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Isabella fue consciente del caballo bajo ellos. Donde antes el animal había sido firme, se estaba ahora poniendo progresivamente nervioso, danzando, tirando de la cabeza. La capa que la envolvía en su calidez parecía casi haber vuelto a la vida, haciendo que ella oliera al león salvaje, que sintiera el roce de la melena contra su mejilla.

Don DeMarco refrenó a su montura, deteniendo a las columnas de jinetes. Ella pudo sentir el cambio en su respiración, el aire moviéndose a través de sus pulmones en una ráfaga, su aliento cálido en la nuca. Entonces el capitan señaló a las dos columnas de jinetes que continuaran avanzando hacia el palazzo. La tormenta amortiguó efectivamente los sonidos de caballos y jinetes mientras desaparecían en el mundo blanco y arremolinante.

Nicolai tocó el pelo de Isabella, su mano pesada y grande le recorrió la cabeza y espalda. El roce fue increíblemente sensual, e Isabella se estremeció. Él se inclinó contra ella colocando su boca cerca del oído.

– Lamento no poder escoltarte de vuelta al palazzo, pero Rolando se ocupará de que llegues a salvo. Yo tengo otros deberes apremiantes-. Esa peculiar nota gruñona retumbó profundamente en su garganta, sensual y aterradora al mismo tiempo. Fácilmente, fluídamente, él se bajó del caballo, con una mano demorándose en el tobillo de ella.

El aliento de Isabella quedó atascado en su garganta. Ella llevaba botas, pero sintió ese toque íntimo directamente a través de su cuerpo.

– Hay leones, Signor DeMarco. Los siento alrededor de nosotros. No puede quedarse aquí a pie. -señaló ansiosamente-. Nada puede ser tan importante.

– El Capitán Bartolmei se ocupará de que vuelvas al castello. Sarina está esperándote, y se asegurará de que estés bien cuidada en mi ausencia. Volveré tan pronto como sea posible.- El viento soplaba con fuerza. El pelo del don flameaba en su cara, espeso y peludo, dorado en su coronilla, oscurecido casi hasta el negro cuando caía por su espalda-. Isabella, quédate cerca del capitán hasta que estés a salvo dentro de las paredes de mi hogar. Y escucha a Sarina. Ella solo quiere protegerte.

– Don DeMarco -interrumpió el Capitán-, debe apresurarse.

Todos los caballos estaban resoplando y danzando nerviosamente. La montura de Isabella estaba girando los ojos con miedo, echandola la cabeza hacia atrás e intentando retroceder.

Isabela se extendió y cogió el hombro de Nicolai.

– No tiene capa, y hace frío ahí fuera. Por favor venga con nosotros. O al menos vuelva a coger su capa.

Don DeMarco miró la pequeña mano enguantada sobre su hombro.

– Mírame, mi señora. Mira mi cara.

Oyó como contenían el aliento, con miedo, los dos hombres que los protegían. No desperdició con ellos un mirada, miró solo a Nicolai. Por alguna razón que no podía determinar, él le estaba rompiendo el corazón. Parecía tan lejano, tan absolutamente solo. Atrevidamente le enmarcó la cara con las palmas de sus manos.

– Te estoy mirando, mio don. Díme que debo buscar. -Su mirada vagó sobre la cara marcada de él, tomando nota de las hermosas y esculturales líneas, las profundas cicatrices, la llameante intensidad de sus ojos ámbar.

– Díme que ves -ordenó él por segunda vez, con expresión cautelosa.

– Te veo a ti, Don Nicolai DeMarco. Un hombre muy misterioso, pero al que algunos llamarían guapo. -Su pulgar rozó una persistente caricia sobre la mandíbula ensombrecida. Isabella descubrió que no podía apartar la vista de su ardiente mirada.

– ¿Serías tú uno de esos que llamaran guapo a Don Nicolai DeMarco? -preguntó él, su voz más baja que antes, haciendo que el viento se las llevara casi antes de que ella captara las palabras. La mano de él subió por su mandíbula, cubriendo el punto exacto donde el pulgar de ella le había acariciado, manteniendo su tacto en la calidez de la palma.

Una lenta sonrisa curvó la boca de Isabella, pero antes de poder responderle, su montura retrocedió, obligándola a aferrar las riendas.

Don DeMarco se alejó apresuradamente del animal, deslizándose rápidamente al interior de las sombras de los árboles.

– Vete ya, Rolando. Llévala seguramente a casa. -Fue una orden.

