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Incosncientemente Isabella se cubrió el arañazo de la sien con la palma de a mano. Incluso mientras lo hacía, se giró en un lento círculo, intentando fijar la localización exacta desde la que se estaba origiando la fría y fea sensación de maldad. Era tan real, tan fuerte, que su cuerpo empezó a estremecerse en reacción, se le quedó la boca seca, y pudo sentir el frenético palpitar de su corazón. Había algo en la habitación con ellos. Algo que aparentemente Sarina no notaba. Isabella vio al don alzar la cabeza cautelosamente, como si estuviera olisqueando el aire. Inesperadamente el halcón empezó a aletar. Isabella se dio la vuelta para mirar al pájaro.

Sarina estaba ya en la mesa, inclinada para recoger la taza rota. Isabella sintió una repentina oleada de odio en la habitación, negro y feroz. Se lanzó a sí misma hacia adelante justo cuando el ave de presa dejaba escapar un grito y se lanzaba directamente hacia la cara expuesta de Sarina. Isabella terrizó sobre la mujer mayor, conduciéndola al suelo, cubriéndola con su propio cuerpo, con las manos sobre la cara mientras el halcón golpeaba a la sirvienta con las garras extendidas.

Un rugido sacudió la habitación, un sondo terrible, inhumano, bestial. El halcón emitió un agudo graznido cuando golpeó la espalda de Isabella, arañando la fina tela del vestido y grabando largos surcos en su piel. Isabella no pudo evitar que se le escapara un grito de dolor. Podía sentir las alas del pájaro golpeando sobre ella, abanicándola. Sarina estaba sollozando, rezando en voz alta, miserablemente, sin siquiera intentar escapar del peso del cuerpo de Isabella.

Isabella giró la cabeza para mirar al don. Él no estaba en su línea de visión, pero, para su horror, una enorme criatura se había arrastrado dentro de la habitación a través de la puerta abierta. Permanecía a solo unos pocos pies de ella, con la cabeza gacha, los ojos brillando hacia ella intensamente. Era un león, casi de once pies de largo, y al menos seiscientas libras de puro tendón y músculo, con una enorme melena dorada terminado en un espeso pelaje negro que corría hasta la mitad de su cuerpo leonado. La lustrosa cresta se añadía a la impresión de poder de la bestia. El animal permanecía completamente inmóvil. Sus patas era enormes, su mirada estaba fija en las dos mujeres. El león era la cosa más grande y aterradora que Isabella había visto nunca. No habría podido imaginar al animal ni en su peor pesadilla. Sarina y ella estaban en peligro mortal.

Y el halcón le había desgarrado la piel, el olor a sangre era una invitación para la bestia. Le llegó la idea inesperada que de esa cosa malvada había orquestado el suceso.

Isabella sabía que ni ella ni Sarina podrían escapar. El animal golpearía con la velocidad de un relámpago. Obligó al aliento a entrar en su cuerpo. Tendría que confiar en el don. Confiar en que él domaría a la bestia. O la mataría. Mientras miraba a los salvajes y fieros ojos, juró no tener miedo. El don no permitiría que la bestia les hiciera daño.

El león dio un lento paso hacia adelante, después se volvió a congelar en el clásico preludio de un ataque. No podía apartar la mirada de esos ojos tan concentrados en ella. Confiaría en el don. Él vendría en su ayuda. Las lágrimas empañaban su visión, y parpadeó rápidamente, desesperada por mantener sus cinco sentidos. Unas manos la cogieron, manos gentiels que la alzaron hasta brazos fuertes. Entonces se encontró acunada contra el pecho del don. Enterró la cara en su camisa, el terror la había dejado incapaz de hablar. Por primera vez en su vida estaba a punto de desmayarse… una estúpida reacción femenina que ella aborrecía. Quiso ver si el león se había ido, pero no podía encontrar el valor para levantar la cabeza y mirar.

Don DeMarco ayudó a Sarina a ponerse en pie.

– ¿Estás herida? -preguntó a la mujer mayor con voz amable.

– No, solo sacudida. La signorina Vernaducci me salvó de daño. ¿Qué hice para molestar a su pájaro? Nunca se había lanzado contra mí antes. -La voz de Sarina temblaba, pero se cepilló la falda con ademan decidido y eficiente, sin mirar directamente al don.

– No está acostumbrado a tantos desconocidos en su territorio -respondió Don DeMarco bruscamente-. Deja ese desorden, Sarina. La signorina Vernaducci está herida. Debemos ocuparnos de sus heridas. -Ya se estaba moviendo rápidamente a través de la habitación y saliendo al corredor, con Sarina a su estela.

Temblando incontroladamente como una tonta, Isabella estaba mortificada por su propio comportamiento. Era más que intolerable. Ella era una Vernaducci, y a los Vernaducci no los llevaban en brazos después de la batalla.

