Выбрать главу

—Diablos —dijo sir Owain—. Eso, al menos, lo hemos impedido.

¿Cómo concebir realmente aquella terrible visión? Nuestros pobres hermanos humanos atormentados por criaturas no humanas, muertos o reducidos a la esclavitud; a decir verdad, no lo creíamos. Por mi parte, decidí que Branithar procedía de alguna lejana parte del Mundo, quizá de más allá de Catay, y que nos contaba todas aquellas mentiras con la esperanza de atemorizarnos y conseguir que le liberásemos. Sir Owain estuvo de acuerdo con mi teoría.

—Sin embargo —añadió el caballero—, es imprescindible que aprendamos a emplear el navío, por si llegasen otros. ¿Y cómo aprender mejor que yendo a Francia y a Jerusalén a bordo del mismo? Como dice nuestro Señor, sería tan prudente como agradable llevarnos a las mujeres, a los niños, a los hombres libres y a los aldeanos. ¿Le habéis preguntado a la bestia los encantamientos necesarios para hacer volar la nave?

—Sí —dije a mi pesar—. Dice que el timón es muy sencillo de manejar.

—¿Le habéis dicho lo que le pasará si no nos guía honestamente y traiciona nuestra confianza?

—Se lo he dado a entender. Dice que obedecerá.

—Bien, en ese caso, podremos partir dentro de uno o dos días —Sir Owain se apoyó en la pared, pensativo, con los ojos entornados—. Habrá que advertir a su pueblo cuando llegue el momento. Se podría comprar mucho vino y divertir a muchas mujeres con el dinero de su rescate.

Capítulo 3

Fue así como partimos.

El embarque fue aún más extraño que el propio navío y su aparición. El aparato dominaba la ciudad como si se tratase de un acantilado de acero templado por un brujo para ejecutar sus terribles designios. Al otro lado del campo comunal, el grupo de pequeñas chozas de Ansby parecía agruparse alrededor de la iglesia, a lo largo de las calles de profundos surcos rodeadas de verdes praderas, bajo el pálido cielo inglés. El propio castillo, antaño tan arrogante, parecía haberse encogido y adquirido un color grisáceo.

Pero nuestros sencillos conciudadanos, rubicundos, reidores, sudorosos, subían multitudinariamente por las rampas que hicimos bajar desde diversos niveles del navío y penetraban por ellas en el gran pilar brillante. Aquí, John Hameward avanzaba bramando, con el arco al hombro y una chica de la taberna riendo colgada de su brazo. Allí, un hombre libre armado con un hacha herrumbrosa, reliquia de Hastings, vestido con burdo lino raído, precedía a su ceñuda esposa cargada de ropa de casa y avíos de cocina, así como a meia docena de niños que se le colgaban de las faldas. Más allá, un arquero intentaba que una testaruda mula subiera por la rampa, jurando, poniendo en su cuenta una buena suma de años de purgatorio. Un poco más lejos, un joven cazaba a un puerco que intentaba escapar. Un caballero ricamente vestido conversaba alegremente con una hermosa dama que llevaba un halcón encapuchado en uno de sus puños. Un sacerdote recitaba el rosario cuando penetró, con aspecto inquieto, en las mandíbulas de acero. Una vaca mugía suavemente, las ovejas balaban, una cabra agitaba los cuernos, las gallinas cacareaban. Unas dos mil almas subieron a bordo.

El navío podía contenerles con bastante facilidad. Cada hombre importante tenía un camarote para él solo y su dama, pues eran muchos los que se llevaban a las mujeres, las amantes, o a las dos, como hiciera un caballero del castillo de Ansby. La partida hacia Francia se estaba convirtiendo en una alegre fiesta mundana. La gente común extendió sus jergones por los vacíos pasillos. La pobre ciudad de Ansby quedó abandonada, casi desierta, y me pregunto a menudo si todavía existirá.

