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Christine Feehan

La Guarida Del León

Título originaclass="underline" Lair of the lion

ARGUMENTO:

Isabella Vernaducci es una joven aristócrata cuyo hermano está a punto de ser ejecutado por un señor rival. Para salvarle ella arriesga la vida entrando en el valle propiedad del "don" más poderoso de todos, que podría interceder por él. En su valle entre los Alpes no se admite a extraños, ningún ejército lo ha conquistado jamás y se cuentan extrañas historias de feroces bestias y maldiciones que rodean al valle, sus habitantes y su poderoso don.

La magia y el peligro la esperan dentro del valle. Una entidad maligna despierta a su llegada, decidida a perpetuar una antigua maldición y poner el amor y la confianza de Isabella a prueba más allá de lo imaginable.

CAPITULO 1

El viento ululaba a través del estrecho pasaje, amargo y frío, atravesando la capa desgastada. Isabella Vernaducci tiró de la larga capa forrada de piel acercándola más a su cuerpo tembloroso y miró ansiosamente hacia los altos acantilados que se elevaban a ambos lados sobre su cabeza. No era sorprendente que el ejército del don no hubiera sido nunca derrotado en la batalla. Era imposible escalar estos terribles acantilados que se elevaban directamente en el aire, como torres elevándose hacia las nubes.

Había una sombra acechando en el interior de Isabella, una impresión de peligro. Había ido creciendo más y más fuerte en las últimas horas mientras viajaba. Agachó la cabeza hasta la crin del caballo en un intento de ganar algo de alivio contra el incansable viento implacable. Su guía había desertado unas horas antes, dejándola para que encontrara su propio camino a lo largo del estrecho y retorcido sendero. Su caballo estaba nervioso, echando hacia atrás la cabeza y saltando caprichosamente de un lado a otro, mostrando claros signos de querer escapar también. Tenía la sensación de que algo paseaba con calma junto a ellos, sólo que fuera de la vista. Podía oir un ocasional gruñido, casi como el extraño sonido de una tos, que nunca había oído antes.

Isabella se inclinó hacia delante, suspirando suavemente, apaciguadoramente al oído de su montura. Su yegua estaba acostumbrada a ella, confiaba en ella, y aunque su enorme cuerpo temblaba, el animal hacía un valiente esfuerzo por continuar. Trozos de hielo golpeaba a ambos, caballo y jinete, como abejas enfurecidas picando la carne fresca. El caballo se estremeció y bailoteó pero siguió estóicamente hacia adelante.

Había sido advertida repetidamente del peligro, de la salvaje bestia que vagaba libremente por los Alpes, pero no tenía elección. En alguna parte delante de ella estaba el único hombre que podría salvar a su hermano. Lo había sacrificado todo para llegar hasta allí, y no se volvería atrás ahora. Había vendido todo lo que tenía de valor para encontrar a este hombre, había dado todo el dinero que le quedaba al guía, y había pasado los dos últimos días sin comer o beber. Nada importaba más que encontrar al don. No tenía ningún otro sitio a donde ir; tenía que encontrarlo y hacer lo que fuera para conseguir una audiencia con él, no importaba lo evasivo que fuera, no importaba lo peligroso y poderoso que fuera.

La propia gente del don, tan leal que se habían negado a ayudarla, le había advertido que permaneciera alejada. Sus tierras eran enormes, sus propiedades vastas. En pueblos y ciudades murmuraban sobre él, el hombre en el que buscaban protección, al que temían por encima de cualquier otro. Su reputación era legendaria. Y letal. Se decía que era intocable. Los ejércitos que habían intentado marchar sobre sus propiedades habían sido sepultados por la nieve o los deslizamientos de rocas. Sus enemigos perecían de muertes rápidas y brutales. Isabella había persistido apesar de todas las advertencias, todos los accidentes, el tiempo, cada obstáculo. No se volvería atrás sin importar las voces que ululaban hacia ella en el viento, no importaba lo helada que fuera la tormenta. Le vería.

Isabella elevó la mirada al cielo.

– Te encontraré. Te veré. – Declaró firmemente, un desafío a sí misma. – Soy una Vernaducci. ¡Nosotros no retrocedenos! – Era una tontería, pero quedó convencida de que de algún modo el propietario del gran palazzo estaba dando órdenes al mismo clima, poniéndo obstáculos en su camino.

Un ruido parecido al rechinar de una roca captó su atención, y, frunciendo el ceño, giró la cabeza para contemplar una cuesta empinada. Se deslizaban guijarros montaña abajo, cobrando velocidad, arrastrando otras rocas. El caballo saltó hacia adelante, relinchando con alarma mientras un chaparrón de escombros los apedreaba desde arriba. Oyó el repicar de los cascos, sintió los enormes músculos contonearse bajo ella mientras el animal luchaba por permanecer en pie en medio de las rocas rodantes. Los dedos de Isabella casi se entumecieron cuando aferró las riendas. ¡No podía perder el equilibrio! Nunca sobreviviría al amargo frío y las partidas de lobos que vagaban en libertad por el territorio. Su caballo corcobeó, se encabritó, cada movimiento sacudió a Isabella hasta que incluso los dientes le dolieron por el impacto.

