– Ni vieja ni estúpida, Sarina -corrigió Isabella suavemente-, pero un poco extraña. No podría pedir más cortesía de la que me has mostrado. Es gratamente apreciada, y si me dices que esta historia te molesta, no es necesario contarla. Creía que sería interesante e inofensiva, una forma de pasar el tiempo y apartar mi mente de la preocupación por don DeMarco solo en la tormenta, si esto te incomoda, podemos hablar de otras cosas.
Sarina quedó en silencio un momento. Después sacudió la cabeza.
– No, es solo que nunca me han gustado las tormentas. Parecen tan feroces cuando se mueven a través de las montañas. Incluso cuando era una jovencita me volvían caprichosa. No hay necesidad de preocuparse por Don DeMarco. Él es bien capaz de cuidar de sí mismo. Pero es bueno que se preocupe por él -Antes de que Isabella pudiera protestar, Sarina retomó apresuradamente la historia-. ¿Dónde estábamos?
Isabella le sonrió.
– No habíamos llegado aún a los leones -Intentó una mirada inocente pero fracasó miserablemente.
– Está obsesionada con los leones -regañó Sarina-. La magia se había retorcido a algo oscuro y feo. Los maridos sospechaban de infidelidades de las esposas. La pena por tal pecado era la decapitación. Los celos se volvieron peligrosos. El valle se convirtió en un lugar de oscuridad. Las tormentas devastaban las montañas. Las bestias se llevaban a los niños pequeños. Algunos empezaron a sacrificar animales y a adorar cosas que es mejor dejar en paz. Los años continuaron pasando, y los sacrificios empeoraron. Se robaban niños de las casas y se sacrificaban a los demonios. Nadie sabía quién era el responsable, y cada casa miraba a otra con terrible sospecha.
El viento bajó rápidamente por la chimenea con un gemido de risa. Llamas anaranjadas llamearon y saltaron alto, tomando la forma de bestias de melenas peludas con las bocas abiertas y ojos resplandecientes. Sarina saltó, girándose para mirar ante el destello de formas feroces que bajaron visiblemente.
Isabella miró hacia la chimenea durante un largo momento, observando las llamas salvajes volver a morir. Bastante tranquilamente persistió.
– Qué bárbaro. ¿Es cierto? Sé que hubo gente que hizo semejantes cosas en algunos lugares.
– De acuerdo con las viejas historias, así fue. ¿Quién puede decir qué es cierto y qué leyenda? -La mirada de Sarina se desviaba hacia el fuego con frecuencia, pero las llamas eran pequeñas, y ardían alegremente, llenando la habitación con una calidez muy necesaria-. La historia ha pasado de mano en mano durante cientos de años. Muchas cosas han sido añadidas. Nadie sabe si hay alguna verdad en ellas. Se dice que el mismo clima podía ser controlado, que tales poderes eran de conocimiento común. ¿Quién sabe?
Isabella estaba observando atentamente al ama de llaves. Sarina ciertamente creía la historia de magia retorcida, de una religión, una forma de vida, corrompida por algo oscuro y maligno.
– Llegó un momento en el que las creencias cristianas empezaron a extenderse. En ese momento, el don de la casa DeMarco se llamaba Alexander. Estaba casado con una mujer hermosa, una muy poderosa en los caminos de la magia. Se la consideraba una auténtica hechicera. Había muchos celos de sus poderes por parte de las otras casas, y muchos celos por su belleza. Aún así, ella encontró a alguien que le hablara de esta nueva creencia, y escuchó. Y la mujer de Don DeMarco se convirtió en una cristiana.
Sarina pareció respirar la palabra en el cuatro, y, fuera de las ventanas, el viento aullador se inmovilizó, dejando un silencio espectante.
– Ella se volvió muy popular entre la gente, ya que continuamente cuidaba de los enfermos y trabajaban incansablemente para alimentar a los necesitados… no solo a los de su propia casa sino también a la gente de las otras dos. Cuanta más gente la amaba y seguía, más celosas se volvían las otras esposas.
– Las esposas de los otros don, Drannacia y Bartolmei, conspiraron para librarse de ella. Sophia DeMarco era su nombre. Empezaron a chismorear sobre ella y a quejarse a sus maridos de que la habían visto con otros hombres, que flirteaba por el campo con los soldados, formicando y llevando a cabo rituales secretos de sacrificio. En realidad nadie sabía mucho sobre la Cristiandad, así que no fue dificil asustar a la gente. Estaban dispuestos a creer lo peor, y los susurros y acusaciones llegaron finalmente a su marido. Fueron Don Bartolmei y Don Drannacia quienes finalmente acusaron a Sophia de infidelidad y sacrificios humanos.
Isabella jadeó.
– ¡Qué horrendo! ¿Por qué harían eso?
