Branithar rezongó, giró una manivela y bajó bruscamente una barra. Oí un chasquido como el de un cerrojo. La barra permaneció bajada.
Sus ojos amarillos centellearon con un triunfo diabólico. Se levantó de un salto de su asiento y me espetó:
—Consummati estis! —su latín resultaba execrable—. Estáis acabados. ¡Acabo de enviaros a la muerte!
—¿Qué? —grité.
Sir Roger profirió un juramento, comprendiendo a medias, y se lanzó sobre el Wersgor. Pero lo que vio en las pantallas le detuvo en pleno vuelo. La espada se le cayó de las manos y golpeó en el suelo sonoramente; el rostro se le cubrió de sudor.
La verdad es que resultaba terrible. La Tierra se encogía bajo nosotros como si estuviera cayendo por un pozo enorme. A nuestro alrededor, el cielo azul se obscurecía y las estrellas se encendieron. ¡Y, sin embargo, no era de noche, pues el Sol brillaba con todo su esplendor en otra pantalla!
Sir Owain aulló algo en inglés. Yo caí de rodillas.
Branithar se abalanzó hacia la puerta. Sir Roger se retorció y le atrapó por la ropa. Cayeron y lucharon entremezclados.
Sir Owain se encontraba paralizado por el terror y yo no podía arrancar los ojos de la horrible belleza del espectáculo que nos rodeaba. La Tierra se hizo tan pequeña que cupo entera en una sola pantalla. Era azul, con rayas, con manchas obscuras y redonda. ¡Redonda!
El ruido sordo que recorría el navío cambió, haciéndose más grave. Nuevas agujas cobraron vida en el panel de navegación. Nos movimos súbitamente, adquiriendo velocidad, una aceleración imposible. Todo un nuevo conjunto de motores, actuando según principios totalmente desconocidos, acababa de activarse.
Vi cómo la Luna se hinchaba ante nuestros ojos. Pasamos tan cerca de ella que pude ver montañas y profundos agujeros —como cicatrices de viruela— rodeadas de sombra. ¡Todo aquello resultaba inconcebible! Todo el Mundo sabía que la Luna era un círculo perfecto. Empecé a sollozar, intentando destrozar aquella engañosa pantalla, aunque no pude hacerlo.
Sir Roger dominó a Branithar y le dejó medio inconsciente en el puente. El caballero se levantó, respirando pesadamente.
—¿Dónde estamos? —preguntó, jadeante—. ¿Qué ha pasado?
—Nos elevamos cada vez más —respondí, gimoteando—. Estamos a mucha altura, fuera del Mundo —me puse los dedos en los oídos, para no ensordecer cuando chocásemos con la primera esfera de cristal.
Como, tras unos instantes, observé que no pasaba nada, abrí los ojos y miré de nuevo a mi alrededor. La Tierra y la Luna seguían alejándose y ya no eran más que una doble estrella de azul y oro. Las verdaderas estrellas brillaban cegadoras, inmóviles en medio de una infinita obscuridad. Me pareció que la velocidad seguía aumentando.
Sir Roger puso fin a mis plegarias con un juramento.
—¡Vamos a ocuparnos de este traidor! —le asestó a Branithar una patada en las costillas; el Wersgor se sentó y le miró desafiante.
Intenté recuperarme y le dije en latín:
—¿Qué has hecho? Morirás en el potro si no nos devuelves a la Tierra inmediatamente.
Se levantó, cruzó los brazos y nos miró con amargo orgullo.
—¿Pensasteis por un momento, bárbaros, que podríais dominar a una mente civilizada? —preguntó—. Haced conmigo lo que queráis. ¡Seré vengado cuando termine vuestro viaje!
—¿Qué nos has hecho?
Con labios heridos, sonrió.
—He puesto el navío en dirección y control automático. A partir de ahora, se pilotará y se dirigirá él solo. Todo es automático: la salida de la atmósfera, el paso a casi la velocidad de la luz, la compensación de efectos ópticos, la conservación de la gravedad artificial y otros factores.
—¡Pues detén los motores!