Sir Roger había hecho que Branithar maniobrara el navío en uno o dos vuelos de prueba. El navío se elevó sin conmociones ni ruidos mientras nuestro demonio movía ruedas, palancas y botones en la torreta de navegación. Dirigir el navío era de una sencillez infantil, aunque no pudiéramos comprender el significado de algunos discos cubiertos de inscripciones paganas en los que se veían temblorosas agujas. Con mi mediación, Branithar le explicó a sir Roger que el navío sacaba su fuerza motora de la destrucción de la materia, idea horrible en verdad, y que sus motores lo levantaban y lo propulsaban anulando la atracción de la Tierra, siguiendo las direcciones elegidas. Todo aquello carecía de sentido común: Aristóteles ya había explicado claramente el modo en que las cosas caen a Tierra, sosteniendo que el caer forma parte de su naturaleza; yo no quiero tener nada que ver con esas ideas ilógicas a las que sucumben tan fácilmente los entendimientos más temerarios.

Pese a sus reservas, el abad se unió al padre Simón para bendecir el navío. Le llamamos El Cruzado. Sólo contábamos con dos capellanes a bordo, pero llevábamos un mechón de cabellos de san Benito y todos los que embarcaron habían confesado y recibido la absolución. Pensábamos que así iríamos protegidos de todos los peligros infernales, aunque yo mantuviera alguna duda al respecto.

Me asignaron un pequeño camarote cerca de las habitaciones de sir Roger, su mujer y sus hijos. Branithar estaba bajo guardia en una habitación cercana. Mi tarea consistía en interpretar, continuar enseñando latín al prisionero y asegurar la educación del joven Robert. También actuaba como secretario de mi amo y señor.

Cuando llegó el momento de la partida, sir Roger, sir Owain, Branithar y yo nos encontramos en la torreta de navegación. Como todo el navío, carecía de ventanas, pero poseía unas pantallas de una substancia cristalina sobre las que aparecían imágenes de la Tierra que se extendía bajo nosotros y del cielo que nos rodeaba. Me estremecí y recité algunas plegarias, pues a los cristianos no les está permitido leer en bolas de cristal como si fueran brujos hindúes.

—Bien —dijo sir Roger, riendo con rostro de águila—, partamos. ¡Estaremos en Francia dentro de una hora!

Se sentó ante el panel lleno de palancas y ruedas. Branithar me dijo apresuradamente:

—Los vuelos de ensayo han sido sólo de unas millas. Dile a tu amo que, para un viaje de esta longitud, hay que hacer algunos preparativos especiales.

Sir Roger lo aprobó con un gesto de la cabeza cuando se lo transmití.

—Bien, que los haga —su espada salió de la vaina con un destello—. Pero vigilaré por la pantalla todo el camino. Al primer indicio de traición…

Sir Owain frunció el ceño.

—¿Será sabio decírselo, señor? —preguntó—. ¡Qué animal!

—Es nuestro prisionero. Tenéis demasiadas supersticiones celtas, Owain. Adelante.

Branithar se sentó. Los muebles del navío, sillas, mesas, camas, armarios, eran un poco pequeños para los seres humanos, y de muy feo diseño, sin un solo dragón como adorno. Pero podíamos utilizarlos. Vigilé intensamente al cautivo mientras sus manos azules se desplazaban por el panel.

Un sordo zumbido inundó el navío, haciendo que todo temblase. No sentí nada, pero en la pantalla inferior, la Tierra se encogió de golpe. Era brujería. Prefiero que no se anule la tracción trasera de un vehículo cuando despega. Combatí las náuseas y miré fijamente la bóveda del cielo que se reflejaba en la pantalla. Antes de que pasase mucho tiempo estábamos entre las nubes, que no eran otra cosa que brumas que flotaban muy altas. Lo que demuestra claramente el prodigioso poder de Dios, pues es conocido que los ángeles gustan de sentarse a menudo en las nubes y que nunca se mojan.

—Ahora, al sur —ordenó sir Roger.