»Lo raro es que muchísimos wersgorix aceptaron muy pronto aquel orden nuevo. Su gobierno central siempre había sido para ellos algo lejano, un cobrador de impuestos, un instrumento para hacer respetar leyes arbitrarias. Muchos caras azules se dejaron seducir por nuestras brillantes ceremonias y por un gobierno de nobles señores con quienes podían verse cara a cara. Lo que es más, sirviendo lealmente a aquellos soberanos, podían esperar conseguir tierras, incluso títulos. Entre los wersgorix arrepentidos y convertidos en buenos cristianos ingleses, me basta mencionar a Huruga, nuestro antiguo enemigo, a quien todo el mundo de Yorkshire honra como a su arzobispo William.
»En el comportamiento de sir Roger nada se puede tachar de falsario. Nunca traicionó a sus aliados, como le acusaron algunos. Trató lealmente con ellos y salvo el hecho de que disimuló —totalmente obligado— nuestro verdadero origen (una mascarada que abandonó en cuanto fuimos lo suficientemente fuertes como para no temer que se supiera el secreto), siempre se mostró franco y leal. No es culpa suya que Dios ayude siempre a los ingleses.
»Los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos aceptaron de buen grado las proposiciones de sir Roger. No tenían idea real de lo que era un imperio. Si les dejábamos un planeta recién conquistado, no les importaba poner en manos de los humanos la tarea, inmensamente fatigosa, de gobernar el gran número de planetas en que existían poblaciones esclavas. A menudo, apartaban la vista hipócritamente de las necesidades, a menudo sangrantes, de tal gobierno. Estoy seguro de que muchos políticos aliados se regocijaron secretamente al pensar que cada nueva responsabilidad disminuía y dispersaba las fuerzas de sus enigmáticos aliados; sir Roger, con cada nueva conquista, creaba un duque y algunos nobles secundarios para dejarlos en el planeta, con una pequeña guarnición que entrenara y educase a los indígenas. Levantamientos, sangrientas guerras internas, contraataques wersgorix, redujeron aquellas exiguas tropas. Pero como los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos tenían pocas tradiciones militares, no comprendieron que aquellos crueles años acabarían por establecer lazos de lealtad entre los campesinos indígenas y los aristócratas ingleses. Como sus razas estaban también un poco agotadas, no pudieron prever el vigor y el ardor con que se multiplicarían los humanos.
»Y, cuando al fin, todos aquellos hechos estuvieron claros como la luz del día, era ya demasiado tarde. Nuestros aliados no eran más que tres naciones distintas con modos e idiomas diferentes. A su alrededor se habían alzado cientos de razas unidas por la cristiandad, el inglés y la Corona Inglesa. Si los humanos lo hubiéramos deseado, no habríamos podido cambiarlo. A decir verdad, fuimos sorprendidos, lo mismo que ellos.
«Para demostrar que sir Roger nunca tramó nada contra sus aliados, considerad hasta qué punto le habría sido sencillo invadirles cuando gobernaba la más poderosa nación que se viera entre las estrellas. Pero siempre se contuvo, por generosidad. No fue culpa suya si las jóvenes generaciones, impresionadas por nuestros logros, empezaron a imitar cada vez más nuestro modo de actuar… »
El capitán dejó el manuscrito y echó a andar hacia el panel de entrada principal. Hablan abatido la rampa y un gigante humano de cabellos rojos avanzó para saludarle. Vestido de un modo fantástico, con una flameante espada ornamental, llevaba también un revólver de balas explosivas totalmente impresionante. A sus espaldas se mantenía en guardia una escolta de honor formada por fusileros vestidos con el verde traje de Lincoln. Por encima de sus cabezas ondeaba una bandera con las armas de una rama menor de la gran familia de los Hameward.
Las manos del capitán desaparecieron en una capa ducal y velluda. El sociotec tradujo un inglés bastardo.
—¡Al fin! ¡Dios sea loado! Al fin han aprendido a construir naves del espacio en la buena vieja Tierra. Sed bienvenido, señor.
—Pero, ¿por qué nunca nos hemos encontrado antes… este… monseñor? —balbuceó el capitán; cuando lo tradujeron, el duque se encogió de hombros y respondió:
—No, estuvimos buscando. Durante generaciones, todos los caballeros jóvenes partían en busca de la Tierra, a menos que no eligiesen la búsqueda del santo Grial. Pero ya sabéis cuántos malditos soles existen. Sobre todo, en el centro de la galaxia, donde encontramos a otros pueblos navegadores del espacio. El comercio, la exploración, la guerra… todo nos ha retenido aquí, lejos de esa espiral con tan pocas estrellas. Os daréis cuenta, supongo, que habéis dado con una provincia apañada. El rey y el papa viven muy lejos, en el Séptimo Cielo… Finalmente, la búsqueda no valió de nada. En los siglos pasados, la Tierra fue sólo una tradición —su enorme rostro parecía brillar de alegría—. Pero ahora todo ha cambiado. ¡Nos habéis descubierto! ¡Formidable! ¡Maravilloso! Pero, decidme ahora mismo si se ha liberado la Tierra Santa y vencido a los paganos.
—Bien —dijo el capitán Halevy, ciudadano leal del Imperio Israelí—, bien, sí.
—Lástima. Me habría gustado partir a una nueva cruzada. La vida se ha vuelto un poco aburrida desde que conquistamos a los Dragones hace diez años. Sin embargo, dicen que las expediciones reales a las nubes estelares de Sagitario han descubierto algunos planetas muy prometedores. Venid al castillo. Os recibiré lo mejor que pueda y os equiparé para el viaje hasta el rey. La navegación es delicada, pero os proporcionaré a un astrólogo que conoce el camino.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó el capitán cuando la baja voz terminó el discurso.
El sociotec se lo explicó.
El capitán Halevy adquirió un color rojo ladrillo.
—¡Ningún astrólogo tocará nunca mi navío!
El sociotec suspiró. Tendría mucho trabajo en los años venideros.