—No se puede. No puedo hacerlo una vez bajada esta barra. Se quedará en esa posición hasta Tharixan… ¡el mundo más próximo colonizado por mi pueblo!
Toqué con precaución botones y manijas. Nada podía desplazarse. Cuando les dije la verdad a los caballeros, sir Owain se echó a gimotear sin vergüenza alguna.
Pero sir Roger, feroz, me dijo:
—Ya veremos si dice la verdad. ¡El interrogatorio, por lo menos, le hará pagar su traición!
Traduje la despectiva respuesta de Branithar.
—Si queréis, dad rienda suelta a vuestro desprecio. No os tengo miedo. Pero os repito que, aunque destrocéis mi voluntad, será inútil. Timón y dirección no pueden ser alterados, ni se puede detener el navío. Esa barra se emplea cuando se tiene que mandar un navío a alguna parte sin nadie a bordo —pasado un instante, añadió con aparente sinceridad—: Comprended que no os deseo ningún mal. Sois temerarios e imprudentes, pero casi lamento que tengamos que conquistar vuestro Mundo. Si me perdonáis la vida, intercederé en vuestro favor cuando lleguemos a Tharixan. Quizá os perdonen la vida.
Sir Roger se frotó el mentón pensativamente. Oí el ruido producido por su recia barba, aunque se había afeitado el jueves.
—Creo entender que el navío podrá manejarse de nuevo cuando llegue a su destino —dijo; me sorprendió la sangre fría con que estudiaba la situación después de la impresión inicial—. ¿Podríamos entonces dar media vuelta y volver a casa?
—¡No os guiaré! —respondió Branithar—. Y solos, incapaces de leer nuestros libros de navegación, nunca encontraréis el camino. La distancia que nos separará de la Tierra dentro de unos momentos será la misma que recorre la luz en mil años.
—Podrías tener la cortesía suficiente como para no insultar a nuestra inteligencia —le dije, molesto—, ¡Sé tan bien como tú que la luz tiene una velocidad limitada!
Se encogió de hombros.
En la mirada de sir Roger se prendió un destello.
—¿Cuándo llegaremos? —preguntó.
—Dentro de diez días —le informó Branithar—. No es la distancia entre las estrellas, por grande que sea, la que nos ha hecho tan lentos para alcanzar vuestro Mundo. Llevamos tres siglos de expansión. ¡Si no hubiera tantos soles!
—Hmmm, Cuando lleguemos, podremos emplear este hermoso navío, con todas sus bombardas y armas ligeras. ¡Quizá los Wersgorix lamenten nuestra visita!
Se lo traduje a Branithar, que replicó:
—Os aconsejo sinceramente que os rindáis nada más llegar. Es cierto que nuestros rayos de fuego pueden matar a un hombre o reducir una ciudad a cenizas. Pero los encontraréis inútiles cuando os veáis ante nuestras pantallas de fuerza pura que detienen esos rayos. Este navío no está protegido del mismo modo, pues los generadores de un escudo de fuerza son demasiado grandes para un navío como éste. Y los cañones de la fortaleza podrán disparar contra vosotros hasta destruiros.
Cuando sir Roger escuchó aquello, no pudo decir otra cosa que:
—¡De acuerdo! Tenemos diez días para pensar. Que todo esto quede en secreto. Nadie puede ver lo que pasa fuera de la nave si no entra en esta habitación. Quiero encontrar alguna historia que no alarme a mi gente… no mucho, por lo menos.
Salió. Su capa giraba a su alrededor como un enorme par de alas.
Capítulo 4
De todos los miembros de nuestra tropa, yo era el ser menos importante y pasaron muchas cosas en las que no participé. Sin embargo, relataré nuestras aventuras de modo tan completo como sea posible, utilizando conjeturas para colmar los agujeros de desconocimiento. Los capellanes oyeron muchas verdades en confesión y, sin violar el secreto, siempre estuvieron listos para corregir las falsas impresiones.
Yo creo que sir Roger se llevó aparte a su dama, lady Catalina, y le dijo lo que pasaba. Esperaba que su esposa demostrara calma y coraje, pero nuestra ama se dejó dominar por la más amarga de las cóleras.