. Branithar la alcanzó antes y sir Roger hubo de conformarse con la daga. Despidió un destello al salir de la vaina. Oí un ruido sordo al tiempo que taladraba la mano de Branithar, clavándola a la mesa. Sólo sobresalía la guarda.

—¡Esperadme aquí! —dijo sir Roger; desenvainó la espada—. ¡Adelante! ¡Que Dios proteja la razón!

Sir Owain consiguió liberarse y se levantó, con el fusil en las manos. Me encontraba justo frente a él, pero al otro lado de la mesa. Apuntó al estómago del barón. Prometí a los santos muchos cirios y azoté con el rosario la muñeca del traidor. Aulló. El fusil se le cayó de las manos y se deslizó sobre la mesa. La espada de sir Roger silbó. Owain fue lo bastante rápido como para evitarla. El acero se hundió en la madera de la mesa. Sir Roger debió realizar algunos esfuerzos para soltarlo. El fusil se encontraba en el suelo y me lancé a por él. Lady Catalina hizo lo mismo, llegando a toda prisa desde el otro lado de la mesa. Nuestras frentes se golpearon. Cuando recobré la consciencia, estaba sentado y Roger perseguía a Owain fuera de la habitación.

Catalina lanzó un alarido.

Roger se detuvo como apresado en un lazo. La dama se levantó haciendo revolotear la falda.

—¡Los niños, mi señor! Están en mi dormitorio, junto a las armas de apoyo…

El barón juró y echó a correr. Ella le siguió. Me levanté como mejor pude, todavía un poco atontado, llevándome el olvidado fusil. Branithar me enseñó los dientes. Intentó mover el puñal que le clavaba a la mesa, pero no consiguió más que hacerse más sangre. Consideré que le costaría bastante trabajo liberarse y dediqué mi atención a otras cosas. El wersgor a quien había desventrado mi señor vivía todavía, pero no lo haría por mucho tiempo. Dudé un momento. ¿Cuál era mi deber? ¿Junto a mi señor y su dama o atendiendo a un pagano moribundo? Me incliné sobre el rostro azul deformado por el dolor.

—Padre —dijo casi sin aliento.

No sé a qué, o a Quién, invocaba de aquel modo, pero cumplí con los pocos ritos que permitían las circunstancias y le sostuve hasta que lanzó el último suspiro. Recé para que, por lo menos, alcanzase el Limbo.

Sir Roger volvió, limpiando la espada. Sonreía de oreja a oreja, como pocas veces he visto sonreír a un hombre.

—¡Caramba con el lobato! —exclamó—. ¡Qué fácil es identificar la sangre normanda!

—¿Qué ha pasado? —pregunté levantándome, con la sotana empapada de sangre.

—Owain no se dirigió finalmente al cofre con las armas —me dijo sir Roger—. Fue hacia la torreta de navegación. Pero los otros miembros de la tripulación, los cañoneros, habían oído el ruido de la lucha. Creyendo que llegaba su ocasión, se precipitaron para equiparse. Vi pasar a uno ante la puerta de la salita. El otro le seguía, armado con un largo atornillador. Caí sobre él con la espada, pero combatió bien y necesité un momento para vencerle. Entre tanto, Catalina siguió al primero; combatió con él con las manos desnudas hasta que él le asestó un golpe que la hizo caer. Sus malditas sirvientas no hicieron otra cosa que ocultarse como cobardes y aullar como perras… lo que cabía esperar. ¡Pero, vaya! Escuchad, hermano Parvus. Mi hijo Robert abrió el cofre de las armas, tomó un fusil y atravesó al wersgor de lado a lado, tan bien como podría haberlo hecho John el Rojo. ¡Oh, vaya con el diablillo!

La baronesa entró en la estancia. Su ropa se veía rota y sus hermosas mejillas mostraban vanas magulladuras. Con un tono tan impersonal como el de un sargento que informa sobre la guardia, dijo:

—He calmado a los niños.

—Pobre Matilda —murmuró su mando—. ¿Ha pasado mucho miedo?

Lady Catalina parecía indignada.

—¡Los dos querían combatir!

—Esperadme aquí —dijo el barón—. Me ocuparé de Owain y del piloto.

Ella se incorporó con el aliento cortado.

—¿Tendré que esperar a salvo cuando mi esposo se lanza en brazos del peligro?

Sir Roger se detuvo en seco y la miró.

—Pero… pensaba que… —empezó, automáticamente indefenso.

—¿Que os había traicionado simplemente para volver a la Tierra? Sí, es verdad —se quedó con la vista clavada en el suelo—. Creo que vos me lo perdonaréis antes de que yo misma lo haga. Sin embargo, hice lo que creí mejor… también para vos… yo no sabía lo que me hacía. No tendríais que haberme dejado sola tanto tiempo, señor. Os eché mucho de menos.

Sir Roger asintió lentamente con la cabeza.

—Soy yo quien debe suplicar vuestro perdón —dijo—. Ojalá Dios me dé vida suficiente como para hacerme digno de vos.

La tomó por los hombros.

—Pero, quedaos aquí. Vigilad a este rostro azul. Si mato a Owain y al piloto…

—¡Hacedlo! —exclamó la dama llevada por la furia.

—Preferiría evitarlo —dijo el barón con el dulzor que siempre empleaba con ella—. Al miraros, señora, lo entiendo todo. Pero si hay que llegar a lo peor, Branithar puede devolvernos a la Tierra. Vigiladle.

Ella me tomó el fusil de las manos y se sentó. El cautivo clavado a la mesa nos miraba, tenso y desafiante.

—Venid, hermano Parvus, quizá necesite vuestra habilidad con las palabras.

Llevaba la espada y se había pasado por el cinturón uno de los cortos fusiles del cofre de las armas. Avanzamos por un pasillo, subimos una rampa y llegamos ante la entrada de la torreta de navegación. La puerta estaba cerrada por dentro.

Sir Roger llamó con el pomo de la daga.