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—¿Qué? —bramó sir Roger—. ¿Decís que un inglés se va a rendir sin combatir?

—¡Pensad en las mujeres, señor, y en los pobres niños!

—No soy rico —replicó sir Roger—. No puedo permitirme el pago de un rescate —se dirigió pesadamente a causa de la armadura hasta el asiento del piloto, se sentó y apretó botones y manijas.

A través de las pantallas inferiores vi cómo el suelo corría rápidamente bajo nosotros. Sus ríos y montañas tenían formas familiares, que recordaban las de nuestro Mundo, pero los tintes verdosos de la vegetación poseían un ligero y desconcertante tono azulado. La región parecía agreste y desolada. De vez en cuando, se veían algunos edificios redondos en medio de inmensos campos de cereales cultivados por máquinas, pero, salvo aquello, no se veía un alma, lo mismo que en el Bosque Nuevo. Me pregunté si sería aquello un coto real, pero no tardé en recordar lo que me había dicho Branithar: el Imperio de Wersgor estaba muy poco habitado.

Hablando con el ronco lenguaje de los rostros azules, una voz rompió el silencio. Nos sobresaltamos y miramos a nuestro alrededor. Los sonidos provenían de un pequeño instrumento negro insertado en el panel principal.

—¡Ah! —exclamó John el Rojo sacando la daga—. ¡Hemos llevado durante todo el viaje a un pasajero clandestino! ¡Dadme una palanca, señor, y le sacaré de ahí.

Branithar adivinó el sentido de lo que decía y una risotada brotó de su azulada garganta.

—La voz viene de muy lejos, sobre ondas parecidas a las de la luz, pero más largas —explicó.

—¡No digas tonterías! —protesté.

—Es un observador que nos saluda desde la fortaleza de Ganturath.

Sir Roger esbozó un seco gesto con la cabeza cuando lo traduje.

—Voces que salen del aire no se pueden comparar con todo lo que hemos visto —dijo—. ¿Qué quiere?

No pude comprender algunas palabras, aunque entendí el sentido general del discurso. ¿Quiénes éramos? Aquélla no era la zona adecuada para el aterrizaje de las naves exploradoras. ¿Por qué penetrábamos en una zona prohibida?

—Cálmale —le ordené a Branithar—, y recuerda que me daré cuenta, si nos traicionas.

Aunque su frente, como las nuestras, estaba perlada de sudor, se encogió de hombros.

—Somos el navío explorador 587-Zin, de regreso. Mensaje urgente. Nos detendremos sobre la base.

La voz asintió, pero advirtió que si descendíamos por debajo de un stanbax (poco más de media milla) seríamos destruidos. Debíamos navegar lentamente hasta que los tripulantes de las naves patrulleras nos abordaran.

Ganturath era ya visible; una masa compacta de cúpulas y semicilindros, montados sobre esqueletos de acero, como descubrimos después. La fortaleza formaba un círculo de unos mil pies de diámetro. Media milla más al norte, se extendía un reducido grupo de edificios. Gracias la ampliación de una pantalla, vimos en este último recinto las enormes bocas de las bombardas.

Al detenernos, algo parecido a un reflejo pálido se alzó alrededor de dos partes de la fortaleza. Branithar nos dijo, mientras señalaba con el dedo:

—Las pantallas de protección. Vuestros disparos se estrellarán en ellas y serán inútiles. Habría que apuntar muy bien para alcanzar alguna de las bocas que sobresalen de la pantalla. En cuanto a vosotros, resultáis un blanco muy fácil.

Varios artilugios metálicos en forma de huevo, enanos por comparación con el inmenso casco de El Cruzado, se acercaron. Vimos que otros varios despegaban desde el suelo, cerca de la parte principal de la fortaleza. La hermosa cabeza de sir Roger se inclinó.

—Exactamente como pensaba —dijo—. Sus pantallas quizá detienen un rayo de fuego, pero no un objeto material, pues las naves las atraviesan.

—Es verdad —replicó Branithar por mediación mía—. Podríais conseguir lanzar uno o dos proyectiles explosivos, pero los cañones los destruirían en un momento.