Fue la desesperación más que la experiencia lo que la mantuvo en la silla. El viento azotaba su cara, y le arrancaba lágrimas del rabillo de los ojos. Su pelo firmemente trenzado estaba revuelto en un frenesí de largos y sedosos mechones, despeinado por la furia de la tormenta que se aproximaba. Isabella pateó con fuerza a su montura, urgiéndola a continuar, deseando salir del pasaje. El invierno se aproximaba rápido, y con el vendrían espesas nevadas. Unos pocos días más y nunca habría conseguido atravesar el estrecho pasaje.

Temblando, con los dientes castañeando, urgió al caballo a lo largo de la sinuosa senda. Una vez fuera del pasaje, la montaña naciente a su izquierda caía en pendiente hacia un borde que parecía inestable y a punto de desmoronarse. Podía ver las afiladas rocas de abajo, una caída a la que no tendría ninguna esperanza de sobrevivir ya fuera a caballo o a pie. Isabella se obligó a permanecer en calma apesar de que su bota resbaló por la falda de la montaña. Pequeñas rocas retumbaron abajo, rodaron y rebotaron por el estrecho acantilado, y cayeron al vacío.

Lo sintió entonces, una extraña sensación de desorientación, como si la tierra se estremeciera y retorciera, como si algo solitario se hubiera despertado al entrar ella en el valle. Con renovada furia, el viento cortó y desgarró hacia ella, cristales de hielo le quemaron la cara y cualquier otra parte de su piel que estuviera expuesta. Continuó montando otra hora mientras el viento llegaba a ella desde todas direcciones. Soplaba ferozmente, viciosamente, aparentemente dirigido hacia ella. Sobre su cabeza, las nubes de tormenta se acumulaban en vez de moverse velozmente con el viento. Sus dedos se apretaron en un puño alrededor de las riendas. Había habido un centenar de tácticas dilatorias. Pequeños incidentes. Accidentes. El sonido de voces murmurando odiosamente en el viento. Extraños, nocivos olores. El aullido de los lobos. Y lo peor, el terrible y lejano rugido de una bestia desconocida.

No se volvería atrás. No podía volverse atrás. No tenía elección. Estaba empezando a creer las cosas malvadas que decían de este hombre. Era misterioso, evasivo, oscuro y peligroso. Un hombre a evitar. Algunos decían que podía comandar los mismos cielos, hacer que las bestias de abajo hicieran su voluntad. No importaba. Tenía que llegar hasta él, tenía que encomendarse a su piedad si es que la tenía.

El caballo rodeó la siguiente curva, e Isabella sintió que el aire abandonaba su cuerpo. Estaba allí. Lo había hecho. El castello era real, no un producto de la imaginación de alguien. Se elevaba en la falda de la montaña, parte roca, parte mármol, un enorme armatoste, un palazzo imposiblemente grande y extenso. Parecía maligno en el crepúsculo creciente, mirando con ojos vacíos, las filas de ventanas asustaban con el viento azotador. La estructura tenía varios pisos de altura, con largas almenas, altas y redondeadas torrretas, y grandes torres. Podía divisar grandes leones de piedra que guardaban las torres, gárgolas de piedra con afilados picos posadas sobre los aleros. Ojos vacíos pero que todo lo veían miraban en todas direcciones, observándola silenciosamente.

Su yegua cambió de posición nerviosamente, avanzando de lado, echando hacia atrás la cabeza, poniendo los ojos en blanco de miedo. El corazón de Isabella empezó a martillear tan ruidosamente que tronaba en sus oídos. Lo había hecho. Debería haberse sentido aliviada, pero no podía suprimir el terror que fluía en su interior. Había hecho lo que decían que era imposible. Estaba en una tierra puramente salvaje, y cualquiera que fuera el tipo de hombre que vivía aquí era tan indomable como la tierra sobre la que reclamaba su dominio.

Alzando la barbilla, Isabella se deslizó de la grupa del caballo, sujetándose a la silla de montar para evitar caer. Sus pies estaban entumecidos, sus piernas temblorosas, negándose a sostenerla. Permaneció en pie un largo rato, respirando profundamente, esperando recobrar sus fuerzas. Levantó la mirada hacia el castello, se mordió con los dientes el labio inferior. Ahora que estaba en realidad allí, ahora que le había encontrado, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Blancos látigos de niebla serpenteaban alrededor de las columnas del palazzo, creando en extraño efecto. La niebla permanecía en el lugar, aparentemente anclada allí apesar de la ferocidad con que el viento la golpeaba a ellla.