– Sus mujeres les convencieron, susurrando continuamente que estaban haciendo un favor a Don DeMarco, que ayudaría a sanar la brecha entre las casas si tenían el coraje de decir al poderoso hombre simplemente lo que su esposa infiel estaba haciendo. Dijeron que ella le estaba haciendo quedar como un tonto y llegaron incluso a acusarla de planear la muerte de Don DeMarco. Las dos mujeres celosas pagaron a varios soldados para que confesaran haberse acostado con ella. Los don la creyeron culpable y acudieron a Alexander.
– Seguramente él no les creyó.
Sarina suspiró suavemente.
– Desafortunadametne, la evidencia parecía abrumadora. Se convirtió en una caza de brujas, con más y más gente apareciendo, contando historias de malvada adoración y traición. Exigieron su muerte. Sophia imploró a Alexander, suplicándole que creyera en su inocencia. Le juró que nunca había traicionado su amor. Pero el corazón de Alexander se había vuelto de piedra. Estaba furioso, celoso y amargado, pensando que ella le había hecho pasar por tonto. Se dice que se volvió loco y vociferó y deliró y la condenó públicamente -Miró alrededor de la habitación como si temiera ser escuchada-. Ocurrió aquí en el palazzo, en el pequeño patio en el centro de las tres torres.
Isabella sacudió la cabeza.
– Que terrible, que tu propio marido se vuelva contra ti -Un escalofrío bajó por su espina dorsal ante la idea de incurrir verdaderamente en el desagrado de Don DeMarco.
– Ella se entregó a su merced, envolviendo los brazos alrededor de sus rodillas, y le suplicó que la creyera, jurándole una y otra vez que le amaba y le había sido fiel. Estaba sollozando, suplicándole que suavizara su corazón y la viera a través de los ojos de su amor, pero él no escucharía. -Sarina se detuvo-. Una vez pronunció las palabras para condenarla, todo estuvo perdido para la famiglia DeMarco. El cielo se oscureció, y un relámpago centelleó en el cielo. Sophia dejó de llorar y creció el silencio, su cabeza se inclinó cuando comprendió que no había esperanza; Alexander la había sentenciado a muerte. Se puso en pie y le miró con gran desprecio. Pareció crecer en estatura, y alzó los brazos al cielo. Centellearon relámpagos desde sus dedos. Empezó a hablar, pronunciando palabras que el don no pudo entender al principio. Entonces le miró directamente a los ojos.
– Nadie habló, ni uno se movió. Entonces Sophia pronunció estas palabras: "No miras a tu propia esposa con ojos de compasión y amor. Eres incapaz de clemencia, no eres mejor que las bestias del desierto y las montañas. Te maldigo, Alexander DeMarco. Te maldigo a ti y a todos tus descendientes a caminar por la Tierra con las bestias, a ser visto como una bestia, a ser uno con la bestia, a desgarrar el corazón de aquellos a los que amas, como tú has hecho conmigo". Su cara parecía fría y estaba firme como una piedra. Miró a los otros dos don, y les maldijo, también, a que sus hijos repitieran la misma traición de sus padres. Cuando se arrodilló delante del verdugo, pareció suavizarse. "Te concederé esto, Alexander", dijo, "por mi amor a ti, que siempre permaneció firme, y para mostrarte lo que son la piedad y la compasión. Si con el tiempo llegara una que viera a DeMarco como a un hombre y no como a una bestia, una que domará lo que es indomable, que amará lo imposible de amar, ella será capaz de romper la maldición y salvar a los hijos de tus hijos y a todo el que permanezca leal a tu casa".
Isabella retorció los dedos bajo la pesada colcha de su cama en protesta ante lo que se aproximaba. Casi detuvo a Sarina, pero era demasiado tarde. El ama de llaves continuó.
– Antes de que Sophia pudiera pronunciar otra palabra, estaba decapitada. Don DeMarco nunca podría retirar sus furiosas palabras. Su mujer estaba muerta. Nada la traería de vuelta. Su sangre empapaba la tierra, y desde ese día, nada crece en ese patio. Él la enterró, y sus restos permanecen profundamente bajo el palazzo. Pero enterrarla no le liberó de su oscuro acto. No podía dormir o comer. Las condiciones en el valle empeoraron. Don Alexander cada vez estaba más delgado y rendido. Lo que había hecho a su esposa le carcomía. Silenciosamente empezó a investigar los cargos contra su esposa, como debería haber hecho antes de condenarla. Empezó a convencerse de que Sophia era verdaderamente inocente, y él había cometido un terrible pecado, un terrible crimen. No solo había permitido que sus enemigos asesinaran a su esposa, sino que él les había ayudado a hacerlo. Acudió a los otros don y tendió ante ellos los horrendos actos en los que habían participado. Y ellos, también, comprendieron que sus esposas los habían traicionado por celos.