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—¡Los de dentro, rendios!

—¿O qué? —la voz de sir Owain llegó a nosotros débilmente a través de los paneles.

—Demoleré las máquinas —dijo sir Roger, decidido— y me iré en mi navío dejándoos a la deriva. Pero, escuchadme, no estoy ya encolerizado. Todo ha terminado y podremos volver a Inglaterra cuando todas estas estrellas dejen de representar un peligro para Inglaterra. Antaño fuimos amigos, Owain. Dadme de nuevo vuestra mano. Os juro que no os haré nada.

Un pesado silencio.

Luego, el hombre de detrás de la puerta dijo:

—Bien. Nunca antes habéis roto un juramento. Entrad, Roger.

Oí cómo se corrían los cerrojos. El barón apoyó la mano en la puerta. No sé lo que me hizo decir:

—Esperad, sire —le aparté bruscamente con una falta de modales inusitada, para pasar yo primero.

—¿Qué ocurre? —parpadeó, turbado por la alegría.

Abrí la puerta y crucé el umbral. Dos barras de hierro cayeron sobre mi cabeza.

He de contar el resto de estas aventuras según lo que me dijeron, pues tardé una semana en recuperarme. Me derrumbé cubierto de sangre y Roger me creyó muerto.

En el mismo momento en que vieron que no era el barón, Owain y el piloto le atacaron. Iban armados con las viguetas arrancadas del muro, tan largas y pesadas como espadas. La hoja de sir Roger saltó. El pilotó arrojó su maza. La hoja del barón la desvió entre un surtidor de chispas. Sir Roger aulló, haciendo temblar los muros:

—Asesinos de inocentes… —su segundo golpe hizo saltar la barra de una mano abotargada; el tercero cercenó la cabeza azul de los hombros del wersgor haciéndola rebotar por la rampa.

Catalina escuchó el estrépito. Se acercó a la puerta del salón para ver lo que pasaba, como si el terror pudiera agudizar su vista hasta hacerla atravesar las paredes. Branithar apretó los dientes. Tomó la daga de misericordia con la mano libre. Los músculos de sus hombros parecieron a punto de estallar. Pocos hombres habrían podido arrancar aquella daga, pero Branithar lo consiguió.

Lady Catalina escuchó el ruido y se volvió bruscamente.

Branithar daba vueltas a la mesa. Su mano derecha colgaba desgarrada, chorreando sangre, pero el cuchillo brillaba en su mano izquierda. Ella alzó el fusil.

—¡Atrás! —gritó.

—Dejad eso —le ordenó despectivamente—. No lo emplearéis. No habéis visto casi las estrellas de la Tierra y lo que habéis visto no lo podéis comprender. Si los instrumentos y las brújulas se desajustan, sólo yo podré devolveros a la Tierra.

Miró al enemigo de su esposo directamente a los ojos y disparó. Le vio muerto a sus pies y se precipitó hacia la torreta.

Sir Owain Montbelle se había vuelto a refugiar en aquel cuarto, pero no podía resistir la ciega furia del asalto de sir Roger. El barón sacó el fusil. Owain tomó un grueso libro y lo mantuvo ante el pecho.

—¡Atención! —dijo, jadeante—. Es el diario de a bordo. Todas las notas sobre la posición de la Tierra se encuentran en él… y no hay otras.

—¡Mentís! Están en la mente de Branithar —sin embargo, sir Roger volvió a guardarse el fusil y avanzó hacia el villano—. Me apena manchar el claro acero con vuestra sangre, pero habéis matado al hermano Parvus y vais a morir.

Owain se tensó. La vigueta no era un arma muy manejable. Pero alzó el brazo y se arrojó contra el barón. Golpeado en la frente, sir Roger titubeó hacia atrás. Owain saltó, arrancó el fusil de la cintura del barón, y evitó una suave estocada. Montbelle se apartó, aullando de triunfo. Roger se lanzó hacia él, vacilando. Owain apuntó.

Catalina apareció en el umbral. Su fusil lanzó un chorro de llamas. El libro de a bordo se desvaneció en humo y cenizas. Owam chilló de angustia. Fríamente, ella volvió a disparar y el traidor cayó.