– Su capa. -Isabella le llamó desesperadamente mientras el capitán cogía las riendas de su caballo. Ya el caballo estaba en movimiento, Sergio y el capitán urgían al animal hacia el palazzo. Ella luchó por quitarse la pesada piel de león, tirándola rápidamente hacia donde había visto por última vez al don-. Tome su capa, Don DeMarco -suplicó, temiendo por él, una figura solitaria imposible de ver en la arremolinante tormenta blanca.

Isabella casi se dio la vuelta completamente sobre la grupa de su montura. Realmente consideró la idea de saltar del caballo. Había una desesperación en ella, un temor de que si apartaba los ojos del don, le perdería. Pero por mucho que lo intentó, no pudo distinguir claramente su figura en la nieve. Tuvo la ligera impresión de algo grande y poderoso deslizándose con fluída gracia por la nieve. Él se agachó a recoger la capa y lentamente se enderezó para verla marchar. Su forma fluctuó, volviéndose confusa, mientras se colocaba la pesada capa, de repente tomando la pariencia de una bestia indomable. Se encontró a sí misma mirando a los resplandecientes ojos, ojos que llameaban con fuego, con inteligencia. Ojos salvajes.

Su corazón se detuvo, después empezó a palpitar con alarma.

CAPITULO 5

Sarina acunó a Isabella entre sus brazos, después la condujo rápidamente a través de los salones y escaleras arriba hasta su habitación.

– Ha tenido tantos problemas, bambina. Lo siento. Estuvo bien que el Capitán Bartolmei y el Signor Drannacia estuvieran con usted.

– ¿Al que llaman Sergio? -preguntó Isabella, luchando por conseguir el nombre de todo el mundo directamente. Los hombres habían sido muy agradables con ella, pero ninguno se avino a sus súplicas de que volvieran y ayudaran al don-. Le dejaron allí solo, en la tormenta, sin montura ni ayuda por si los leones le atacaban. Estaba completamente solo, Sarina. ¿Cómo pudieron hacer tal cosas a su don? -Estaba temblando incontrolablemente, fría y húmeda por la tormenta, sacudida por la proximidad del león renegado, pero más que nada, temerosa por la seguridad de Nicolai DeMarco-. Deberían haberse quedado y haberle protegido. Era su deber protegerle a él primero, sobre todos los demás. No entiendo que está pasando en este lugar. ¿Cómo de buenos son esos hombres si se muestran desleales? Yo quería volver con él, pero ellos no me dejaron. -Estaba furiosa, furiosa, con los hombres que habían evitado que se quedara con Don DeMarco.

– Estaban protegiendo a su don -respondió Sarina suavemente, y hizo el signo de la cruz dos veces mientras se apresuraban a través del espacioso palazzo.

– No lo entiendes, él estaba solo, rodeado por esas enormes bestias. -Isabella estaba temblando con tanta fuerza que sus dientes castañeteaban-. Le dejaron allí. Yo le dejé allí. -Eso era lo peor, pensar que había estado tan asustada por el tamaño y la ferocidad del león que había elegido la salida del cobarde. Apenas se había resistido incluso a los soldados.

– No está pensando con claridad, signorina -dijo Sarina gentilmente, consoladoramente-. Nunca se le habría permitido quedarse atrás. Los capitanes tenían órdenes de traerla con seguridad a casa, y habrían forzado su obediencia. Está conmocionada, fría, y hambrienta. Se sentirá mucho mejor cuando esté caliente.

Mientras se movían velozmente por los vestíbulos del castello, varios sirvientes sonrieron y asintieron hacia ellas, con claro alivio en sus caras. Isabella intentó reconocerlos graciosamente, sin entender sus reacciones ante su retorno. Nada en este lugar tenía sentido… ni la gente, ni los animales.

– Los leones no viven montaña arriba. ¿Cómo llegaron aquí? ¿No debería alguien salir y buscar al don?

Sarina permaneció en silencio excepto por sus pequeños, consoladores y cloqueantes ruidos. La habitación de Isabella estaba preparada, con un fuego ardiente y una bandeja de té. El ama de llaves ayudó a Isabella a quitarse la capa, jadeando cuando divisó la sangre en ella.

– ¿Está herida? ¿Dónde está herida?

Isabella miró con desmayo las manchas rojas. Tomó la capa de Sarina, aplastando la tela entre sus manos. Don DeMarco la había envuelto en su propia capa. Había descansado sobre la de ella, empapándola de sangre. Era el don quien había estado herido. Sacudió la cabeza, negando la posibilidad. Él debía haberse manchado la capa de sangre cuando se arrodilló junto al león caído.

– No estoy herida, signora -murmuró Isabella-. Bueno, me duele la espalda. Creo que me tragaré mi orgullo y le pediré que me aplique el bálsamo entumecedor -intentó una débil sonrisa mientras permitía que Sarina le abriera el vestido y expusiera las heridas de su espalda.