—¡Aja! —Sir Roger estudió al wersgor, cuyos ojos habían palidecido—. ¿Así que poseéis proyectiles explosivos? Y sin duda, alguno habrá en este navío. Y no nos lo habías dicho. Nos ocuparemos de eso más tarde —se volvió hacia John el Rojo y sir Owain—: Ya habéis visto cómo es el terreno. Id con vuestros hombres y estad listos para salir a combatir en cuanto aterricemos.

Se marcharon tras dirigir un último vistazo nervioso a las pantallas: las navecillas aéreas se encontraban muy cerca de nosotros. Sir Roger echó mano a las ruedas que controlaban los cañones. Habíamos aprendido, tras algunas pruebas, que aquellas enormes armas apuntaban y disparaban casi por sí solas. Cuando se acercaron las patrulleras, sir Roger soltó todo.

Cegadores rayos infernales brotaron de la nave. Envolvieron en llamas al primer navío. Vi que otro era partido en dos por la enorme espada de fuego. Otro cayó, como hierro al rojo, explotando. El trueno retumbó. Luego, no vi más que fragmentos de metal girando por el aire.

Sir Roger quiso poner a prueba las afirmaciones de Branithar… y éstas resultaron ser ciertas. Sus rayos golpearon en la pantalla pálida y traslúcida. Gruñó.

—Lo esperaba. Lo mejor será descender antes de que envíen un verdadero navío de guerra a por nosotros, antes de que abran fuego con sus cañones —sin dejar de hablar, nos precipitó hacia el suelo; una llamarada alcanzó nuestro casco, pero ya estábamos muy bajos.

Vi las construcciones de Ganturath que se precipitaban hacia nosotros y me armé de valor para enfrentarme a la muerte.

El casco se desgarró, hubo rugidos de metal retorcido y toda la nave se conmocionó. La propia torrecilla en la que nos encontrábamos estalló al rozar una torre de vigilancia, derribando las fortificaciones. Con sus dos mil pies de largo y un peso incalculable, El Cruzado hizo estallar bajo sí mismo la mitad de Ganturath.

Sir Roger se puso en pie antes incluso de que se detuvieran los motores.

—¡Adelante! —aulló—. ¡Dios protege la razón! —y se lanzó por el puente roto y destruido.

Le arrancó el yelmo de las manos al aterrado escudero y se lo puso sin dejar de correr. El muchacho le siguió; sus dientes rechinaban, pero no abandonó el escudo de los Tourneville, como le habían encargado.

Branithar se quedó sentado, mudo. Me alcé la sotana y eché a correr en busca de un sargento, para que pusiera a nuestro precioso cautivo a buen recaudo. Cuando lo hube hecho, pude ser testigo de la batalla.

Estábamos tendidos sobre un costado. El navío no se había estrellado de cola. Los generadores de peso artificial nos habían impedido caer unos sobre otros en su interior. A nuestro alrededor no se veía más que devastación, edificios destruidos y muros en ruinas. Wersgorix azules salían en tromba de la fortaleza; era el caos.

Cuando alcancé la salida, sir Roger ya estaba fuera, con la caballería. No se detuvo ni a disponerla para la batalla, sino que cargó de frente contra el enemigo que se acercaba. Su caballo se encabritó, flotando sus crines al viento y brillando la armadura de mi señor; la larga lanza empaló tres cuerpos simultáneamente. Cuando el arma se rompió, mi señor sacó la espada y empezó a despedazar enemigos alegremente. La mayor parte de los que le seguían no tenían escrúpulo alguno en lo relativo a las armas; dignos o no de los caballeros, sacaron de las calas fusiles de mano, espadas y hachas.

Los arqueros y el resto de los soldados salieron en tromba del navío, aullando. Su propio terror les convertía en seres salvajes. Rodearon a los wersgorix antes de que nuestro enemigo pudiera lanzar sus rayos en masa. No tardó en entablarse el combate cuerpo a cuerpo, una lucha sin jefe ni dirección, en la que el hacha, la daga, la porra, eran más útiles que los rayos de fuego y los fusiles de bala.