Mi señora se arrojó en brazos de sir Roger y se echó a llorar. La reconfortó. Me pregunto cuál daría más valor al otro.

Poco más tarde, sir Roger dijo tristemente:

—Me temo que hemos guardado muy mal nuestros intereses. Hemos perdido el camino de vuelta para siempre.

—Eso no tiene importancia —murmuró mi señora—. Donde quiera que vayáis, será Inglaterra.

Un sonido de trompetas hendió el aire.

El capitán dejó el manuscrito escrito a máquina y pulsó un botón del intercom.

—¡Qué pasa? —dijo con voz seca.

—El senescal de ocho piernas del castillo ha encontrado al fin a su jefe, señor —respondió la voz del sociotécnico—. En la medida en que he podido entenderle, el duque planetario estaba, de safari y ha hecho falta todo este tiempo para localizarle. Sus reservas de caza ocupan todo un continente. Bueno, en todo caso, ya ha llegado. Venga a ver el espectáculo. Cien cohetes antigravedad… ¡Señor! ¡De las naves que han aterrizado están saliendo caballeros y caballos!

—Sin lugar a dudas, será el ceremonial de costumbre. Llego en un minuto —el capitán miró el manuscrito con ojos furibundos;  ¿cómo hablar inteligentemente con aquel fantástico soberano sin tener idea de lo que había pasado?

—Hojeó apresuradamente la continuación. La crónica de la Cruzada Wersgor era larga, y tormentosa. Le bastaba, después de todo, con leer la conclusión: el rey Roger I fue coronado por el arzobispo de Nueva Canterbury y reinó durante muchos y fructíferos años.

Pero, ¿qué había pasado realmente? Naturalmente, de un modo u otro, los ingleses habían ganado todas sus batallas. Acabaron por tener la fuerza suficiente que les permitiría no contar tan sólo con la fuerza y la habilidad de su jefe. ¡Pero su sociedad! ¿Cómo era que su idioma, sin hablar de sus instituciones, había podido sobrevivir al contacto con antiguas y refinadas civilizaciones? Lo peor de todo: ¿por qué el sociotec había traducido al parlanchín padre Parvus si no hubiera en ello algunos hechos significativos…? Atención. Sí. Un pasaje, casi al final, captó la vista del capitán. Leyó:

«…He dicho que sir Roger de Tourneville estableció el sistema feudal sobre los mundos recién conquistados en los que sus aliados le habían entregado el gobierno. Como consecuencia, de acuerdo con mi noble amo, dieron a entender que, si había actuado así era porque no conocía otra solución y era lo mejor que podía hacer. Cosa que refuto. Como he dicho antes, la caída de Wersgorixan no puede dejar de compararse con la caída de Roma y, a problemas semejantes, soluciones semejantes. La ventaja de sir Roger fue que tenía la respuesta a mano y, a sus espaldas, la experiencia de muchos siglos terrestres.

»Es cierto que cada planeta representaba un caso especial, que requería un tratamiento diferente. Sin embargo, la mayor parte de ellos tenían algunas cosas importantes en común. Las poblaciones indígenas no pedían otra cosa que encontrarse bajo el mando de sus libertadores ingleses. Dejando aparte toda gratitud, aquellas pobres gentes ignorantes, cuya civilización había sido aniquilada mucho antes, necesitaban ser guiadas en todo. Abrazando la Fe, demostraron que tenían alma. Lo que obligó a nuestros clérigos ingleses a conferir ordenamientos entre los conversos. El padre Simón descubrió textos en las Escrituras y entre los escritos de los Padres de la Iglesia que apoyaban aquella necesidad práctica. Y, a decir verdad, aunque él mismo nunca lo confirmó, nos parecía que el verdadero Dios nos había mandado a ello al enviarnos tan lejos in partibus infidelium. Una vez admitido este hecho, el padre Simón no sobrepasó los límites de su autoridad sembrando la semilla de nuestra propia Iglesia Católica. Naturalmente, en su momento, procuramos hablar del Arzobispo de Nueva Canterbury como de «nuestro» Papa, o del «Vice Papa», para mantener siempre en la mente la idea de que no era más que un simple agente del verdadero Santo Padre, al que no podíamos llegar. Lamento la negligencia de las nuevas generaciones en todas estas cuestiones de titulación.