– Lo siento -susurró, consternada por su falta de control. Estaba llorando delante de una sirvienta y delante de Don DeMarco.

– Vamos, vamos, bambina, acabaremos con el escozor de esas heridas. -Sarina le canturreó dulcemente como si fuera un simple bebé-. Fue usted muy valiente, me salvó de una terrible herida.

Se apresuraban bajando las escaleras, el cuerpo del don era fluido y poderoso, sin sacudirla en lo más mínimo. Las laceraciones eran dolorosas, pero Isabella estaba llorando de alivio, no de dolor. Primero el halcón y después el león habían sido aterradores. Esperaba que la bestia de cuatro patas no estuviera suelta por el castillo. Seguramente el que ella había visto había escapado de una jaula en alguna parte en los terrenos. Tomó un profundo aliento y se obligó a sí misma a calmarse.

– Lamento mi estúpido llanto -se disculpó de nuevo-. De veras, ahora estoy bien. Soy bastante capaz de caminar.

– No vuelva a disculparse conmigo -dijo Don DeMarco sombríamente. Sus ojos dorados se movían sobre la cara de ella en un oscuro y pensativo examen. Había una dureza soterrada en su voz, una emoción innombrable que Isabella no tenía esperanza de identificar.

Levantó la mirada hacia él, y su corazón se detuvo. Su cara era una máscara de amargura, su expresión desesperanzada. Parecía como si su mundo entero se hubiera desmoronado, cada sueño que alguna vez hubiera tenido aplastado más allá de toda reparación. Isabella sintió un curioso retortigón en la región de su corazón. Alzó una mano y tocó su mandíbula sombreara con dedos gentiles.

– Don DeMarco, persiste usted en creer que soy un adorno de cristal que se romperá cuando caiga. Estoy hecha de material más resistente. En realidad, no estaba llorando de dolor. El pájaro simplemente me arañó. -Podía sentir el ardor y el latido ahora que su terror había amainado, pero tranquilizar al don parecía de importancia suprema.

Los ojos dorados llamearon hacia ella, posesivamente, posándose en su boca como si quisiera aplastar sus labios bajo los de él. Le robaba el aliento con esa mirada. Isabella le miró, hipnotizada, incapaz de apartar la vista.

Con exquisita gentileza finalmente él la colocó en su cama, dándole la vuelta para que yaciera sobre el estómago, dejando las largas laceraciones expuestas a su minuciosa mirada. Sintió sus manos sobre ella, echando a un lado la tela del vestido, desgarrándola hasta la cintura. Era sorprendente y más que impropio tener a Don DeMarco viéndola así, y en su propio dormitorio. Isabella se retorció con vergüenza, extendiéndose instintivamente en busca de la colcha. Podía sentir el aire frío sobre su piel desnuda, y le dolía la espalda, pero estaba avergonzada por haber llorado y casi desfallecida y ahora con el vestido bajado hasta la cintura.

El don le cogió la mano evitando que se envolviera en la colcha, y susurró algo feo por lo bajo.

– Estos no son pequeños arañazos, Isabella. -Su voz era áspera, pero la forma en que el nombre de ella se imprimió en su lengua fue una aterciopelada caricia.

– Yo me ocuparé de ella -El tono de Sarina bordeaba la afrenta conmocionada cuando se inclinó sobre la joven para examinar las heridas.

– Ella es mi novia, Sarina -Había un tono cortante en la voz del don, una nota de burla contra sí mismo que trajo un nuevo flujo de lágrimas a los ojos de Isabella-. Ocúpate de que no sufra ningún otro daño.

Parecía haber un significado oculto en sus palabras, e Isabella sintió pasar un entendimiento entre los otros dos, pero ella no pudo captar su sentido. Su espalda estaba palpitando y ardiendo, y solo quería que ambos la dejaran sola.

– Por supuesto, Don DeMarco -dijo Sarina suavemente, con compasión en la voz-. La vigilaré. Debe reunirse con los que le están esperando. Yo me ocuparé de la Signorina Vernaducci personalmente.

Don DeMarco se inclinó para que su boca quedara cerca de la oreja de Isabella, haciendo que la calidez de su aliento moviera las hebras del pelo de ella y susurrando sobre su piel.

– Pondré en marcha los planes para completar nuestro trato al momento. No te preocupes, cara mía. Se hará.

Isabella cerró los ojos, sus dedos se cerraron en dos apretados puños cuando Sarina empezó comenzó a trabajar en las heridas abiertas de su espalda. El dolor era execrable, y no quería que Don DeMarco lo sintiera con ella. Él ya soportaba bastante dolor. Ella sentía el tormento enterrado profundamente en su alma, y odiaba añadirse ella misma a sus cargas, cargas que ella no tenía esperanzas de entender pero que instintivamente sabía que estaban sobre sus hombros.